Pero a dos pasos estaba el parque de las "Buttes-Chaumont", que es uno de los más bonitos parques que tiene París, que cuenta con varios (ninguno a la altura del Retiro, cela va de soi) adónde llevé a pasear mis hijos cantidad de veces. Al lado también estaban los estudios de cine con el mismo nombre de Buttes-Chaumont, y recuerdo que una noche hubo un incendio y estuvimos en velo Silvia, la madre de las criaturas y yo, con un par de trastos listos, por si tuviéramos que salir corriendo con los hijos. Desde nuestras ventanas se veían las llamas, todo estaba muy cerca, pero el fuego no llegó hasta nuestra casa.
Los veranos, como es lógico, teníamos las ventanas abiertas al atardecer, y todos los sábados asistíamos a la misma escena, como si de una función de teatro se tratara. Enfrente de nosotros, vivía una pareja de proletarios –todo el barrio lo era–, y muy temprano, a las siete o las ocho de la tarde, el marido volvía borracho a su casa, y se ponía a insultar a su mujer, luego le pegaba, luego, después de un buen rato de golpes y gritos, le pedía perdón por sus bofetadas, sollozando casi él, y luego follaban. Con las ventanas abiertas y justo enfrente, todo resultaba absolutamente evidente, hasta los gemidos de placer de la señora. La escena en si no tiene nada de particularmente extraño, lo curioso, a mi modo de ver, es que se repitiera todos los sábados, exactamente a las mismas horas, bueno, podía haber una diferencia de diez, o vente minutos, entre sábado y sábado, pero no más.
Esto plantea algún problema de tipo, digamos, sociológico o psicológico: ¿Cómo una mujer podía aceptar ser abofeteada por su marido todos los sábados, entre las siete y las ocho de la tarde? Es posible que no fueran las bofetadas lo que le gustara, sino lo que venía después, pero ¿quién sabe? Recuerdo que la primera vez que asistí al asunto, o al escándalo de los gritos y de los golpes, quise intervenir, no sabía muy bien cómo, ya que vivía en una situación de semiclandestinidad, difícil de todas formas intervenir en asuntos privados de esta índole. Entre mi indignación por los golpes, y mis dudas sobre lo que podía hacer, pasaron varios minutos, y la situación se transformó, como se transformaría a lo largo de esos dos verano, y únicamente los sábados. El hombre se puso a pedir perdón, a besuquear y acariciar a su esposa –o compañera– y luego la cama y los gritos de placer de ella. Todo ello, repito, con las ventanas abiertas de par en par, y perfectamente audible por nosotros, como por los demás vecinos de la calle de los Solitarios, o al menos en ese trozo de la calle. Evidentemente, teniendo en cuenta el rito, la ceremonia, no volví a pensar en intervenir de cualquier forma. Eran sus tardes del sábado, no las mías.
Ese recuerdo me vino a la mente leyendo en la prensa todas las medidas policiales, judiciales, las campañas de opinión, la movilización de las milicianas feministas, contra la violencia doméstica. Claro que no se puede generalizar un caso como el que relato, son miles y hasta millones de casos a la vez semejantes y diferentes. Lo que me inquieta en este movilización es el peligro de control burocrático de la vida privada, y esa inquietud se nutre de las inevitables denuncias de abusos por parte de los propios responsables de ese control. Cuando se crea un clima de suspicacia, de denuncia y chivatazos un clima soviético, los abusos son inevitables. No soy musulmán, no estoy defendiendo el derecho de los varones a pegar a sus mujeres. Pero vivimos en sociedades en las que las mujeres maltratadas se pueden divorciar, e incluso se podría, si fuera necesario, aligerar los procedimientos de divorcio para dichos casos. O es lo mismo con los niños, los pobres niños maltratados por sus padres, o sus madres, no pueden divorciar.
Paralelamente a ese control burocrático y a sus inevitables abusos, sectores de la socialburocracia europea, una de cal y otra de arena, se muestran favorables a la legalización de los matrimonios homosexuales. Sin haber reflexionado seriamente sobre el tema, porque no me interesa, diré que me parecen ridículos, pero a veces también me parecen ridículas las reacciones de escándalo que provocan. Si quieren casarse que se casen, de todas formas no pasarán de ser pocas docenas al año, y eso no pondrá realmente en peligro la ya maltrecha familia tradicional, que pese a todo perdura, y perdurará. En cambio, en cuanto a la adopción por las parejas homosexuales, de eso ni hablar. Pero yo me pregunto porqué todos aquellos que pretenden la revolución de las costumbres, y dinamitar la tradición, jamás han planteado la legalización del incesto, costumbre mucho más arraigada en la Historia, y mucho más frecuente, que este paripé del matrimonio homosexual. Como todos los jóvenes de veinte años, bueno, algunos, yo cometí delitos castigados por la ley, acostándome con chicas menores de edad. Era pecado, ya que entonces la mayoría se cumplía a los 21 años en Francia, y si no me falla la memoria, 25 en España.