
Los fundamentalistas del medioambiente, entre los que se cuentan algunos políticos notables (...), han creado un escenario "científico" tremebundo sobre las consecuencias que tendrá el calentamiento global a menos que suscribamos su agenda radical (...) He leído decenas de artículos científicos. He hablado con numerosos científicos (...) No se está produciendo un cambio climático drástico. El impacto de la actividad humana sobre el clima no es catastrófico. Nuestro planeta no se encuentra en peligro. En cuestión de una o dos décadas, este escandaloso fraude quedará en evidencia.
Sospecho que el señor Coleman tiene razón. Aun así, ¿qué pasaría si estuviera equivocado? A mi juicio, incluso si el calentamiento global fuera un asunto digno de preocupación, sería peligroso recurrir al Estado para que se ocupara de ello. El Estado es una herramienta roma y corroída por los intereses políticos y de los grupos de presión. Esperar que haga algo tan complejo como calibrar las regulaciones y los impuestos para ajustar el clima sin empobrecer a la mayoría y enriquecer a los amigotes es del género ingenuo.
Lo anterior no quiere decir que no podamos hacer cosa alguna. De hecho, tenemos a mano un poderoso generador de soluciones: el libre mercado. Pero, claro, hay que dejarle trabajar.

"A principios del siglo XX había en la ciudad de Nueva York 200.000 caballos, que defecaban en cualquier parte –ha escrito el premio Nobel Robert Fogel–. Cuando dabas un paseo (...), con el aire respirabas partículas de estiércol". Debido a dicha contaminación, que afectaba tanto al aire como al agua, la gente contraía enfermedades mortales como el cólera y el tifus".
Con la llegada del motor de combustión interna, el aire y la tierra pasaron a estar mucho más limpios. Los ecologistas hablan maravillas de los días previos a la llegada del automóvil, pero ¿quién quiere volver a vivir rodeado de inmundicia y enfermedades?
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¿Cómo podría el mercado, que depende del consentimiento, no de la coacción, encarar mejor que el Estado la cuestión del calentamiento global?
Para el comentarista político Gene Callahan, el Estado es parte, una gran parte, del problema, dado que fomenta el abuso de los combustibles fósiles. Pongamos un ejemplo: como el uso de las autopistas no está sujeto a precios de mercado, se tiene la impresión de que hacerlo sale gratis; pues bien, los atascos resultantes de ello son perjudiciales para el medio ambiente. Pongamos otro: si el Estado no pusiera tantas trabas a la energía nuclear, utilizaríamos menos carbón.
Si no se le asfixiara con regulaciones y subsidios, el mercado descubriría combustibles alternativos que los burócratas no tienen presente ni cuando están soñando. Hoy en día, los disidentes energéticos pueden acabar teniendo problemas con el Estado, como bien sabe Bob Teixeira, un tipo que cometió la osadía de poner su Mercedes a funcionar con aceite de soja. Si lo del cambio climático resulta un peligro real, el incentivo de los beneficios moverá a los empresarios a dar con tecnologías que reduzcan las emisiones de CO2.

Si el sector de los seguros estuviera menos regulado, tendría sustanciosas razones para anticiparse a cualquier problema relacionado con el calentamiento y fijar convenientemente el precio de cobertura de las distintas propiedades. Las aseguradoras prestarían una gran atención a la mejor información científica, ya que un error les podría costar la bancarrota, problema que jamás se le plantea al Estado.
Lo mejor y más importante que podemos hacer es no dificultar la creación de riqueza. Como decía el difunto Aaron Wildavsky en su maravilloso libro Searching for Safety (En busca de la seguridad), "más rico quiere decir más sano".
Las sociedades ricas están en disposición de plantar cara a una amenaza imprevista. En cambio, los habitantes de los países en desarrollo necesitan desesperadamente alcanzar la prosperidad. Bloquear su desarrollo con promesas deleznables de "soluciones" medioambientales no hará sino hacerles aún más dura la vida. Sus entornos primitivos les están matando.