Según Andrew Carnegie, la administración de la riqueza constituye un problema principal de nuestra época, un asunto que aborda en el ensayo titulado, justamente, Riqueza.
Previamente a la disertación sobre la bondad y la bonanza general que conlleva la creación de riqueza, así como su correspondiente gestión para el mayor disfrute posible entre la población, Andrew Carnegie (1835-1919) tuvo que ponerse a la labor y hacerse rico.
Carnegie no es un intelectual ni un académico, ni siquiera lo que se entiende habitualmente como un hombre de letras. A diferencia de los socialistas y comunistas venidos del frío bipolar, quienes, según la leyenda de zorros y coyotes, se emplean a fondo perdido en la "justicia redistributiva", robando literalmente a los ricos para dárselo a los pobres, quedándose en la transacción el correspondiente "impuesto revolucionario"; a diferencia, asimismo, de los aristócratas venidos a menos y de los altruistas en general, quienes no sólo piensan en los demás, sino que viven materialmente y espiritualmente de éstos, encomendándose a la caridad y la compasión para con los "menos favorecidos"; a diferencia de unos y de otros, digo, Carnegie llegó a Estados Unidos junto a su familia en 1848, donde sencillamente, con ánimo emprendedor y con los años, "vino a más".
Procedente de la húmeda, montañosa y poco nivelada Escocia (aunque suficientemente alejada en aquella agitada época del revolucionarismo continental), el joven Andrew se establece en Allegheny, Pennsylvania. Allí, siendo todavía un niño, trabaja de chico de los recados para la oficina de telégrafos de Pittsburg, y más tarde de embobinador en una fábrica de algodón, hasta lograr incorporase, finalmente, a la compañía de ferrocarriles Pennsylvania Railroad.
Aprendiendo el oficio de vivir y de ganarse el sustento por los propios medios, conoce de primera mano el sentido y el futuro de la economía americana: la conquista del Oeste, que conlleva la libre y cada día más ligera circulación del ferrocarril y la explotación de los recursos energéticos de la nación. Mientras tanto, ocupa el tiempo libre que le deja la dura jornada laboral leyendo todo lo que cae en sus manos y cursando estudios nocturnos.
Con el paso del tiempo, Carnegie, sin un pasado aristocrático detrás, sin hacerse ilusiones, y abominando de las no menos falsas utopías socializantes que fragua la vieja Europa, funda empresas, prospera y llega a hacerse millonario. En 1867 fija la residencia y el centro de negocios en Nueva York. Consolidada la (buena) posición tan justamente ganada, Carnegie, como hizo Benjamin Franklin un siglo antes, no se conforma con disfrutar particularmente de la vida buena, sino que se empeña intelectualmente en comunicarla a la comunidad, con el objeto de hacerla, en la medida de lo posible, partícipe de ella. Con semejante propósito divulgador y publicista escriben ambos sus textos inmortales.
Hombre decidido y emprendedor, sin resabios ni complejos hacia la procedencia y los orígenes, mirando siempre hacia delante (¿será éste el verdadero prototipo del "hombre de progreso"?), Carnegie asciende socialmente en el seno de la alta sociedad neoyorquina, bastante esnob por lo general. Frecuenta las reuniones exclusivas de la ciudad, y los salones le abren las puertas a pesar de su condición de "pobre ricachón".
Por estos círculos introductores –y casi diríase también que "iniciáticos"–, de buena conversación y civilidad, han pasado y dejado huella personalidades como Poe, Webster y Emerson. Ahora conoce a personajes eminentes, como Herbert Spencer, que influyen poderosamente en su juicio y sensibilidad. Pero no se queda ahí: estos espacios representan sólo una etapa en la ascensión hasta la "cumbre de la colina".
Estrictamente hablando, Carnegie no llega a América como colono, sino como emigrante. Desde los tiempos de Franklin, Estados Unidos ha cambiado enormemente, y lo ha hecho para mejor. Aun así, un parejo espíritu pionero al de los Padres Fundadores continúa vivo y vigente en las sucesivas generaciones de americanos llegados a la libertad.
Una nueva vicisitud llama poderosamente la atención del magnate del acero: la América de Franklin era una América en formación; la América de su tiempo es una América de expansión. En consecuencia, la noción y el entendimiento de la riqueza necesitan renovarse.
En The Way to Wealth, Franklin se dirige a los colonos desembarcados en las costas de Nueva Inglaterra del siglo XVIII, sencillos artesanos y comerciantes, a quienes anima a salir a flote con nobleza de corazón y la cabeza alta. Cuando escribe acerca de la riqueza, y sobre la moralidad de su adquisición, Franklin tiene presente principalmente la perspectiva de pequeñas fortunas. Spencer, por su parte, desde la tribuna en Inglaterra, proclama la bondad de las leyes del mercado capitalista y la necesidad virtuosa de su aplicación sin trabas, gravámenes u otras derramas. Un compatriota suyo, Adam Smith, había teorizado sobre la virtualidad de la "mano invisible", que, a pesar de todos los pesares y desigualdades inherentes a la creación de riqueza, pondría, finalmente, las cosas en su sitio.
Carnegie, por su parte, no sueña con la América de la etiquetada Nueva Inglaterra, ni con la tradicional metrópolis británica, allende los mares. El American way of life ("Way to wealth") se ha fijado ya en la conciencia, los valores y las costumbres de los americanos, junto a todo lo que ello comporta: la exaltación del individualismo que no ignora ni desdeña el objetivo de la igualdad. Ante esta gran circunstancia nacional a la vista, Carnegie debe poner al día el sueño americano.
En 1901, cumplidos los 65 años de edad, decide vender su principal compañía, la Carnegie Steel Company, a J. P. Morgan por 480 millones de dólares. Desde ese momento dedica sus energías a la obra filantrópica inteligente y a la escritura. Con este propósito compone, además de Autobiografía, una serie de breves ensayos. El más famoso de ellos lleva por título Wealth –también conocido como el gospel de la riqueza y la abundancia–, editado originalmente en la North American Review en 1889.
El mismo año que se celebra en París el congreso fundacional de la Segunda Internacional y que Friedrich Engels publica el tercer volumen de El capital de Karl Marx, Andrew Carnegie, en lugar de alentar la lucha de clases, se afana por fomentar en la sociedad abierta una real y útil hermandad que consiga reunir en un mismo proyecto de vida en común a ricos y pobres. Tal propósito puede alcanzarse, a su parecer, empleándose en la adecuada administración de la riqueza.
Ciertamente, la creación de riqueza genera inevitablemente diferencias económicas (una "great irregularity") entre los individuos. Este hecho no tiene nada de malo: "Es mejor esta gran desproporción que la miseria universal. No puede haber Mecenas si no hay riqueza".
¿Cuál es el modo más adecuado, se pregunta, de administrar la riqueza acumulada después de que las leyes que sustentan la civilización la han puesto en mano de algunos? Hay tres modos: legarla automáticamente a los descendientes ("Hace más daño que beneficio a quienes la reciben"); destinarla sin más a fines públicos y caritativos ("El verdadero reformador es aquél que se muestra tan cuidadoso como preocupado en negar su ayuda al que no la merece, como en hacerlo al que la merece") o administrarla en vida, por los propios dueños, con vistas a promover más y mayor riqueza ("La mejor manera de ayudar a la comunidad es poner a su alcance los peldaños de la escalera que todo aspirante puede subir").
Carnegie privilegia, claro está, el tercer modo. Y en tal empresa se empeña hasta su muerte, en 1919. A través de la Carnegie Corporation of New York, entre otras entidades filantrópicas y educativas, favorece la creación de más de 2.500 bibliotecas en todo el mundo. Ya había financiado anteriormente otras grandes obras, como la edificación del monumental y afamado Carnegie Hall en Manhattan, en 1890.
Mas esto no le basta, y el que vino pobre de Escocia "va a más" en América. Hoy, su nombre todavía sigue vinculado a grandes proyectos e instituciones en favor de la libertad.