Por mucho que Huguet se empeñe en distorsionar la realidad, el boicot no tiene nada que ver con la represión estatal, ni mucho menos el primero justifica la segunda. Conviene, pues, trazar una clara diferencia entre el boicot privado y los boicots estatales.
Boicot privado
El boicot privado a una empresa consiste en la decisión individual y voluntaria de no comprar un producto, por cualquier motivo. Para que el boicot sea exitoso suele ser preciso que un gran número de individuos lo siga de manera mancomunada. En estos casos el boicot puede ser liderado por algunas personas o asociaciones, pero siempre a través de la persuasión y nunca de la imposición.
La finalidad o la causa del boicot es del todo irrelevante. En ocasiones puede tener loables implicaciones políticas (como el realizado contra la petrolera Shell por su apoyo al régimen de apartheid que regía en Sudáfrica), en otras puede basarse en tópicos absurdos (por ejemplo, pretender boicotear a las empresas cuyos empleados lleven gafas). Pero en cualquier caso deben respetarse todos.
Como decía el gran pensador liberal Murray Rothbard: "Desde el punto de vista de la moral, el boicot puede perseguir objetivos absurdos, reprensibles, loables o neutrales. (...) En nuestra opinión, lo que importa, en este tema, es que sea voluntario, es decir, que se trate de una acción dirigida a intentar convencer (...) En principio, el boicot es legítimo per se".
El consumidor es soberano en el sistema capitalista. La empresarios se dirigen a servir sus intereses, que no tienen por qué estar relacionados exclusivamente con el producto ofrecido. Una empresa puede resultar penalizada por contaminar, proferir opiniones racistas, tratar de manera inadecuada a sus trabajadores o, simplemente, estar presidida por un señor poco simpático.
Y es que, en todo caso, la soberanía del consumidor consiste en la capacidad individual para boicotear a las empresas que no sirven a los individuos. La competencia de las empresas en un sistema capitalista es una competencia por satisfacer a los consumidores, esto es, por evitar su boicot: los individuos, al decidir comprar un producto, están boicoteando a los restantes, con la consecuente exhortación a que se adecuen a sus gustos, so pena de desaparecer del mercado.
Las empresas tienen que adaptarse o desaparecer si no satisfacen a los individuos. Ningún empresario tiene derecho a permanecer en el mercado en contra de la voluntad del consumidor. Cometeríamos un gran error si pensáramos que las empresas quiebran solamente por ser poco competitivas en lo relacionado con los precios; el descontento puede surgir, así mismo, de un continuado maltrato –en cualquier sentido– a los consumidores soberanos.
Boicot estatal
En sí mismo, el Estado es un boicot continuo a la sociedad, pues nos impide contratar con otras empresas los servicios que nos proporciona. Tenemos que pagar impuestos porque sí; y ese dinero que el Estado nos roba no podemos gastarlo en otras actividades. El Estado está empeñado en impedir la provisión de sus mismos servicios por otros cauces.
Otras formas de boicot las encontramos en la imposición de aranceles (el Estado pretende evitar que compremos productos extranjeros), en los precios máximos (el Estado impide que compremos a aquellos empresarios desaprensivos que venden por encima de un "precio digno") y mínimos (el Estado impide que nos "aprovechemos" de la situación de debilidad de ciertos productores). La intención es clara: en el caso de los aranceles, debemos comprar productos nacionales; en el de los precios máximos y mínimos, se nos obliga a pagar menos y más, respectivamente.
Los boicots estatales se caracterizan por implicar el uso de la violencia y la represión policial. No es el consumidor soberano quien elige, sino el político liberticida. El boicot privado es un instrumento acorde con la libertad; el estatal es un instrumento acorde con su restricción.
Es curioso cómo los políticos sólo protestan por los boicots que los ciudadanos libremente practican con sus empresas satélites. A ninguno de ellos se les ocurre levantar la voz contra su intervencionismo recalcitrante, contra sus boicots coactivos. No ya en los casos mencionados, también en el de los boicots subvencionados directa o indirectamente por el poder político. El caso de "Compreu/No Compreu" es paradigmático: los propios empresarios catalanes que no etiquetan en catalán están financiando coactivamente campañas de boicot contra sus propios productos. El colmo de las explotaciones.
Por supuesto, a pesar de esta incoherencia manifiesta (dar cobijo a boicots estatales de carácter violento y criticar los privados y libres), los políticos, en tanto personas, están legitimados para criticar los boicots privados, intentar disuadir a sus seguidores o, incluso, organizar contraboicots. Mientras no utilicen la fuerza para combatir un boicot privado, sus acciones no resultan problemáticas desde una perspectiva liberal.
Ahora bien, el reciente caso de Huguet no tiene absolutamente nada que ver con este procedimiento persuasivo. Huguet ha hecho un llamamiento a la intervención del Ministerio del Interior; esto es, a que la policía sancione a quienes induzcan a o practiquen el boicot.
De esta manera, nos trasladamos a un Estado policial y comunista, donde las autoridades asignan a cada individuo su porción concreta de productos. El consumidor deja de ser soberano y el empresario ya no produce para darle satisfacción; más bien al revés: el consumidor, forzado por el Estado, se ve obligado a proporcionar ingresos a un empresario que no lo hace feliz.
Además, Huguet ha anunciado subvenciones para las empresas afectadas por el boicot. Ya lo sabe: si vive en Cataluña, sólo tiene que denunciar que sus productos no se venden en el resto de España debido a la conspiración del boicot y el Gobierno le entregará un fardo de billetes. Nunca vivir a costa de los demás fue más sencillo.
Ahora bien, lo más gracioso del caso es que la represión del boicot privado y la subvención pública suponen, en realidad, un boicot estatal. Cuando el Gobierno nos obliga a comprar un producto nos impide gastar ese mismo dinero en otros y, por tanto, practica un boicot violento contra los mismos. El Estado pretende forzar a esos empresarios y trabajadores a que se dediquen a otros negocios, y para ello impide a los consumidores adquirirlos. Por ejemplo, si las autoridades obligan a los consumidores a comprar cava de Freixenet, se estará boicoteando el cava valenciano.
Del mismo modo, si se subvenciona a una determina empresa se impide que los consumidores adquieran otros productos con ese mismo dinero. La subvención modifica la estructura de gasto, así pues, supone un boicot estatal a ciertas empresas. La nacionalización de parte de nuestra renta tiene como propósito violentar a ciertas empresas para que cambien de actitud y produzcan otros bienes y servicios.
Los partidarios de la subvención y de la intervención policial contra los seguidores del boicot prefieren que el Estado imponga un boicot violento a que los consumidores practiquen libremente un boicot voluntario. En otras palabras, prefieren la violencia y la represión a la libre elección.
Las impagables palabras de Huguet para definir el mercado son una perfecta ilustración de la idea socialista de libertad: "Hay partes del territorio español que no se comportan como un mercado libre, porque en estas zonas no hay un comportamiento en función de la calidad-precio". Dicho de otra manera: el mercado no es libre cuando los consumidores actúan en libertad; el mercado libre se consigue cuando los consumidores actúan como quiere Huguet: forzados por la represión policial.
Parece que esta gente nunca entenderá que el libre mercado no se basa en un comportamiento robótico y reactivo entre los precios, sino en una elección individual y continua de aquellos comportamientos que más feliz hacen a cada persona.
El boicot a los productos de las empresas catalanas que apoyan el estatuto podrá parecernos adecuado o torpe, pero en todo caso es legítimo. Huguet, con su retórica fascistoide, sólo pretende domeñar a los consumidores para que se gasten el dinero en productos que no les gustan. Pretende, en definitiva, suplantar la soberanía del consumidor por la soberanía de los politicastros.