En ambos casos, el objetivo es el mismo: la comunidad islámica. En ambos casos, la pretensión es sustituir al Estado: el inexistente palestino y el muy existente británico, generando solidaridades marginales: lo que desde la unificación italiana ha venido haciendo la mafia en Sicilia, impidiendo el acceso a la condición de ciudadano y asegurando la continuidad del Antiguo Régimen, con sus solidaridades verticales y su fragmentación de la soberanía.
Ese trabajo combinado de beneficencia y terrorismo contribuye a dificultar aún más la de por sí difícil integración del Islam en las sociedades abiertas. Ahora forma parte de la experiencia general mahometana, y hace unos días El Mundo [17-7-2005] titulaba: "Mezcla de fútbol y yihad en las escuelas religiosas de Pakistán". El subtítulo del artículo es aún más significativo: "En las madrasas como en la que estuvo uno de los kamikazes de Londres se habla de la lucha del mundo musulmán contra Occidente".
La guerra del Islam contra Occidente fue declarada en incontables ocasiones. En 1972, como guerra terrorista, con el asesinato de los atletas israelíes en las Olimpiadas de Munich. En 1974, como guerra de vientres: "Será el vientre de nuestras mujeres el que nos dé la victoria", declaró entonces Houari Boumedienne, presidente de Argelia. Y sin embargo no es reconocida por los gobiernos ni, en general, por la clase política europea, que insiste en apoyarse en lo que denomina "sectores moderados" del Islam, aunque no suelten majaderías comparables a la de la alianza de civilizaciones de nuestro ínclito presidente, que consiguió el aplauso de Kofi Annan y de la asamblea de la ONU, que militan en el bando contrario.
El diario El País, de donde he tomado las citas que abren este artículo, no puede evitar incluir en esa misma edición [16-7-2005] las declaraciones del padre de Hasib Mir Houssain, el más joven de los terroristas de Londres, reclutado por Khan: debido a la influencia de éste, "Hasib tenía dos religiones: el Islam y un tipo diferente de Islam". Dos días más tarde [18-7-2005], Gustavo de Arístegui sostiene en ABC que "los mayores expertos nos recuerdan que más del 30 por ciento de los creyentes se sienten de alguna forma identificados con todas o bastantes de las ideas del islamismo radical", lo que significa que "un tercio de los creyentes comparte criterios ideológicos y metodológicos del yihadismo". "Esto no quiere decir –continúa Arístegui– que todos ellos sean terroristas ni terroristas potenciales, sin embargo sí quiere decir que la base de reclutamiento del radicalismo ha crecido espectacularmente".
Creo que Arístegui se queda muy corto en sus conclusiones. El 30 por ciento de una sociedad o de una comunidad, y sobre todo si es su sector más activo por edad, firmeza de convicciones y poder organizativo, como en este caso, marca el destino del conjunto. Un 10 por ciento ya es una proporción más que significativa. En octubre de 1967, la marcha sobre el Pentágono contra la guerra de Vietnam reunió 50.000 personas –menos de un 0,25 por mil de la población de los Estados Unidos–, lo que Abbie Hoffman, uno de sus dirigentes, denominó "la cantidad de gente políticamente suficiente" para causar un gran impacto y modificar la situación. Un cuerpo de combate diezmado, es decir, que ha perdido el diez por ciento de sus hombres, está técnicamente derrotado si no ha logrado inferir más bajas a su contrincante. Los negros son un 13 por ciento de la población de los Estados Unidos. El 30 por ciento de la comunidad islámica, sea que se encuentre en Occidente, sea que se encuentre en un país musulmán, decide la acción común.
Planteadas así las cosas, cabe suponer que es el Islam como tal el que está en guerra contra Occidente, que los terroristas son apenas el emergente de la comunidad y que la comunidad sigue a su vanguardia radical. Que no es radical por obra de la miseria ni de la injusticia, sino por una pura perversión ideológica, tenga ésta que ver o no con su libro santo. Pero resulta que ni siquiera el Gobierno norteamericano, que es el único que parece haber comprendido esta guerra, se siente en condiciones políticas (y probablemente no lo esté) de expresarlo en estos términos. Bush está tan obligado como Blair a exculpar a la comunidad islámica organizada de su país cuando tiene lugar un atentado, aun cuando sea perfectamente consciente de que en algún punto del entramado de mezquitas y oenegés ad hoc hubo colaboración con los asesinos.
Se están realizando grandes esfuerzos por desarrollar la conciencia de esta guerra en Occidente desde diversas posiciones políticas, pero no dejan de ser esfuerzos aislados, como el de Oriana Fallaci o el de Huntington. No obstante, es mucha la gente que, al margen de la prensa, se hace cargo de la realidad. De la del enemigo, aunque no siempre de la propia, no siempre capaz de identificarse con la idea de Occidente que le ha permitido construir el pensamiento único, esa izquierda gobernante que, a pesar de someterse ocasionalmente a la alternancia en el poder político, domina todos los resortes del aparato cultural.
Tal vez la tarea más importante del momento para quienes nos preocupamos por el porvenir hasta más allá de nuestra muerte, que deseamos un mundo habitable para nuestros descendientes y confiamos en nuestro legado, sea precisar qué es a estas alturas Occidente, algo más que la suma de las herencias judeocristiana y grecolatina, las sociedades abiertas, la física cuántica, la vacuna, los antibióticos, los antidepresivos o la energía nuclear. Un algo más difícil de definir, que nosotros vemos sólo a veces y que ellos odian y tienen constantemente presente.
Ellos saben qué atacan, conocen las pulsiones que, desde el nacimiento mismo de su religión, les ha llevado a una guerra de conquista en la que no piensan detenerse. Pero nosotros no sabemos bien qué defendemos.