La semana pasada se hicieron públicas las ratios de capital exigidas por Basilea III a las entidades financieras, lo que completa cuanto ya conocíamos sobre los requisitos de liquidez que se les demandarían.
Por decirlo brevemente: Basilea III buscará garantizar tanto la solvencia como la liquidez de los bancos. El cambio es significativo, pues Basilea II se ha venido preocupando esencialmente de la solvencia, marginando los problemas de liquidez, tan importantes, como se ha encargado de demostrarnos la presente crisis.
En cuanto a la solvencia, se exigirá a los bancos que, como mínimo, posean 4,5 euros en fondos propios (estrictamente definidos como acciones ordinarias y reservas; esto es, el llamado core capital) por cada 100 que hayan invertido en activos. De este modo, los activos de un banco podrán depreciarse hasta un 4,5% antes de que el fantasma de la quiebra cobre forma. No es mucho, pero los bancos que deseen pagar dividendos a sus accionistas deberán exhibir una ratio de solvencia del 7%.
Asimismo, según lo anunciado, Basilea III también exigirá a las entidades bancarias que dispongan de un complemento de capital contracíclico –cuando el crédito crezca por encima del PIB, los reguladores nacionales podrán exigir a sus bancos que provean más capital–, y se abre la puerta a forzar a las de mayor tamaño –too big to fail– a disponer de una capitalización adicional.
Al final del día –al cabo de una década– podemos encontrarnos con que los bancos poseen más de un 10% de core capital sobre su volumen de activos; porcentaje que se elevaría hasta un 15% si metemos rúbricas más difusas (las llamadas Tier-1 y Tier-2) en el cajón de sastre de los fondos propios. Teniendo en cuenta que con Basilea III los bancos deberán poseer más core capital que capital total les exigía Basilea II (dicho de otro modo: deberán duplicar sus tenencias de capital total), el cambio es significativo.
Aun así, no hay que echar las campanas al vuelo. Primero, porque muy posiblemente la capitalización exigida siga siendo insuficiente para evitar quiebras generalizadas en crisis tan vastas como la actual. Segundo, porque ese 15% de capital total se calcula sobre activos ponderados por su riesgo; en otras palabras: se exige a los bancos que posean menos capital en relación con los activos que los reguladores consideran menos arriesgados. Y no olvidemos que en Basilea II uno de los activos más premiados –al serles imputadas un riesgo casi nulo– fueron las titulizaciones hipotecarias. El Banco de Pagos Internacionales de Basilea todavía no ha hecho públicas sus propuestas de ponderaciones de riesgo de los activos bancarios, y hasta que no lo haga no podemos saber si ese hipotético 15% será verdaderamente exigente o sólo un Doppelgänger de Basilea II.
Por lo que respecta a las exigencias de liquidez, Basilea III establece dos ratios: la de cobertura de liquidez y la de financiación estable. En realidad, podríamos llamarlas cocientes de liquidez a corto y a medio plazo. La primera, básicamente, obliga a los bancos a poseer una cartera de activos altamente líquidos que le permitan sobrevivir a 30 días de retiradas masivas de dinero. De algún modo se pretende evitar que se repitan episodios como el del banco de inversión Bear Stearn, que en 2008 se fue a pique en apenas una semana por falta de efectivo.
La idea de la ratio no es mala, pero presenta varios problemas muy serios. Y es que incluye en activos altamente líquidos las titulizaciones hipotecarias de Freddie Mac y Fannie Mae, o la deuda empresarial de calidad media, cuando bajo ningún parámetro habría que considerarlas así (los fondos monetarios de PNB Paribas que suspendieron pagos en agosto de 2007 algo deberían de decir al respecto). Por otro lado, los cálculos sobre cuánto efectivo puede retirarse a lo largo de 30 días apenas asumen un 10% de los depósitos a la vista o a muy corto plazo (¿Northern Rock? ¿Hay alguien ahí?) o un 25% para las operaciones repo (¿Bear Stearns? ¿Alguien ha estudiado seriamente el caso?), suma del todo risible en medio de un pánico bancario.
En cuanto a la ratio de financiación estable, pretende que las inversiones a medio y largo plazo estén sufragadas por fuentes de financiación exigibles a medio y largo plazo. De nuevo, la idea es sensata, pues trata de limitar eso que tantas veces hemos criticado del descalce de plazos, pero se queda muy corta. Así, por ejemplo, sigue permitiendo que 100 euros en depósitos a la vista o a corto plazo sirvan para financiar 425 euros de inversiones en bonos a largo plazo. Por tanto, el arbitraje entre los tipos de interés a largo y a corto seguirá produciéndose, si bien con alguna cortapisa más.
Sálvense los bancos, desfallezca la economía
En general, Basilea III es una regulación mucho más prudencial y conservadora que Basilea II. Sus exigencias de capital y de liquidez, si bien demasiado laxas en un sistema financiero con una facilidad casi insuperable para crear crédito, son mucho más robustas y probablemente sirvan para que las quiebras y suspensiones de pagos bancarias tengan una menor incidencia en el futuro. Y sin embargo la calificación que le podemos dar sólo puede ser negativa. Por un motivo muy simple: no busca acabar con los ciclos económicos, sino sólo asegurar la supervivencia de los bancos. En la crisis actual parece haber existido una relación directa entre las quiebras bancarias y la gravedad de la recesión. Empero, convendría no olvidar que en última instancia los bancos que han quebrado han sido pocos –gracias a los rescates públicos–, pero la crisis ha seguido siendo enormemente grave por las distorsiones existentes en la economía real.
Lo que nuestros reguladores deberían entender y no entienden es que resulta perfectamente posible que haya ciclos económicos sin quiebras bancarias generalizadas (es lo que ha sucedido en todas las crisis desde la Gran Depresión). La causa de las crisis es siempre una expansión crediticia previa de carácter insostenible, una expansión crediticia que desarrollan los bancos y que distorsiona toda la estructura productiva. Que esa crisis –entendida como un periodo de purga de las malas inversiones– termine afectando a la solvencia de los bancos es una cuestión accesoria que podrá darse o no. Pero lo que es inopinable es que, si los bancos descalzan masivamente plazos, tarde o temprano –según cuál sea la actitud del banco central de turno– habrá nuevas crisis.
Por desgracia, como hemos visto, Basilea III no impone restricciones, salvo indirectas, a esa transformación de plazos. Los bancos pueden seguir endeudándose a corto para prestar a largo debido a que los reguladores siguen cayendo en uno de los grandes errores de la actual crisis: que un activo pueda normalmente convertirse en dinero sin dificultades (esto es, que sea negociable) no significa que sea un activo susceptible de ser financiado con deuda a corto plazo (esto es, que sea líquido). Sus mentes todavía siguen capturadas por la hipnosis de la orgía crediticia, donde todos los activos pueden venderse ipso facto en cualquier cantidad, sin variaciones significativas en sus precios, lo cual no debería ser un criterio para determinar cuánto de ese crédito debería existir.
Lo único positivo que cabe destacar de Basilea III son esas restricciones no intencionadas a que los bancos inflen el crédito: cuanto más capitalizados y líquidos deban ser, menor margen tendrán para el apalancamiento. Claro que con Basilea III ese margen sigue siendo cuantitativamente muy grande y, lo que es peor, cualitativamente infinito. Si se constriñe la cantidad de crédito que los bancos pueden crear, éstos sin duda tratarán de mejorar su rentabilidad generando mucho crédito (¿se prevé algún límite a que los bancos utilicen los depósitos a corto plazo para sufragar inversiones a 100 años?).
Podría estar tentado a decir que el problema de fondo de los reguladores es que siguen sin aprender y comprender la teoría austriaca del ciclo económico, pero lo cierto es que el error es todavía más básico: pensar que los problemas que ha generado la regulación pueden resolverse con más regulación.
El sistema financiero es un orden lo suficientemente complejo como para que sea del todo aplicable esa histórico descubrimiento de Mises de que el socialismo no puede funcionar. Es ingenuo y arrogante creer que los ciclos económicos podrán terminar con una regulación tan omnicomprensiva y detallada como Basilea III. El regulador asume que la próxima crisis será igual que la actual, pero, precisamente por las nuevas barreras que ese regulador establece, los bancos se encargarán de generarla inintencionadamente por otros circuitos. Entonces, cuando llegue, nos sorprenderemos de cómo pudimos no haber pensado en ello. Pero el motivo seguirá siendo muy sencillo: una mente individual o un comité de mentes individuales que pretende establecer un marco estático no puede competir con decenas de millones de mentes empresariales que dinámicamente tratan de reformular –y salirse– de un marco.
Por eso la solución no pasa por tratar de meter en vereda a todos los individuos creativos que en el mundo son y serán, sino por quitarles la red que les protege de las consecuencias negativas de sus errores. Sólo cuando su creatividad e ingenio no se centre en ver cómo pueden saltarse la regulación para maximizar sus beneficios, sino en tratar de protegerse de sus propias desastrosas decisiones, sólo cuando sean conscientes de que prohibido no equivale necesariamente a malo, ni tampoco permitido a bueno, sólo cuando deban ser ellos quienes pergeñen una estrategia de viabilidad a largo plazo para sus empresas, sólo entonces podremos aspirar a que desaparezcan los ciclos, aun cuando los (malos) bancos sigan quebrando. Autorregulación sí, pero sin red. Y hoy la red tiene unos nombres muy claros: dinero fiduciario, bancos centrales, monedas de curso forzoso y fondos de garantía de depósitos.
La vacuna contra las crisis pasa por transitar hacia la banca libre y no hacia la banca hiperregulada. Por eso Basilea III no sirve, porque sigue siendo un producto de la más arrogante mentalidad ingenieril, aun cuando contenga alguna buena idea... que pronto mentes más brillantes que las de los ingenieros harán que quede desfasada.