Las cifras no engañan. Venezuela está pasando una de las peores crisis económicas de su historia. La inflación en el 2003 fue del 27,1% y para el 2004 se prevé que alcance el 25,2%. El crecimiento económico es negativo desde hace años: -12,6% en 2002 y -10,7 en 2003. El paro alcanzaba en 2003 el 19,1% de la población. En torno a la mitad de la población está ocupada en la economía informal, es decir sometida a las reglas del mercado más salvaje. Grandes zonas del centro de Caracas están invadidas por lo que en Venezuela llaman "buhoneros", gente que vende mercancía muchas veces pirata, que no paga impuestos y no está sometida al menor control.
Ese es el resultado de la política de Hugo Chávez. Todo el mundo lo sabe, incluidos muchos de los sectores más pobres a los que Chávez dice favorecer. En algunos de los municipios más empobrecidos de Caracas, como en Petares, no gobiernan los chavistas, sino partidos de la oposición que han conseguido articular alternativas políticas viables.
Después de seis años de demagogia y caudillismo chavista, la sociedad venezolana está más dividida que nunca. Chávez no sólo está empobreciendo Venezuela. También está rompiendo cualquier posible cohesión social y destruyendo las bases de la convivencia. Hay arbitrariedades, encarcelamientos escandalosos como el de Henrique Capriles, una presión brutal sobre los medios de comunicación y una campaña de adoctrinamiento permanente de la opinión pública, todo en nombre de una "revolución" que no se atreve a llamarse a sí misma socialista. La crispación cada vez mayor de los venezolanos, de cualquier opción política a la que se adscriban, es el resultado de la apelación constante del poder al rencor y al revanchismo.
Chávez ha lanzado programas sociales como los de las Misiones. Están financiados con los 1.700 millones de dólares que la subida del petróleo ha regalado al régimen de Chávez. Siguen un modelo de propaganda y agitación castrista, y están gestionados por personal importado de Cuba. No sirven para mejorar la suerte de los sectores pobres. Sirven para romper el espinazo de la sociedad venezolana y para infundir en la opinión la idea de que democracia y libertad de mercado son incompatibles.
Ese es el argumento de fondo de Chávez. Va acompañado de toda la retórica publicitaria al uso. En algunos momentos en la campaña previa al referéndum, parecía que Bush –y Aznar- eran los peores enemigos de Venezuela. Los españoles conocemos estas consignas. Aquí también funcionan. Aunque la propuesta revolucionaria de Chávez sea inconsistente, como ha demostrado su política económica, los réditos que proporciona esa propaganda "anti" –antiliberal, antineoliberal, anticapitalista, antioligarquía, antiamericana, antiimperialista, antiespañola en ocasiones, anti-lo que sea– son cuantiosos.
La oposición venezolana apeló a la democracia para salvar, primero la prosperidad, que sólo se puede basar en la libertad de mercado, y, segundo, la convivencia y la democracia, que no se pueden preservar dando un tajo violento en la sociedad. 2,5 millones de venezolanos arriesgaron todo lo que tenían el pasado mes de junio, para superar los obstáculos, dudosamente legales, que el Gobierno había puesto a la convocatoria de un referéndum que el propio Chávez había incorporado a la nueva Constitución de la República Bolivariana.
La carrera era de fondo. Una vez logrado el referéndum, había que ganarlo, y luego ganar las presidenciales que debía convocar el vicepresidente Rangel y a las que probablemente se presentaría el propio Chávez, frente a una oposición sin un liderazgo claro y compuesta de un variopinto mosaico de grupos políticos, desde la extrema izquierda hasta los antiguos oligarcas, pasando por partidos nuevos y prometedores, como Justicia Primero al que pertenece Henrique Capriles, que no por casualidad fue detenido y sigue encarcelado arbitrariamente.
Ante una situación como esta, habría sido deseable que el Gobierno español no se hubiera precipitado a felicitar a Chávez por su supuesta victoria. Por dignidad, por respeto a la democracia e incluso para reforzar su propia posición, habría sido conveniente esperar a que se aclarara la confusión sobre el posible fraude cometido en la votación del 15 de agosto. Desde el principio había signos de inequívocos de fraude. Por eso era prudente esperar a tomar partido. Y eso es justamente lo que no se ha hecho. No sólo se aplaude a Chávez, también se le dice a la oposición lo que se piensa de ella.
A partir de esta toma de posición, todo lo que sería bueno hacer desde España parece ya echado a perder.
Para que el Gobierno español ayude a restaurar un clima de menor crispación en Venezuela, debería exigir el respeto de la legalidad. Si se confirma que hubo fraude, aunque no hubiera sido determinante en el resultado del referéndum, el Gobierno español debería expresar su repulsa y adoptar medidas firmes. No se deberían tolerar violaciones de los derechos humanos como los que se están cometiendo en Venezuela en nombre de la "revolución" chavista.
El Gobierno español también debería saber que dentro de lo que amenaza con convertirse en un régimen caudillista existen divisiones importantes. Ahora todo parece solucionado para Chávez, pero habrá que ver lo que pasa con el vicepresidente Rangel, que en algún momento antes del referéndum pareció verse a sí mismo como nuevo presidente de Venezuela. Habrá que ver también lo que ocurre con algunos militares de alta graduación y muy influyentes, entre los que Rangel no goza de buena prensa.