Edmund Burke sugirió que el Poder es, básicamente, la encarnación del mal. Semejante idea debe suscitar en el pensador social una fuerte reticencia. El poder existe (y no hablo en términos nietzscheanos). Como término tiene varias acepciones. En el ámbito de lo social, donde la alteridad es un presupuesto, poder significa tener la facultad de imponer nuestra voluntad sobre la de otros individuos y, en definitiva, creernos en situación de ostentar dicha posición de dominio o decisión en un aspecto concreto, sea éste de tipo político o jurídico.
En el ámbito jurisdiccional, que es el que voy a comentar, todo aquel que pretende un derecho frente a un tercero se considera a sí mismo titular del poder para exigir cierta conducta o reconocimiento (convicción personal, o mera intención de que otros se convenzan de ello). Tiene dos opciones: convertir dicha voluntad en un acto positivo e irresistible, sirviéndose para ello de su particular capacidad y arbitrio (autocomposición), o recurrir a una autoridad social reconocida (heterocomposición).
El poder se transfiere desde quien cree ostentarlo hasta una autoridad, presuntamente imparcial, que, previa deliberación, decidirá si admite o no la pretensión planteada (tratando de objetivar o hacer justicia) y si, en su caso, la ejecuta. ¿Cómo? Básicamente, mediante la amenaza o la práctica efectiva del apremio sobre bienes o personas. Lo relevante será que dicha autoridad goce de una certera y suficientemente reconocida capacidad de imponer sus propias resoluciones: institucionalización del poder o Poder Público.
Esta competencia, socialmente amparada para señalar lo recto o identificar la solución más justa dentro del orden de normas efectivo, queda indiscutiblemente separada del poder primigenio, esto es, el personal o privado. Dado el presupuesto de la alteridad en toda cuestión de referencia social, debe establecerse una distinción entre el poder público y el poder privado, e ir más allá cuando afirmamos que ninguno es intrínsecamente antisocial o puramente maligno, si bien ambos han de ser limitados y controlados (esto vale también respecto del Poder político, que, recuerdo, no es objeto de este comentario).
El anarquismo, lejos del idealismo y la utopía, puede, como movimiento social que anhela la erradicación del poder arbitrario, contener sanos principios y sólidos planteamientos científicos respecto del funcionamiento del orden social. Lo que afecta negativamente a su carácter no es la variedad de pronunciamientos y teorías (o falta de claridad y coherencia de las mismas), sino el propio término con el que se denomina al movimiento político e intelectual. Por mucho que se acompañe anarquismo con mercado, o se apele a la defensa de la propiedad privada y el capitalismo, no deja de encerrar un ardid poco recomendable cuando de lo que se trata es de plantear las cuestiones sociales en términos rigurosos o científicos.
Mises, Burke, Hayek, Böhm-Bawerk o Rothbard, por dar los nombres de cinco pensadores que fiel y vehementemente han luchado en favor de la libertad individual, rechazaban el poder arbitrario. Lo que parece inconsistente es dedicarse a calificar a cada uno de ellos en función de cuánta arbitrariedad fueron capaces de incorporar a sus argumentos teóricos; se ha llegado incluso a decir que Hayek jamás dejó de ser fabiano (lo cual es falso).
El Estado es una estructura de dominación irresistible que trata de suplantar al orden social espontáneo de mutuo ajuste individual mediante el ejercicio del monopolio en el uso de la violencia, la corrupción del Derecho, la expropiación y la reasignación de la riqueza. La base sobre la que sustenta tamaña calamidad es la absorción del Poder Público libre, espontáneo y competitivo, negando así la libertad política del individuo. Desde un punto de vista teórico, este argumento es perfectamente comprensible en sus justos términos, pero cuando nos aproximamos a la realidad, los casos particulares quizá parezcan comprometer la rigurosidad de esta tesis.
Un análisis teórico e histórico sobre el poder (como los de B. de Jouvenel, A. de Jasay y D. Negro) no puede resumirse en una definición sucinta como la que a efectos discursivos he venido manejando. El Estado, en su versión postmoderna, es, ante todo, un instrumento descontrolado a merced de un ejecutivo instalado en la arbitrariedad y el desgobierno. El desconocimiento de las fases y el desarrollo del Estado contemporáneo desde sus orígenes modernos, incluso medievales, impide comprender con perspectiva la reacción de muchos buenos pensadores frente a su égida.
El anarquismo, lejos ya de la utopía o de su nimia versión colectivista, se ha convertido en una forma extremadamente sencilla y aparentemente ingenua de atacar al estatismo. Pero su sencillez extrema no es virtud sino demérito, que impide en demasiadas ocasiones profundizar en aspectos fundamentales del estudio social. Sin una buena teoría económica quizá nada tenga sentido. Complementario, y nunca ineludible, es el manejo de sendas teorías, política y jurídica, equivalentes en acierto y calidad. Sin entender el Derecho o el proceso político no tiene sentido elucubrar sobre fascinaciones ácratas sometidas a un lastre teórico insoportable: obviar el estudio del tipo de reglas que gobiernan y disciplinan la conducta, su origen y calidad cambiante, o de las que soportan el orden político, sometido, en términos científico sociales, a la meridiana distinción abstracta, y también práctica, entre Estado y Poder público (o cosa pública).
Lejos de posiciones como el minarquismo, construidas a partir de falsos presupuestos y por ello simples reductos de aparente moderación, del estudio del orden social y, en su interior, de los órdenes jurídico, moral, político y económico, no cabe inferir una respuesta anarquista coherente. Como afirma Dalmacio Negro, un pensador que sí ha realizado un ímprobo esfuerzo intelectual en este campo, todo defensor de la libertad individual debe ser antiestatista, pero nunca ajeno a la realidad del ser humano. Y ante semejante propósito antiestatista, la mera ausencia de poder como prédica política pretendidamente respaldada por una teoría consistente resulta un grave error intelectual, asimilable al que representa la defensa dogmática del estatismo (cuya imposibilidad fue demostrada por Mises y Hayek, autores que, a pesar de sus errores y licencias, nunca fueron ácratas; lo que, por otro lado, no dice mucho a su favor, dada su decepcionante falta de dedicación al estudio del orden político).