Es cierto que aún había en Madrid numerosos actos a cual más multitudinario y estruendoso, como la entrega del premio Fernando Lara de novela a Mercedes Salisachs, y no fueron muy piadosas, por cierto, las palabras que oí sobre ambas (autora y novela) de labios de algunos de los que se la habían dado y que acabaron pasando por la mítica y juanramoniana “colina de los chopos”, donde por cierto no hay ahora más que abetos y castaños de Indias, benditos sean, consolidando así mi teoría de que con esta fiesta, que se prolonga hasta bien entrada la noche, termina la temporada cultural madrileña.
Como saben mis lectores yo soy una asidua y ya les dije que pensaba asistir aunque fuera en ambulancia. No fue preciso, afortunadamente, y por mi propio pie, entré por el côté Consejo Superior de Investigaciones Científicas, que es más discreto y por ello funciona más bien como salida. En general, a pesar de los cambios políticos, que tanto afectan a estas instituciones culturales había prácticamente el mismo público que en años anteriores, aunque algunos se empeñaban en afirmar muy alto que llevaban ocho años sin asistir a la Fiesta. Incluso hubo cierta escritora que llegó a decir que ese año se respiraba mejor, parafraseando, totalmente en serio, a la vicepresidenta Fernández de la Vega. Y en este caso tenía razón porque había refrescado. Nada más entrar empecé a encontrarme prácticamente a las mismas personas a las que había podido ver en los dos actos a los que –deprisa, deprisa– había asistido el día anterior: la presentación del Anuario del Instituto Cervantes 2004 y la lectura de poemas de Enrique Andrés Ruiz, que acaba de publicar un libro en Pre-Textos, titulado Con los vencejos. Sucedió esto último en una de las dos o tres librerías verdaderamente literarias que quedan en Madrid, la Rafael Alberti, y tuvo la frescura que imprimen la buena poesía y la grata y reducida compañía.
Por su parte, el nuevo Anuario fue presentado en la Casa de América, como viene sucediendo, si mal no recuerdo, desde que se presentó el primero, en 1999 (en el que tuve el honor de participar con un capítulo sobre la traducción del y al español). Fue, hay que recordarlo, una iniciativa del marqués de Tamarón, director del Instituto en aquellos momentos, continuada por sus sucesores, Fernando R. Lafuente y Jon Juaristi, y me llamó poderosamente la atención que ninguno de ellos asistiera a esta presentación, en particular el último, ya que este sexto volumen de la serie era responsabilidad de su equipo. Pues bien, ninguno de los verdaderos responsables estaba presente, excepto los autores, faltaría más.
Presidía la mesa la nueva directiva, con César Antonio Molina a la cabeza flanqueado por el director de cultura, Juan Carlos Vidal (excelente traductor del polaco y gran conocedor de las literaturas del Este y hebrea) y el director académico, Jorge Urrutia, hijo del poeta Leopoldo de Luis, poeta a su vez y enseñante. Lo presidía todo la también reciente Secretaria de Estado de la cosa cultural exterior, Leire Pajín y en honor a la verdad, su aspecto de robusta adolescente soviética, le daba un aire bastante informal (seré compasiva) a la cosa. Aunque leyó un discurso de conveniencia, su recia personalidad afloraba de vez en cuando en las jugosas morcillas con las que apostillaba ciertos aspectos que merecían su especial atención. Muy celebrada fue, en particular, esos “nosotros y nosotras” o esos “todos y todas”, con los que lastraba su muy juvenil y aún más socialista espontaneidad.