El libro de Lainz llega muy a tiempo y es de lectura obligada para quien quiera conocer unas pseudomitologías que no por absurdas dejan de tener influencia y fundamentar uno de los problemas más importantes, si no el más importante, en el futuro próximo de España. El detenido repaso de Lainz, sobre todo del nacionalismo vasco, aunque también del catalán y el gallego, nos hace ver hasta qué punto son esas ideologías un combinado de vanidad pueril y victimismo paranoico, amasado en una permanente falsificación histórica.
He aquí un ejemplo característico (pero los hay a centenares), que además, de tan repetido, ha llegado a ser aceptado por historiadores no nacionalistas: la frase domuit vascones (dominó a los vascones), atribuida por el PNV y ETA-Batasuna a los reyes godos. El clérigo nacionalista fray Bernardino de Estella afirma en su Historia Vasca, de 1931: “En las crónicas de los reyes visigodos se encuentra una frase constantemente repetida: Domuit vascones. Vencer a los vascos fue la idea que abrigaron todos los reyes visigodos. Pero la frase, siempre repetida hablando del mismo pueblo, indica claramente que jamás lograron dominar a las tribus vascas”. Muy lógico. En la misma idea insisten otros historiadores nacionalistas, como Martín de Ugalde. El cura Anastasio Arrinda insistía, en 1997: “Todos los cronicones de la vida de los reyes godos o visigodos terminan con esta frase lapidaria: Domuit vascones (…) señal de que nunca los subyugaron”. José Jon Imaz atacaba, en un artículo furioso: “No pongáis vuestras manos en la educación de nuestros hijos (…) Para historia nacional, ya tenemos la nuestra” Y se burlaba de “esa lista de reyes godos cuyas biografías terminaban siempre en el domuit vascones”. Y así sucesivamente.
Claro está que el lema altomedieval tiene, sobre todo, una aplicación a la política de hoy, y es invocado por los discípulos de Sabino Arana, terroristas o supuestamente moderados, como augurio de fracaso para “Madrid”. El vascómano useño Mark Kurlansky, en una Historia vasca del mundo muy vendida en Vascongadas, repite la expresión y concluye: “Todos los gobernantes de la Península hasta el actual Ejecutivo español han abrigado la misma intención: Hay que controlar a los vascos”. Anasagasti cultiva el lema: “El frentismo español diseña una vez más el domuit vascones.” Y tantos otros. “Recordémosles la historia de Rodrigo, el último rey visigodo, que por andar entretenido en dominar una vez más a los vascones perdió su reino y su vida. Para que aprendan”, concluyen los batasunos.
La idea tiene el doble componente del narcisismo (“nunca nos dominaron”) y del victimismo (“siempre han intentado subyugarnos”), y de ahí su cultivo incesante como alimento espiritual del odio. Y sin embargo nunca existieron esos cronicones de los reyes godos ni nunca escribió esas palabras Isidoro de Sevilla, a quien también se las atribuyen. Sólo una referencia posterior en siglos, y ceñida a Leovigildo, habla de que venció a “los feroces vascones”. Como resume Armando Besga, doctor de la universidad de Deusto, “aunque parezca increíble, lo cierto es que la dichosa expresión domuit vascones no aparece ni una sola vez en las fuentes de la época de los reinos germánicos, lo que demuestra cómo se ha hecho una parte de la historia de los vascones que, además, ha trascendido mucho”. Parece increíble, en efecto, que una falsedad tan grosera se haya repetido tanto y llegado a fundamentar toda una visión histórica y política actual. Pero tiene una función obvia: es la clase de historia con que los Imaz y compañía quieren embrutecer y fanatizar a “nuestros hijos”.
Otro ejemplo, espigado entre los cientos de ellos que nos ofrece Jesús Lainz: el ex lendacari Ardanza caracterizaba así a Ignacio de Loyola: “Uno de los grandes vascos singulares del siglo XVI que llevaron el nombre de Euzkadi a muchos lugares del mundo”. Evidentemente, el fundador de los jesuitas, que se consideraba español, no pudo llevar a ningún sitio un “Euzkadi”, que es una invención de finales del siglo XIX, a cargo del locoide Sabino Arana, y que además es un disparate en vascuence, pues reduce a los vascos al nivel de vegetales, al emplear el sufijo -di, parecido al castellano -eda en rosaleda, alameda, etc.
Sólo un enorme desprecio de fondo por los vascos a quienes dicen representar puede permitir a los nacionalistas tratar de engañarles con un fraude tan sistemático. Otro caso: “El visitante del Museo Naval de San Sebastián podrá comprobar cómo, en un museo dedicado a narrar los hechos de los marinos vascos en las edades Media y Moderna, es posible llenar paneles y paneles sin mencionar ni una sola vez la palabra España. De este modo se consigue que cuando se narran las acciones de un marino no se sepa qué causa defendía, en nombre de qué rey tomaba posesión de una tierra, o por qué y contra quién luchaba. Los hechos de los marinos y soldados vascos quedan así fuera del tiempo y del espacio”.
Y así, como digo, a centenares. El problema que se plantea es el de cómo esta sistemática maraña de trolas grotescas ha podido difundirse durante estos últimos veintitantos años sin encontrar una réplica tenaz que la desarbolase. Porque el hecho indudable es que en Vascongadas, como en Cataluña, la propaganda nacionalista más frenética y embrutecedora ha hecho estragos precisamente por no haber encontrado una crítica de igual intensidad. Peor aún: ha llegado a constituir el fondo de la enseñanza perpetrada oficialmente y con dinero público —es decir, sin que a los nacionalistas les cueste un duro— contra las nuevas generaciones. Sin duda la derecha tiene en eso una gravísima responsabilidad, sobre todo en Cataluña, donde la complacencia con el nacionalismo que llaman moderado ha llegado a una auténtica sumisión.
Bienvenidos libros como éste, que tanto ayudan a percibir el abismo de estupidez y rencor al que nos vienen empujando impunemente, desde hace años, unas ideologías absurdas. Libros que, es de esperar, actuarán como revulsivo para cambiar ese ambiente de ceguera voluntaria en que tanto tiempo hemos estado inmersos.