Por ejemplo, es evidente para cualquiera que, aquí, sólo ha existido prosperidad y pleno empleo cuando más libremente se ha dejado que actuasen las leyes del mercado. Pues bien, más evidente aún es que no por ello los socialistas de todos los partidos han dejado de cuestionar por un instante la moralidad de la economía de mercado. Y es que el mercado, esa institución que nos informa a todos, desde Bill Gates a la Pantoja –y también a José Blanco o Enrique Mamblona, si algún día se acercasen a él– de para qué servimos y cuánto vale nuestra contribución a la sociedad, es aquí reo de los peores infundios. Por eso da igual que la intromisión del Estado en la economía demuestre cada día que es capaz de encarecer la honradez hasta el extremo de hacerla prohibitiva para demasiados de los que tienen la oportunidad de aprovecharse de ello. Da igual porque, entre nosotros, el Estado ya no se define por poseer el monopolio de la violencia, sino por ser el gran depositario de la bondad gratuita, universal y desinteresada.
Tal vez el lastre más arcaizante de la sociedad española actual sea ese híbrido entre los estereotipos comunitarios del catolicismo tradicionalista y los de la vulgarización del marxismo que obstruye la visión de la realidad de la mayoría de los formadores de la opinión pública, desde maestros y profesores a periodistas, políticos e intelectuales. Esa inercia mental, subproducto de su formación académica, los incapacita para comprender la lógica que rige los sistemas autorregulados, como lo es una economía moderna. Ocurre que es un lugar común, cuando se pretende explicar el retraso español en el siglo XIX, recordar que Fernando VII cerraba universidades al tiempo que abría escuelas de tauromaquia, pero es menos conocido el coste colectivo de las trabas seculares a la difusión del conocimiento de la economía en nuestro país. Fue ésa una labor que ya iniciara el Gobierno de Azaña al clausurar la única facultad de económicas que existía en España en tiempos de la República, y que continuaron los posteriores con la exclusión de esos conocimientos en los programas del Bachillerato. De ahí la generalizada y pueril mitificación del Estado. Y también de ahí la triste limitación para comprender la impotencia básica del poder político cuando pretende influir en la economía; para entender la naturaleza profunda de su única capacidad real, ésa que se limita a conseguir en cualquier momento que las cosas no se puedan hacer –justo lo contrario de lo que caracteriza al mercado–. Así, no dejan de insistir nuestros conservadores en reclamar una economía de mercado social, como si no fuese la sociedad quien la pone en marcha cada mañana; ni renuncian nuestros progresistas a calificar al mercado de anárquico, como si los que no se prestan a satisfacer de la forma más óptima posible los deseos de la colectividad tuvieran algún futuro en él.
Paradójicamente, no le resulta nada fácil a la legión de sus enemigos definir qué es exactamente esa institución que tantos recelos es capaz de suscitar en ellos. Porque el mercado, ciertamente, no es un lugar físico, no está en ninguna parte. Ahora mismo, en España, la aproximación teórica más rigurosa tal vez fuera la que lo retratase como el único mecanismo capaz de terminar en seco con las batallas fratricidas entre las franquicias locales del PSOE y la casa matriz de Ferraz. Y es que el mercado es una gran máquina de crear riqueza para la sociedad que sólo deja de funcionar cuando se impone que un concejal ponga su firma en una licencia administrativa para que alguien pueda construir una casa. Porque ese mecanismo de cooperación social, el más eficaz que haya existido nunca, es en realidad una gran central de información. Sin tener en plantilla a un sólo periodista, sin gastar papel, sin oficinas y sin ni un fax, es la agencia de prensa más refinada, más barata, más eficiente y más creíble del mundo. A través de los movimientos de los precios hacía arriba o hacía abajo, durante las veinticuatro horas del día no deja de proporcionar incentivos e información valiosísima, fidedigna y gratuita sobre qué bienes desea la sociedad que se produzcan y cuáles deben ser modificados o suprimidos de la circulación. Y, sin embargo, un simple concejal puede paralizarlo, lograr que enmudezca y que deje de emitir noticias.
Fernández Ordóñez tenía razón. Tanta que a pesar de la evidencia de que el único bien básico que se está convirtiendo en inalcanzable para la población, la vivienda, es justamente el único a cuyos fabricantes se les impide someterse a la disciplina del mercado, resulta imposible que, aquí, se entienda cuál es la solución obvia para ese problema colectivo. Y hará falta que estallen todas las burbujas Simancas que no paran de inflarse en las trastiendas de las consejerías de Urbanismo de las Comunidades Autónomas para que, al final, alguien la vea. Hasta ese día no se conseguirá que la limpia mano de Adam Smith sustituya a las muy enjoyadas de todas las rubias de Marbella que ahora pugnan por tasar el precio del suelo en nuestro país.
REFLEXIONES SOBRE ECONOMÍA
Adam Smith y las rubias
La sentencia más atinada que pronunciara el difunto Francisco Fernández Ordóñez fue aquella frase suya de que España es un país en el que siempre hay que estar luchando por lo que es obvio. Y procede recordarla cada mañana después de levantarse, preferentemente en el momento en el que uno se dispone a leer la prensa.
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