No es un problema nuevo. Fue una de las grandes preocupaciones del Flaubert de Bouvard y Pécuchet y del Dictionnaire des idées reçues, de ideas recibidas o lugares comunes. Lo que suele llamarse "sabiduría popular" no es sino ignorancia generalizada, a veces resumida en refranes (siempre hay, para cada situación, un refrán que va en un sentido y otro que va en el opuesto), a veces en fórmulas aceptadas que nos han sido transmitidas como verdades y jamás nos detuvimos a ponerlas en duda, debido, en general, a que nos fueron dadas por alguien con supuesta autoridad: padres, maestros, médicos. Tal vez hubiera que empezar por cuestionar esas autoridades, de un modo distinto en cada caso. Evitaríamos sorprendernos cuando, por ejemplo, José Antonio Marina aboga por la "educación para la ciudadanía" después de haber escrito Por qué soy cristiano.
Y es que prestamos poca atención. La ignorancia es producto de, entre otras cosas, la pereza.
Hace años, más de veinte, que leí, en la edición española de Ariel, Giordano Bruno y la tradición hermética, de Frances Yates, profesora de la Universidad de Londres, de modo que sabía perfectamente de qué pie cojeaba el hombre quemado en el Campo dei Fiori de Roma en 1600, que no era precisamente su defensa del heliocentrismo, sino la de las doctrinas gnósticas o neognósticas, en la línea de las cuales negaba el pecado original, la divinidad de Jesucristo y la transustanciación eucarística. Es decir, sabía que había sido condenado por motivos teológicos y no por su divulgación de las teorías de Copérnico, muerto en 1543, cinco años antes del nacimiento de Bruno, sin haberse cuestionado jamás su condición de clérigo católico.
En el último momento se le ofreció la posibilidad de retractarse y eludir así la condena a muerte, pero Bruno se negó. ¿Es, pues, legítimo decir que sufrió injusticia en defensa de la verdad? Sí, si se piensa que hay una verdad teológica de orden científico, no condicionada por la fe, aunque el objeto de la teología sea Dios. Lo que cabe decir, de momento, es que Bruno fue asesinado por su fe en nombre de otra fe. Lo cual no tiene necesariamente que ver con la verdad, al menos para los agnósticos y para los creyentes de religiones no cristianas.
¿Cabe decir que murió en nombre de la libertad de conciencia? Lo más probable es que no, que desconociera el concepto, aunque la idea de libre interpretación de las Escrituras, propia del protestantismo, lo prefigure en más de un sentido. En última instancia, los grandes Luises, XIV, XV y XVI, murieron sin saber que habían sido absolutistas, puesto que el término "absolutismo" vino al mundo en 1796, en el proceso de reinvención del pasado que la Revolución Francesa, como cualquier otra revolución, había emprendido en 1789.
Veamos qué sucede con Miguel Servet (1511-1553). Éste discutía la Trinidad. Por ello, fue perseguido por la Inquisición. Con cierta esperanza, trabó relación con Calvino y le envió su obra Restitución del cristianismo. Calvino, que no era nada modesto, le respondió con un libro propio, la Institución de la religión cristiana, y le advirtió lo inconveniente que sería para él visitar Ginebra.
Cuando Servet publicó su texto con el seudónimo Michel de Villeneuve, alguien, tal vez el propio Calvino, denunció a la Inquisición quién era su verdadero autor. Fue procesado, condenado y quemado en efigie, ya que no lograron dar con él, ya en viaje a Italia. Con una cierta tendencia suicida, a Servet se le ocurrió hacer una escala en Ginebra, donde Calvino también le declaró hereje, como era de esperar, y esta vez sí fue enviado a la hoguera.
En uno de los capítulos de su obra, Servet, que había hecho algunos estudios de medicina, con el mismo rigor con que había hecho otros de astrología y muchos de teología, trató el tema de la circulación pulmonar con singular acierto, avanzando ideas que en el siglo siguiente, el XVII, serían confirmadas por la experiencia de William Harvey (1578-1657). Pero en modo alguno fue ejecutado por eso, ni pasó por su cabeza tal posibilidad. Sin embargo, recibimos en algún punto del pasado una imagen de Servet mártir de la ciencia en lucha contra el oscurantismo de Calvino, del mismo modo en que recibimos la de Bruno mártir de la ciencia en lucha contra el oscurantismo de la Iglesia católica.
¿Qué nos llevó a dar por buena esa versión de la historia? Por un lado, en el caso de Servet, un patriotismo hooligan, que hacía necesario tener un español genial, descubridor de la circulación de la sangre antes que el inglés que se llevó el prestigio. Naturalmente, cuando los nacionalismos locales que padecemos lo hicieron adecuado, Servet dejó de ser español para ser sólo aragonés.
El patriotismo hooligan ha llevado a que rusos y cubanos tengan inventores de la radio, a que los catalanes se enfrenten al resto de los españoles por los méritos de Monturiol y Peral, aunque Wilhelm Bauer los haya precedido a ambos, y a otras disputas lamentables. Por otro lado tenemos un anticlericalismo que, añejado, llegó a ser clericalofobia, y al que le venía muy bien la imagen de una Iglesia o unas iglesias malvadas, siempre en lucha contra el progreso de la razón. Y, por un tercero, el agit-prop del siglo XX, que encontró una de sus cumbres en el Galileo de Brecht, donde lo único que se cuestiona realmente es si conviene ser mártir o negociar, pero sin poner en duda jamás el papel de las fuerzas oscuras ni lo inevitablemente sinuoso del curso del progreso, aunque tanto Copérnico como Harvey hayan llevado una vida más bien tranquila, si se la compara con la de los pobres teólogos.
La clericalofobia, en muchos casos combinada con el rechazo antiimperialista a la conquista de América, por ejemplo, o con otros condicionantes mentales, han llevado a negarle a la Iglesia el pan y la sal, y a olvidar, insisto en que sólo a modo de ejemplo, su papel en la conservación de las culturas precolombinas: si un a malvado dominico llamado Francisco Ximénez no se le hubiese ocurrido traducirlo, conservando de paso la versión maya-quiché, y esconderlo en un convento durante más de un siglo, hoy no habría nada parecido al Popol Vuh.
Por último, last but not least, la corrección política, devenida para el caso en corrección histórica, que obliga a una lectura anacrónica de la historia. Lo explica mejor que nadie el maestro Jean Sévillia en su imprescindible Históricamente incorrecto, que nunca me cansaré de recomendar:
Lo políticamente correcto [...] saca sus imágenes de la historia. Siguiendo el capricho de sus temas, juega con las épocas y los lugares, resucitando un fenómeno desaparecido o proyectando en los siglos anteriores una realidad contemporánea. Juzgando la historia pasada en nombre del presente, lo históricamente correcto ataca el racismo y la intolerancia en la Edad Media, el sexismo y el capitalismo bajo el Antiguo Régimen, el fascismo en el siglo XIX. El hecho de que los conceptos no signifiquen nada fuera de su contexto, poco importa: el anacronismo es rentable en los medios de comunicación. No es el mundo de la ciencia, sino el de la conciencia; no es el reino del rigor, sino el del clamor; no es la victoria de la crítica, sino la de la dialéctica.
Así, por obra del prejuicio, es como llegamos a aceptar ideas tan estúpidas como que el número cero es un "invento" de los árabes musulmanes, sin pararnos a pensar ni por un segundo que toda la inmensa construcción pitagórica hubiese sido imposible sin esa noción, o la de que fueron los invasores musulmanes de la Península los que nos legaron lo fundamental de la hidráulica, amén del incierto hábito del baño, sin considerar la edad del acueducto de Segovia; con lo cual nos vemos abocados a secundar campañas de restauración andalusí como la que subyace a aquello de la Alhambra maravilla del mundo. Y estas cosas las repite constantemente todo el mundo, yo el primero; habría que detenerse a cada paso, evaluando con rigor lo que enunciamos, o terminaremos como los periodistas del corazón: diciendo cualquier cosa.
"¿Cómo inmunizarse?", se pregunta Sévillia. Y se responde: "No hay que contar con el Ministerio de Educación".
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