Uno de esos amigos que sólo te llaman para regañarte, lo hizo el otro día, indignado porque me hubiera metido con el cine español. Lo mejor del caso es que, a favor de tan baqueteada industria, adujo la obra de una serie de directores que son, precisamente, los que yo misma había exceptuado del anatema.
Lo cual me remite a la amarga y ya corroborada impresión de que nadie nos lee, como le dijo Genet a un supuesto especialista en su obra cuando éste le sugirió un argumento para una de sus piezas que el escritor ya había desarrollado en Las criadas, veinte años antes, con gran éxito. Yo no quería ofender a mi también supuesto amigo con más pruebas de la incompetencia patria en materia cinematográfica y estaba dispuesta a mantener en secreto su reconvención (por cierto, incorporó a su lista de sobresalientes a Berlanga a quien también yo admiro sobre todo por su obra pasada), cuando el otro día vi la primera entrega de lo que va a ser la campaña en defensa del cine español y que es, en realidad, una campaña xenófoba en contra de la forma de vida americana, con todas sus ventajas, desventajas, sevicias y secuelas, que es como decir, en contra de todo aquello que los cineastas españoles han imitado y ensalzado, muchas veces de manera abyecta.
Porque si, según una leyenda urbana muy extendida, los niños pijos de la Moraleja y del barrio de Salamanca juran por Snoopy a la primera de cambio, aquellos cineastas en ciernes del antifranquismo —los veteranos y los maestros de hoy— que frente al cine folclórico y españolista que se hacía en la época, y que ahora pretenden resucitar con la misma torpeza con la que hasta hace nada imitaban al cine americano, siempre juraron por John Ford que la industria cinematográfica americana era la mejor del mundo. Y tenían razón, como lo demostraron todos los directores europeos que trabajaron en Estados Unidos, donde se convirtieron en grandes entre los grandes. Les ahorro sus nombres porque como decía Lautréamont “el autor entiende que el lector sobreentiende” (vid.Maldoror) y en materia de cine todos somos grandes lectores. Pero volviendo a ese americanismo que ahora pretenden erradicar, conviene recordar que son ellos quienes más han contribuido a naturalizarlo español, casi con tanta eficacia que la que hayan podido desplegar las películas americanas dobladas en “cristiano” (como se decía antes de que la sociedad fuera abierta, multicultural y que el sentido del humor se considerara políticamente incorrecto), sobre todo en las series televisivas, algunas de las cuales son verdaderos calcos, plano por plano, de las series americanas más famosas. Eso sí, adaptadas al gusto español (como hacen los restaurantes chinos con la comida) es decir, con gritos y aspavientos epilépticos, como los de Antonio Resines, cuando se dirige, en ese corte publicitario xenófobo del que les hablaba al principio, al niño que juega al rugby y se queja de que su papi no vaya a verle en circunstancia tan importante: “¡Chavalote! ¡Que estás en una película española!, ¡que aquí no pasan estas tonterías!” Estoy de acuerdo, pero “esas tonterías”, agravadas con el mal gusto español, son las que nos sirven en bandeja todos los días y que han calado muy hondo, porque la americanización, en su peor versión, es algo perfectamente asumido en nuestra sociedad, razón por la cual, estoy segura de que los elementos más jóvenes no deben de comprender nada de esa crítica. Ni siquiera entenderán la que se hace a esa rancia expresión de ¡caracoles!, salvo que vaya dirigida a los viejos lectores de las periclitadas traducciones de Guillermo Brown y de las aventuras de “Los cinco”. Más que dedicar tiempo y dinero a tan triste e inútil campaña de “agitiprop” mejor sería que alguien se pusiera revisar seriamente los programas correctores de Word donde Alhambra lo ponen sin hache intercalada. Y luego pasa lo que pasa.