Las utopías nos generan sentimientos encontrados. Por una parte, aún hijos de Platón, no queremos resignarnos a la realidad, siempre imperfecta, y ansiamos una meta ideal que funcione de guía para la acción. Por otra parte, no podemos ignorar que, en la práctica, las utopías desembocan en el totalitarismo: sin ir más lejos: las del siglo XX, en el nazismo y en el comunismo.
Este salto no se da gratuitamente (entonces, no hablaríamos de utopía), sino a causa de la interiorización de la supuesta necesidad o urgencia de realizar un ideal. El famoso ideal de la vida buena que cada utópico rellena como quiere. En palabras de Cioran:
Un ser poseído por una creencia y que no buscase comunicársela a otros es un fenómeno extraño a la tierra, donde la obsesión de la salvación vuelve la vida irrespirable. Todos los males de la vida vienen de una concepción de la vida.
La relación entre utopía, pureza y violencia es clara y causal:
Toda fe ejerce una forma de terror, tanto más temible cuanto que los puros son sus agentes.
La cuestión es: ¿en qué punto exactamente, y por qué, la utopía se funde con su consecuencia práctica, la imposición? Friedrich Hayek acuñó la etiqueta fatal arrogancia para referirse exactamente al mismo fenómeno que recoge nuestra acertada expresión "La ignorancia es atrevida", y es justamente esto lo que liga el ideal utópico a su plasmación práctica totalitaria o, como mínimo, violenta: los planificadores y los ideólogos lo que hacen es extrapolar sus deseos al resto de la población; como si pudieran conocer los de éstos y como si fueran a coincidir. Este salto se hace en nombre del bien de los otros, del prójimo, que debe ser salvado e ilustrado (porque el ideal siempre es bueno para todos).
De algún modo, la utopía es la exacerbación de la hermandad entre paternalismo y platonismo: A coacciona o castiga a B, para evitar que B se haga daño o para conseguir que B haga el bien, porque existe el bien objetivo y A lo conoce; porque A sabe lo que le conviene a B, ese incompetente.
Podría parecer que el liberalismo está al margen del peligro que supone la utopía. Incluso podría parecer –y yo sostengo– que el liberalismo es un antídoto contra la utopía. Pero para entender esto hay que matizar las dos acepciones generales de liberalismo.
Rafael del Águila, en su fantástica Crítica de las ideologías, sostiene que todos los ideales, incluido los liberales, han derivado en violencia. Del Águila distingue tres grupos de ideales: los relacionados con la emancipación (socialismo, marxismos y derivados), los relacionados con la autenticidad (nacionalismos, indigenismos, fundamentalismos y derivados) y los relacionados con la democracia (concretamente, con la democracia liberal). Cuando los ideales liberal-democráticos han derivado en violencias, guerras e incluso exterminios, es porque los encargados de llevarlos a la práctica han abogado por que la democracia liberal civilice, globalice y democratice a los pueblos oprimidos. Se trata de una concepción todavía hoy prestigiada, como queda de manifiesto en el omnipresente etnocentrismo y esencialismo identitario occidental: el último ejemplo lo encontramos en el debate sobre la prohibición del burka en los espacios públicos.
No obstante, como sabemos, no es la única acepción que podemos manejar. El liberalismo puede ser un antídoto contra la utopía en varios y poderosos sentidos. En primer lugar, porque su desarrollo está ligado al desarrollo de la ciencia económica, en concreto a la austríaca, y ésta desenmascara ferozmente a la utopía, en tanto que demuestra la insostenibilidad e ineficiencia de la imposición. Aunque los estudios austríacos se hayan centrado en el terreno económico, esto es, en demostrar la imposibilidad de la centralización económica coactiva, lo cierto es que en el terreno político e institucional las conclusiones son similares: las instituciones, per se, no construyen: si hay contradicción grave entre ellas y la sociedad civil, serán inoperantes.
En segundo lugar, porque las utopías suelen fundamentarse en presupuestos irreales e impracticables (ejemplos paradigmáticos: la homogeneidad total de los nacionalismos y la superabundancia final y el igualitarismo extremo del marxismo), mientras que la ciencia económica parte modestamente de lo posible: del ser, no del deber ser. En tercer lugar, porque, al hacer hincapié en el individuo, no sólo refuta la falacia de la política voluntarista, según la cual todo depende de la buena voluntad de los poderosos, también deslegitima la coacción. Hay quien insiste en que la coacción se deslegitima porque es inmoral; personalmente, prefiero referirme a la inmediatez de su inutilidad en última instancia.
En definitiva, el carácter de antídoto antiutópico del liberalismo radica en dos puntos: en que su programa acerca de la vida buena es un programa de mínimos –de ahí que admita un amplio grado de tolerancia– y en que se ha desarrollado paralelamente a una disciplina: la ciencia económica, que trata de lo posible y desprestigia lo ideal.
Pero no nos felicitemos tan pronto, porque hay un peligro: la utopía no sólo es violencia, también es persuasión fanática. Cualquiera con una idea valiosa puede envalentonarse y caer en la evangelización moralista, que no por ser pacífica en lo físico deja de ser un ejemplo de fatal arrogancia.