Lo primero es que unas elecciones generales tienen lugar en un momento dado. El llamado "mandato popular", expresado en otro momento, podría ser muy distinto. Los españoles no tenemos más que recordar el efecto producido por el atentado terrorista de la estación madrileña de Atocha en 2004 para entender que un incidente grave puede cambiar el resultado de una consulta.
Además, hay que tomar en cuenta el efecto deformante de la abstención. En los lugares en los que el sufragio no es obligatorio, como lo es en Bélgica, es muy frecuente que una mayoría en los votos emitidos esté muy lejos de ser una mayoría de los votantes. Así, el estatuto de autonomía de Cataluña fue aprobado en referéndum (2006) por sólo un 36,5% del censo, puesto que los síes sumaron el 73,9% de los votos expresados, pero la participación fue sólo del 49,4%. ¿Supone esto una menor legitimidad de ese estatuto, comparada con la del antes vigente, de 1979, que fue aprobado por un porcentaje de votos afirmativos sobre el censo del 52,6%?
Quizá la ausencia de muchos posibles votantes en 2006 se debiera a que muchos de los inscritos en el censo diesen por sentada la victoria del sí y no se molestaran en acudir a las urnas. Mas también podría argumentarse que, al tratarse de disposiciones legales de gran importancia constitucional, habría que exigir una participación de al menos la mitad del censo, o una proporción reforzada del voto afirmativo sobre el expresado.
En tercer lugar, cada país tiene que inclinarse por un sistema proporcional o por uno mayoritario, o por una mezcla de los dos. Las democracias parlamentarias, en las que el Gobierno o su presidente no son elegidos directamente por el pueblo, sino indirectamente por el Parlamento, suelen preferir un reparto de escaños más o menos proporcional a los votos conseguidos por cada partido. En los países libres, sin embargo, las opiniones son siempre muy varias y conflictivas. Si la proporcionalidad es perfecta, como ocurre en Israel, los Gobiernos resultantes serán siempre de coalición. Esto que en apariencia es muy democrático quizá no lo sea tanto llegado el momento de formar gobierno: durante la campaña electoral, los partidos se presentan con propuestas que saben que no podrán poner en práctica, pues tendrán que hacer concesiones a las formaciones con las que quieran unir sus voces para conseguir la mayoría de la Cámara. En consecuencia, las preferencias de los votantes siempre quedan frustradas.
Para conseguir Gobiernos capaces de tomar decisiones sin estar tan sometidos al llamado "chantaje" de minorías exiguas, son muchas las democracias que refuerzan la representación de los partidos más grandes. Esto ocurre incluso bajo sistemas proporcionales como el español, gracias a la Regla d’Hont, y la sobrerrepresentación de las provincias menos pobladas da ventaja a los grandes partidos. Lo mismo pasa en Alemania, donde se elimina de la representación a los que obtienen menos del 5% de los votos.
Pero si los votantes se dividen de forma muy equilibrada entre dos grandes opciones, es posible que sigan siendo cruciales partidos muy minoritarios. Tal ha ocurrido con frecuencia en España, donde los nacionalistas de Cataluña, País Vasco y Galicia pueden aportar los diez o doce votos necesarios para formar gobierno y exigir medidas a su gusto pero poco aceptables para la gran mayoría de los votantes.
Este efecto es aún más claro en países con sistemas llamados "mayoritarios". En el Reino Unido, los distritos electorales son pequeños y eligen un solo diputado por circunscripción. Cuando son tres o más los candidatos, el ganador puede salir apoyado por sólo una minoría, a veces exigua. Tomado el país en su conjunto, un partido puede obtener una amplia mayoría absoluta en la Cámara de los Comunes sin pasar del 40 o 42% de los votos expresados.
En Francia ese refuerzo se consigue por el sistema de doble vuelta: si un candidato a la Asamblea o a la Presidencia consigue la mitad de los votos en la primera, resulta elegido; si no, todos los candidatos menos los dos primeros quedan eliminados de la segunda, con lo que el elegido conseguirá normalmente, aunque de forma algo artificial, más de la mitad de los votos. Y qué decir del refuerzo a los candidatos de los partidos más grandes en sistemas presidencialistas como el de EEUU: los minoritarios no pueden sino fragmentar el voto de un candidato y dar la victoria a otro.
Por fin, hay que notar lo imperfecto de las opciones que se presentan a los votantes. En unas elecciones generales el votante tiene que elegir entre programas con múltiples medidas para los siguientes cuatro años. Imagínense lo difícil que sería hacer la compra en el hipermercado si uno tuviese que adquirir de una vez todos los bienes y servicios que necesita para un período tan largo.
En el mercado político, decían Milton y Rose Friedman, la conformidad se consigue sin unanimidad, por el voto de las mayorías; en el mercado económico, en cambio, las elecciones son unánimes, sin que tengan que ser conformes. Esta diferencia es inevitable, dado que las decisiones políticas versan sobre bienes y servicios públicos, indivisibles por su naturaleza. Por ello, y por la poca influencia del voto de cada individuo sobre el resultado final, es comprensible que los ciudadanos tengan poco interés en informarse a fondo sobre lo que eligen al expresar su voto.
¿Debemos deducir de todo esto que los sistemas democráticos son tan defectuosos que deberíamos abandonarlos? Mi contestación es que no, porque el votante ejerce un derecho esencial para la salud de las sociedades libres: cambiar el Gobierno sin que corra la sangre, como dijo Karl Popper. ¡A la calle todos los inútiles que nos mandan!
© AIPE
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