Es sabido que Austria es un país que hace compatibles esos derechos y esas libertades con una fuerte socialización, pero lo que no se quiere saber es que las líneas maestras de esa socialización las trazó un régimen, el nacionalsocialista, que no creo hiciera mucho caso de esas libertades y esos derechos. La ocurrencia de recordárselo a sus compatriotas daría la puntilla a la carrera política del populista Haider. Parece ser que en Austria además hasta la Iglesia se beneficia aún de la legislación fiscal hitleriana, y esto es por lo visto lo único que de esa legislación molesta a los socialdemócratas que hacen la vista gorda sobre todo lo demás.
Visto desde fuera y desde lejos, no puede decirse que el socialismo nacional saliera barato ni en Austria ni en Cuba; sólo que por el mismo precio, la falta de libertades y la negación de derechos, los austriacos recibieron unas prestaciones de bastante más calidad de las que reciben los cubanos.
Mi amigo Campuzano que, como ya he explicado en otras ocasiones, se enroló en la División Azul sin más ideales que el afán de aventura ni más intereses que el de eludir la persecución antimasónica, deslumbrado por lo que veía en la Alemania nazi y oía de la Rusia soviética, escribía que eso era lo que había que hacer, un socialismo a fondo, como Hitler y Stalin, en lugar de dedicarse a “reclamar Tángeres y Gibraltares”.
Es posible y hasta lógico que la persona que manda en Cuba sea un admirador secreto, por no decir un imitador, del que mandó a Rusia la División Azul. Este señor hizo por España algo más que reclamar Tánger y Gibraltar, pero ya dijo Benavente que benditos sean nuestros imitadores, porque de ellos serán todos nuestros defectos, y eso explica que la vida del pueblo cubano sea lo que los cineastas e historiadores antifranquistas dicen que por lo visto fue la vida del pueblo español cuando aún era “menor de edad”.
En aquellos tiempos, corría el año del Señor de 1970, vivía yo en Roma y publiqué en Barcelona y en Milán una novela sobre la Revolución cubana sin más documentación que los relatos de personas que la habían hecho y luego habían puesto los pies en polvorosa. Si la España de entonces hubiera sido como ahora la pintan, es decir, como la Cuba de ahora, no se me habrían echado encima con toda libertad unos críticos que no recataban su veneración por todo lo que se ponía en solfa en aquel relato sobre el surrealismo socialista. Poco después descubriría en una librería de lance un libro de Paul Morand, Magie noire, donde ¡en 1930! se predice la ruptura de hostilidades entre Estados Unidos y el Japón “después de la indecisa batalla de Peral Harbour (islas Hawai)” y se cuenta con todos los detalles una revolución soviética en una isla del Caribe, Haití, en todo aplicable a lo ocurrido treinta años después en Cuba. Vivía aún Paul Morand y le mandé aquella novela mía diciéndole que yo no había tenido más que la paciencia de describir lo mismo que él había tenido el genio de vaticinar.