Una bella señora española, aristócrata por más señas, que fue a la catedral en busca de los enterramientos de unos antepasados, trabó conversación en Santiago con una de estas simpáticas y folclóricas mulatas que rezaba en el santuario de la Caridad del Cobre, la cual le preguntó: “¿Y a cuál dios tú le rezas, mi amor?” “Pues a la Santísima Virgen”, contestó la española. “¿Y tú?” “Ah, yo le rezo a Ochún”.
La señora que me lo refería comentaba que son ellos los verdaderos creyentes, los que tienen razón. Yo creo que toda manifestación de religiosidad popular es respetable. Hace años, y al ocuparme del Rocío, evocaba yo al poeta Maragall cuando nos exhortaba a mantenerse a una respetuosa distancia de aquellas festividades populares con las que no se comulga. Si yo me pierdo, que no me busquen en el Rocío ni en un antro de la santería cubana. Ahora bien, hay hombres blancos, y mujeres blancas, a los que la modernidad les infunde tales complejos que a la vez que alaban el sincretismo caribe execran las devociones católicas. Es un hecho que estas devociones rayan en la idolatría. A mí nunca me entró en la cabeza por qué tal advocación de la Virgen tiene que enfrentarse a otra advocación distinta, y aún me maravilla un fenómeno que observo desde que tengo uso de razón, y es el fervor mariano de los varones de ciertos pueblos meridionales que sólo pisan la iglesia parroquial en los días en que la patrona de la villa es traída de su ermita.
Enfrentarse a esas devociones populares es trabajo perdido. Hay un dicho en Sevilla: “Ni fías ni porfías ni cuestión con cofradías”. Toda persecución es contraproducente. Tengo un amigo en la provincia de Almería que vivió la guerra civil en zona roja y recordaba haber ido con sus mayores a una gruta en el campo donde oían misa a escondidas. Pocos países conozco donde la Iglesia haya estado tan perseguida y el catolicismo esté tan arraigado como Méjico. Recuerdo una vez, al anochecer, en San Miguel de Allende, en una callejuela mal alumbrada junto a la negra mole de una iglesia, que le pregunté a un viejecito de poncho y sombrero de palma que salía que qué iglesia era aquella. “Es la casa de mi madre Nuestra Señora y yo vengo a verla cada tarde”. Dios me libre de comparar esta devoción con los rituales de la santería, por muchos esfuerzos que hagan los antropólogos para enmarcarla en el sincretismo.
El sincretismo ha sido una de las armas de que el Estado cubano se sirve para combatir sesgadamente a la Iglesia, pues incluso en Cuba, tierra bastante menos religiosa que la mejicana, hay devociones de difícil desarraigo. El taxista oficial que me llevaba al Cobre, hijo y empleado de la Revolución, me comentaba que su mujer se había hecho todo el camino a pie desde Santiago por una promesa. Por eso, del mismo modo que en nuestras socialdemocracias hedonistas se toleran y explotan las muestras públicas de religiosidad popular enfocándolas desde la antropología y el turismo, el Gobierno cubano fomenta el sincretismo y la santería con el sano propósito de minar la fe católica. Ésta aflora en dos sacramentos: el del bautismo y el de los últimos auxilios, o sea, al nacer y al morir. La santería goza, por así decir, de protección oficial.
De estas cuestiones y otras parecidas hablaba con el arzobispo de Santiago en el gran caserón despintado, abierto a la brisa marina, que sigue siendo el palacio arzobispal, aunque nadie sepa que hay tal cosa en Santiago. Tanto es así que la recepcionista del hotel que tomó nota de la llamada telefónica escribió con su letra de high school: “Señor Duque, tiene una llamada del Palacio Afrobispal”.
La misma señora que piensa que los ritos afrocubanos son más adecuados que las devociones y las oraciones que a ella le enseñaron, me dice que La Habana que a ella le gusta es La Habana decrépita, esa Habana en que cada mansión de columnas es un solar o casa de vecindad donde la gente vive en condiciones indescriptibles. Ella, en cambio, en la madre patria, vive en un palacio lleno de obras de arte y con varios patios, del que, según la estación, se traslada a una hacienda, a un cortijo o a una residencia en playa de moda. El que vaya a Rávena quedará impresionado por la tosca austeridad del palacio de Teodorico. Pues bien, este rey ostrogodo —nos lo recuerda Jiménez Lozano— juzgaba así aquel tiempo de postrimerías de una civilización: “Los godos listos quieren ser como los romanos; los romanos idiotas quieren ser como los godos.” Hace años, en el umbral febril de la Transición, al salir de una exposición bibliográfica, fui a tomar unas copas con dos señoras y dos paisanos: el poeta Esteban Torre y el novelista Alfonso Grosso, que ya llevaba en el cuerpo más de un galón de whisky. Una de las señoras, que además llevaban abrigos de visón, dijo algo estupendo por lo progre; Alfonso se le quedó mirando de hito en hito y exclamó: “¡Las burguesas sois la leche!”