¿Cómo olvidar aquella crónica suya en la que nos dijo que, con el terrón de azúcar y el café, el tabaco y el ron, Cuba había inventado la sobremesa? También nos enumera las frutas tropicales: el caimito, el anón, el mamey, la piña, los plátanos, la fruta bomba por mal nombre papaya, el coco, la guanábana, el mango, la chirimoya… Un escritor de nuestro tiempo, Antón Arrufat*, diserta sobre el explosivo eufemismo de la fruta bomba y hace poesía a su vez con otras cuatro frutas: el marañón, el mamey, el caimito y la piña. Arrufat, transfigurado en Aguafiestas, cita a la condesa de Merlín, cronista de la buena sociedad habanera, cuando dice que el mamey constituye el alimento “de las almas bienaventuradas en los valles del otro mundo, según la creencia de los habitantes de Haití”. Del caimito dice Foxá que es “de entraña morada, de un rosa violeta”; Arrufat, que es “por dentro una maravilla, del sepia muy pálido al morado obispo, un laberinto luciente de cuarzo…”. Yo me acuso de haber manoseado poéticamente la guanábana sin conocerla, seducido por el ritmo esdrújulo del nombre.
No es menudo disparate en efecto decirle a una mulata imaginaria que tenía “piel de guanábana oscura”, siendo así que la piel de la guanábana es verde y rugosa con agudos forúnculos, una piel de saurio tropical. Es también el Aguafiestas quien recoge la observación de la misma condesa de Merlín de que los cubanos “comen como los pájaros”, de que los cubanos son frugales, y añade ya por su cuenta que sólo hay tres cocinas en el mundo, a saber: la francesa, la china y la mejicana. El Aguafiestas se hace estas reflexiones en un restaurante chino de La Habana, con toda seguridad del Bulevar que, contra lo que su nombre sugiere, no es más que una callecita corta y estrecha del por lo demás decrépito Barrio Chino que las mesitas de los restaurantes hacen aun más angosta. El Bulevar es una especie de vagón restaurante al aire libre. “Los globos de papel rojo, encendidos, esparcían sobre la mesa un círculo rojizo… Roja era también la luz de una especie de candelero, encerrado en una pieza de ébano tallado y seda pintada, encima del blanco mantel…” —escribe Arrufat, o sea, el Aguafiestas que, al ver a unos amigos “los llamó haciendo señales, como si estuviera en el puesto de mando de un buque dispuesto a zarpar rumbo a Shanghai.”
Hace bastantes años estaba yo en un restaurante chino de Nueva Delhi muy parecido al que Arrufat describe en La Habana, y el efecto de coche restaurante lo reforzaba el traqueteo de un viejo y ruidoso aparato de aire acondicionado. El caso es que le pregunté al camarero que nos servía, un indio enjuto, calvo y con bigote cano, con cierto parecido a Regino Sainz de la Maza: “Oiga usted, ¿a qué hora llegamos a Shanghai?” El hombre no lo dudó un momento y respondió sonriente con un amago de reverencia: Seven thirty, Sir.
No deja de ser curioso que los “españoles de ambos hemisferios”, como se decía en las Cortes de Cádiz, bien que separados por más de un siglo de Historia y muchas millas marinas, tengamos ocurrencias parecidas ante las mismas cosas. Foxá, por ejemplo, no sólo se adelantó a Arrufat. En su libro Tiempo nublado, Octavio Paz se hacía unas reflexiones sobre la democracia imperial o el imperio democrático de los Estados Unidos que me hicieron pensar en aquel memorable artículo del conde sobre el mismo tema, el titulado El peso de la púrpura. También el título de la novela de Arrufat, La noche del Aguafiestas, me trae a la memoria una guajira de Juan Breva o de Sebastián el Pena que dice:
¿Con qué te lavas la cara,
nena, que tan bien te huele,
te la lavas con laureles
o con esencia de rosa?
Y también con una cosa
que me dio el baratillero
que yo te iba a comprar
la noche del aguacero
ay nena.
La grabación tiene ya cien años y en Cuba no creo que se canten esas cosas desde que allá se arrió por última vez la bandera española.
*Antón Arrufat. La noche del Aguafiestas. Premio Alejo Carpentier de Novela. Premio de la Crítica 2000. Ed. Letras Cubanas. La Habana, 2002