El planteamiento de los nacionalismos desde la disyuntiva natural-cultural sólo lleva, al parecer a un callejón sin salida. Dejo en esa constatación el problema, pues su desarrollo sobra en esta introducción. A efectos de nuestro estudio bastará señalar que nación y nacionalismo constituyen manifestaciones históricamente tardías de una tendencia, aparentemente universal en el hombre, a organizarse en grupos particulares y a ocupar un territorio propio. Incluso los pueblos errantes disputan a otros la tierra donde se instalan por un tiempo, o la que recorren con cierta regularidad, y no creo que excepciones como las de los gitanos o los judíos desmientan la regla. Ese impulso diferenciador en lo cultural y político marcha junto con otro, opuesto y complementario, a tomar préstamos o generalizar elementos culturales, o a construir poderes supranacionales, como los imperios. Encontramos siempre las dos tendencias, pues ni siquiera la frontal hostilidad y guerra entre dos grupos impide un grado de interpenetración entre ellos, ni, a la inversa, la máxima generalización de una cultura, por imposición u otros medios, deja de sufrir una permanente tensión diferenciadora. El predominio de una u otra tendencia varía según épocas y lugares. Así por ejemplo, en buena parte de América prevaleció durante tres siglos la presión homogeneizadora española, y más tarde salieron a primer plano los impulsos diferenciadores, sobre todo en lo político. Poco interés tiene, a mi juicio, calificar de reaccionarias o progresistas, o revolucionarias, a esas tendencias siempre presentes.
Aunque, para evitar discusiones por palabras, podemos llamar nación y nacionalismo exclusivamente al concepto de nación y a la doctrina surgidos de la Revolución francesa, ello nos haría perder el entronque de esos fenómenos con el más universal arriba esbozado. El sentimiento comunitario patriótico tiene muchas formas, y puede apoyarse con preferencia en rasgos culturales muy diversos. Podemos llamarlo nacional cuando aspira a la independencia política. No existen, sin embargo, rasgos objetivos generalizables a todas las comunidades que se sienten naciones. Entre los diversos rasgos posibles, unas veces el decisivo es la lengua, otras la religión, o tradiciones peculiares, o la economía, o la memoria de algún hecho histórico considerado fundacional, etc.
Ciñéndonos a Europa, por distintas que veamos a las actuales naciones de las innumerables “naciones” vencidas por Roma para construir su imperio, está claro que aquellas antiguas comunidades rechazaban la ley y la cultura latinas, admitiéndolas sólo por la fuerza de las armas o la amenaza de ellas. Y aun el éxito militar no evitó a Roma admitir las peculiaridades de los pueblos sometidos, a las que procuró adaptar su administración. Luego, sobre las ruinas del imperio rebrotaron algunas de las viejas comunidades, modificadas en mayor o menor grado, o aparecieron otras nuevas. A su vez, la extrema fragmentación política medieval no impidió la expansión de corrientes culturales generalizadoras o unificadoras por buena parte de Europa, manifiestas en el románico o el gótico; o la principal de ellas, subyacente a las demás, el cristianismo. Al terminar la Edad Media, nuevos procesos de reorganización y generalización política originaron los primeros estados nacionales y nuevos imperios. Más tarde, al hundirse el Antiguo Régimen, surgen o se refuerzan, o toman otras formas, las naciones de hoy y, sobre todo, las doctrinas nacionalistas. Este resumen, aunque groseramente esquemático, puede ilustrar la idea.
Sin duda hay mucho de cierto en las concepciones de Herder sobre el volksgeist, el espíritu o alma popular, como lo hay en las concepciones cosmopolitas sobre la universalidad de valores básicos. El problema surge de las consecuencias políticas a extraer de esos hechos. ¿Debe imponerse, por la fuerza o por la prédica, una cultura y política general, cosmopolita, para todos los pueblos, o bien debe cada uno de éstos cerrarse más o menos en sus propios valores o manera de vivirlos, y buscar su propio camino? Como las relaciones entre las verdades generales y sus manifestaciones particulares son muy fluidas y cambiantes, el dilema es falso, y la historia lo ha resuelto en la práctica de formas muy varias: con el comercio, la guerra, los préstamos culturales, las rivalidades, la evolución de ideas y costumbres… Mediante una mezcla de lucha y cooperación, de universalización y diferenciación continuas.
A menudo se condena a los nacionalismos como principales factores de guerra, pero hasta hace poco las guerras solían achacarse a intereses económicos, a imperialismos, etc. Las guerras más devastadoras del siglo XX nacieron de ideologías internacionalistas con pretensiones científicas, mezcladas inextricablemente con sentimientos particularistas. En realidad, la condición humana es inevitablemente conflictiva, y mantener el conflicto al margen de la guerra abierta impone una gran tensión moral y acciones coherentes, lejanas de las invocaciones abstractas o utópicas, o de imaginarias localizaciones de “la piedra de la locura” (1)* que resolverían físicamente el problema.
Abordaré aquí el nacionalismo prescindiendo de divisiones entre nacionalismos culturales y políticos, así como de los diversos tipos de doctrinas nacionalistas, no porque carezcan de interés, sino porque en la práctica la cuestión nacional se ha manifestado de una manera muy simple: como la idea de que los pueblos, las naciones, tienen un derecho colectivo a la autodeterminación, esto es, a la independencia política. Esta concepción ha originado otro problema, el de definir qué comunidades disfrutan de los rasgos adecuados para ser sujetos de ese derecho, los rasgos que las constituyen en naciones (como estabilidad, idioma, territorio, economía y psicología manifestada en la cultura, según el esquema popularizado por Stalin). Las discusiones sobre esos aspectos son interminables y a veces cómicas, y las dejaremos aquí de lado repitiendo la observación de que diversas comunidades basan su aspiración nacional en rasgos diversos. En definitiva es la fuerza que adquiera esa voluntad colectiva, se apoye en unos u otros rasgos, lo que puede configurar a una comunidad como nación.
Antes de las formulaciones nacionalistas, la tendencia de las comunidades a la independencia, a la “libertad”, existía como impulso espontáneo y confuso. En la edad media o en la moderna, el sentimiento patriótico o nacional solía reflejarse en la fidelidad política al rey o a poderes personales, o en muchos casos a una religión, y no como idea y doctrina claras. Al caer el Antiguo Régimen esas fidelidades cayeron con él, y fueron transferidas a la “nación”, el “pueblo”, abstracción concebida como una suma de individuos libres y sin otras ataduras, pero dotada de una especie de “voluntad general”. Y lo que ha dado al nacionalismo su extraordinario influjo en el siglo XX ha sido precisamente la sistematización del impulso espontáneo a la independencia de grupo, su concepción como un derecho de validez general: el particularismo se trocaba en verdad universal. Esa idea, paradójicamente cosmopolita y surgida de la experiencia europea, ha levantado pasiones y movido a grandes masas en todos los continentes.
Durante la mayor parte del siglo XIX, nacionalismo y liberalismo aparecieron unidos por el común ataque a los lazos feudales o imperiales. Pese a ello, pensadores como lord Acton, percibieron una contradicción entre el principio de la libertad del individuo y el de la unidad nacional: esta última impondría exigencias y ataduras arduas de conciliar con la primera. El estado, concebido como expresión de la “voluntad general” o de la “libertad nacional”, podía anular la libertad individual en un grado nunca antes conocido, totalitario. También cabe observar, a la inversa, que la concepción de unos individuos ajenos a cualquier lazo comunitario, guiados sólo por presuntas exigencias de una “razón” universalista y cosmopolita, socava la nación y el estado. ¿Debía prevalecer el interés del individuo o el del estado representante del conjunto de los ciudadanos, su expresión jurídica y política, en palabras de Renan? ¿O los derechos del individuo debían primar sobre los atribuidos a la colectividad y sus instituciones? ¿Ganaría el nacionalismo o el individualismo, o habría equilibrio entre ambos?
En la práctica, estas discrepancias y dilemas han dado lugar a estados más o menos nacionales, más o menos liberales o más o menos totalitarios, en procesos a veces terriblemente sangrientos. La vida parece depender de difíciles equilibrios, y romper éstos por un lado u otro, con la idea de lograr una estabilidad perfecta, suele acarrear malas consecuencias.
Por contra sigue inédita la experiencia de una anarquía liberal, por así llamarla. La aplicación de la máxima libertad individual por encima de cualesquiera condicionantes culturales o comunitarios, presupone la “inclinación al bien” en los individuos, la predisposición de éstos a adquirir entre sí compromisos libres y equitativos, y no perjudiciales para terceros. En última instancia, no habría siquiera otra ley que los acuerdos mutuos entre individuos para sus necesidades particulares, de donde surgiría una sociedad prácticamente anarquista pero espontáneamente funcional y bien organizada. Sin embargo, no siendo tan inclinado al bien el individuo, no tan propenso a cumplir sus acuerdos o a evitar pactos leoninos o fraudes, o a abstenerse de acuerdos perjudiciales para terceros, parece inevitable establecer leyes generales y un poder capaz de hacerlas cumplir. Las libertades individuales sólo resultan garantizables, en aparente contradicción, por un estado fuerte. Se concebían, no obstante, reglas y normas capaces de contener el poder del estado, su inclinación a avasallar los derechos individuales.
Ese estado liberal funcionaría mejor, también en principio, sobre bases nacionales. La idea de unos individuos sujetos de derechos, pero sin lazos culturales o nacionales, chocaba con la evidencia de que la inmensa mayoría de la gente de carne y hueso persistía en sus afectos patrióticos. Teniendo en cuenta ese hecho, quizá lamentable, pero ineludible, un estado asentado en una comunidad nacional ofrecía mayor garantía de estabilidad que un estado mirado como intruso por una parte de la población. Es más, dado que las guerras suelen presentarse como conflictos entre naciones, la formación de estados liberales en todas las comunidades definibles como nacionales podría ser la varita mágica que trajera la paz definitiva al continente europeo y al mundo entero: cada nación con su estado, en un ámbito general de igualdad, libertad e interrelación comercial y cultural, debía excluir tentaciones bélicas.
Al concluir la I Guerra Mundial, las democracias vencedoras intentaron aplicar la receta del derecho a la autodeterminación, cuya víctima principal fue el Imperio Austrohúngaro. Sin embargo los resultados no han sido brillantes. En la práctica proliferaron las hostilidades y disputas fronterizas. A ellas se añadía la inestabilidad interna en cada país, producida por ideologías revolucionarias como el comunismo y los fascismos, y la crisis de las ideas liberales y democráticas. El imperio había sido un factor de estabilidad en Europa central, y su disolución, probablemente inevitable de todos modos, trajo consigo infinidad de conflictos, que, ahogados después de 1945 por el nuevo imperio soviético, han renacido luego. En los últimos años está en marcha un nuevo intento de normalización a partir de la Unión Europea. En este panorama general, aunque con muchas particularidades, se inscribe la historia de los nacionalismos periféricos españoles.
(1) Las invocaciones abstractas suelen estar vacías. Así Renan cuando se oponía al concepto “alemán” de nacionalismo, cuya proclividad a la guerra le angustiaba: “El hombre no pertenece a su lengua ni a su raza: no se pertenece más que a sí mismo, puesto que es un ser libre, un ser moral”. Un nacionalista alemán podría replicarle: “Yo, como ser libre y moral, estoy convencido de que la raza y la lengua son elementos constitutivos y fundamentales de mi nación y de mí mismo, y obro en consecuencia”.