Aquí es donde han empezado a perder toda razón, porque ahora ya no son opinión, sino masa y, como decía Kierkegaard, un individuo puede equivocarse, la muchedumbre, siempre. Me van a permitir que, una vez más, de la palabra a la mujer de mis desvelos, la sin par doña Emilia Pardo Bazán, pues estoy empardobazanada de varios meses y en algo se ha de notar hasta que llegue a término (espero que felizmente) el alumbramiento de lo que sobre ella estoy preparando.
No soy enemiga de la guerra —dice esta incomparable mujer—. Al contrario, juzgo que es un factor importantísimo de la civilización; que sin las guerras médicas no hubiera llegado la cultura griega a su apogeo; que sin las púnicas no hubiera prevalecido el mundo latino sobre el africano —¡y apenas significa y representa este suceso en el desarrollo histórico! — que sin las germánicas y coloniales romanas, el Cristianismo no se hubiera extendido tan rápidamente; que sin las de la Reconquista no existiría España, y sin la de la Independencia no tendríamos Edad Moderna, propiamente dicha, aquende el Pirineo.
Esto se puede leer en el libro titulado Al pie de la Torre Eiffel, crónica de la Exposición de París de 1889, artículo que le valió la indignación de los militares españoles pues lo que sigue es un varapalo ingeniosísimo contra la guerra en la paz, es decir, contra los militares convertidos en barrigudos funcionarios. Uno de ellos (me refiero a los primeros, no a los segundos), indignado, escribió una réplica titulada Al pie de la Torre de los Lujanes que le dio pie a ella para escribir una contrarréplica impagable, incluida en ese mismo volumen.
Pero volviendo a lo que les quiero decir: estas palabras las suscribiría yo punto por punto y añadiría que sin la Segunda Guerra Mundial, por ejemplo, no se hubiera podido detener el nazismo y sin la guerra actual no se podría detener el terrorismo y el avance en Occidente del islamismo, ya sea integrista o no, pues incluso el que no lo es, es para nosotros malo y para las mujeres, pésimo sin excepción, por lo que supone de amenaza a nuestra condición de seres libres, luego humanos. Aunque yo fuera pacifista y reprobara la guerra —actitud perfectamente respetable— una vez empezada ésta desearía que todo acabara para bien para los que defienden y representan mis valores. Pero no es así, como lo demuestran las pancartas de “Sadam te quiero” o “Ni americanos, ni judíos, no a los pueblos elegidos” que esgrimen los que nos han traído hasta aquí el frente, como decía al principio.
Ahora que me he desahogado prosigo esta subcrónica de la paz en la guerra, que pienso acoger en mis dragones mientras no termine ésta, espero que con nuestra victoria. Tengo que confesar que por una serie de razones que no vienen al caso, apenas he asistido a actos y saraos, y he tenido que recurrir, una vez más, a testimonios ajenos para poderles mantener informados. El plato fuerte lo constituyó la presentación del libro de Juan Pablo Fusi, La patria lejana. El nacionalismo en el siglo XX publicado en Taurus. Mi informante me contó que Javier Pradera estuvo tan malintencionado como siempre, y que en el apocamiento de los demás presentadores se notaba el fenómeno de ese miedo a decir lo que se piensa que se está extendiendo como una plaga desde el País Vasco. Al parecer (recuerden que transmito lo que me han contado) Fernando Rodríguez Lafuente habló, no sé a cuenta de qué, de escritores que han escrito o escriben en idiomas que no son los suyos maternos y entre Kafka, London, y Beckett incluyó a Jorge Semprún como si fueran mínimamente parangonables. Sin duda, hay que ser absolutamente modernos.