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ENIGMAS DE LA HISTORIA

1. ¿Intentó Hitler derribar a Franco?

Las relaciones entre Hitler y Franco han sido uno de los temas más abordados —aunque pocas veces con acierto— de la historia contemporánea de España. Los adversarios de Franco siempre insistieron en la identificación de ambos dictadores y los partidarios subrayaron las diferencias.

Sea como sea, en 1942, España seguía sin entrar en guerra al lado del III Reich y se había contentado con enviar al frente ruso la División Azul. ¿Cuál fue entonces la reacción del Führer? ¿Consideró a Franco un aliado semejante a Mussolini y otros dictadores o, por el contrario, intentó derribarlo?

A inicios de 1942, para un observador exterior, aparentemente el envío de la División Azul debería haber sido un tanto obtenido por Franco en su relación con los alemanes. Mediante el mismo, se habría asegurado la benevolencia del Führer así como un puesto en el “nuevo orden” cuyo destino se dirimía en las estepas rusas. En realidad, sin embargo, la opinión que Hitler tenía de los españoles —recogida con profusión en sus conversaciones de sobremesa— no se modificó favorablemente por el hecho de que existiera una división combatiendo a su lado en el frente del Este. Si acaso el año 1942 pudo caracterizarse por algo en la mente del Führer fue por un creciente desprecio hacia los españoles y sus gobernantes, desprecio asentado en tópicos, y por acariciar la idea de revertir su situación política en favor de un régimen de corte más puramente fascista. A asentar esa visión ayudó el hecho de que diversos grupos políticos españoles iban contemplando a Hitler como el árbitro indispensable para hacerse con el poder. Se trató, sin duda, de una situación que contó con paralelos en las diferencias dinásticas que se dieron en la España de 1808 y que llevaron a los dos Borbones, Carlos IV y Fernando VII, a pedir a Napoleón que decidiera sobre las mismas. Pero Hitler no era Napoleón y su obsesión no era un nuevo bloqueo continental contra Gran Bretaña sino su ofensiva en el Este. Esa cosmovisión radicalmente distinta salvó, al fin y a la postre, a España de otro baño de sangre ocasionado por el enfrentamiento contra un ejército invasor. En aquellos meses, la Falange, atraída por las victorias alemanas, no sólo insistió imprudentemente en entrar de manera aún más abierta en la guerra sino que deseó aumentar su papel en la nueva España, configurándola finalmente como un estado fascista.

D. Juan, el pretendiente regio, se pronunció a favor de la restauración monárquica con contenido falangista como manera de atraerse a los elementos especialmente díscolos del régimen, de dotar de una base ideológica a su régimen y de captar las simpatías del Eje. Para sus partidarios este planteamiento resultaba en aquella época tan obvio y natural que se pusieron en contacto con el general Muñoz Grandes a fin de conseguir un encuentro entre el Führer y Don Juan. En este caso, sin embargo, no se trataba de una conducta de reciente adopción. De hecho, en 1938 el príncipe Juan ya había intentado aproximarse al Führer si bien éste se había negado entonces a recibirle para no provocar malentendidos con Franco. Sin embargo, don Juan no constituía objetivamente un verdadero peligro para Franco, que sí debía enfrentarse con otras bazas de mayor peso. Así, la posibilidad de que el Führer pudiera barajar la idea de valerse de la División Azul y sus falangistas para derribarle no se le escapó a Franco. Por lo tanto, optó por hacer lo que consideró más prudente: aislarlos.

Al hacerlo, sin embargo, no podía correr el riesgo de enemistarse con Hitler. Una vez más, el Caudillo recurrió a su cuñado Ramón Serrano Suñer para que le allanara el camino. El 29 de noviembre de 1941, en el curso de una conversación con Hitler, Serrano le propuso que “ciertos miembros de la Falange, importantes para la política española, y que se encontraban actualmente en el frente del Este, fueran nuevamente enviados a España, donde deberían ocuparse de servicios más importantes”. Por supuesto, la propuesta española fue formulada envuelta en afirmaciones sobre el fortalecimiento del gobierno y el fomento de la amistad con Alemania que se derivaría del regreso de esos falangistas a España.

Inicialmente, las palabras de Serrano debieron de influir en Hitler porque éste se mostró dispuesto a reemplazar a parte de los soldados españoles dado que, a su juicio, habría resultado lamentable que gente relevante muriera por un balazo bolchevique. Durante diciembre, sin embargo, iba a producirse un cambio en su punto de vista. Iban a sobrar las razones para el relevo. El día 7 del citado mes, el mismo en que Hitler promulgaba el infame decreto “Noche y Niebla” (“Nacht und Nebel Erlass”) en virtud del cual se disponía el exterminio físico de sectores enteros de la población en las naciones ocupadas por Alemania, los japoneses bombardearon el puerto norteamericano de Pearl Harbor. El 8, el Congreso de los Estados Unidos declaró formalmente la guerra a Japón. El 11, mientras se producía el exterminio completo de la comunidad judía de Ciechanow, Alemania e Italia declararon la guerra a los Estados Unidos. En momentos así Hitler no podía permitirse entrar en juegos con las tropas que combatían en el Este. Sin embargo, al contrario de lo sucedido en relación con otras cuestiones como el protocolo de Hendaya, Franco no cedió. Se trataba, desde luego, de una cuestión que debió intuir peligrosa para su afianzamiento en el poder, un poder que no pocos de los vencedores de la guerra civil consideraban temporal. El 10 de enero de 1942, el español Mayalde presentó una reclamación en nombre de Franco ante el secretario de Estado Weizsacker en la que se solicitó no ya la retirada del frente de algunos falangistas sino de toda la División Azul, arguyendo poco convincentes argumentos relacionados con la reorganización de esta unidad. La respuesta de Hitler, expresada al cabo de unos días, fue negativa. También, lo que no deja de resultar un tanto irónico, se apoyaba en pretextos climáticos.

Mayalde no pareció haberse desanimado por la negativa del Führer ya que el 5 y el 13 de febrero de 1942 volvió a insistir en las pretensiones españolas. Nuevamente éstas fueron denegadas. Hitler, que debió intuir lo que pretendía Franco, se manifestó dispuesto a permitir un relevo parcial de efectivos españoles que sería suplido inmediatamente con nuevos voluntarios, pero no contemplaba la retirada total que se solicitaba. A esas alturas, el Führer era consciente de que la División Azul constituía una garantía con la que presionar a Franco en caso de necesidad. El 5 de marzo, Weizsacker propuso a los españoles formalmente esta retirada en etapas. Apenas catorce días más tarde el general Asensio visitó el Reich y se plegó a las exigencias de Hitler.

La aceptación de las tesis hitlerianas por parte de Franco se producía en un momento en que la entrada en guerra de los Estados Unidos no auguraba nada bueno para el Eje. Tan sólo unos días antes de esta nueva capitulación de Franco, Hitler había vuelto a referirse a España. Contra lo que quizá habría cabido esperar dada la bravura de la División Azul, su opinión sobre los españoles no se había alterado positivamente sino que seguía consistiendo en los tópicos ya contenidos en Mein Kampf casi veinte años antes. La primera referencia se produjo en la noche del 19 al 20 de febrero de 1942. Después de haber comentado la indignidad que significaba instalar hospitales en las colonias donde las mujeres blancas servían a los hombres negros, Hitler comenzó a criticar esa política colonial (errónea en su opinión) y a afirmar que en Rusia los alemanes ni iban a proporcionar vacunas a la población ni tampoco jabón para que ésta se quitara la suciedad. En el curso de una apasionada divagación durante la que calificó a los misioneros cristianos como “los cerdos más sucios de todos”, Hitler comenzó a despotricar contra el clero y, en relación con este tema, volvió a referirse a España: “Si no hubiera existido el peligro de que la amenaza roja abrumara Europa, yo no habría intervenido en España. El clero tendría que haber sido exterminado. Si esa gente recuperara el poder en Alemania, Europa se hundiría de nuevo en la oscuridad de la Edad Media”. Esa “necesidad” que le había llevado a ayudar a Franco, tenía para Hitler un lado negativo y es que había evitado que el clero español fuera exterminado, algo que, como había indicado ya en Mein Kampf, resultaba más que razonable.

Al mediodía del día 27 de febrero, Hitler volvió a disparar una nueva invectiva sobre España, otra vez relacionada con el clero. En este caso, en medio de una amplia digresión profundamente anticristiana, Hitler señaló que la mayoría de los católicos no creían en lo que afirmaban creer y que se movían sólo por sus intereses. Una buena prueba de esa duplicidad era, a su juicio, el clero católico que había en España: “¿Por qué deberían luchar los hombres para hacer que triunfara su punto de vista si la oración resulta suficiente? En la lucha en España, el clero debería haber dicho: Nosotros nos defendemos a nosotros mismos por el poder de la oración. Pero consideraron que era mejor financiar a un montón de paganos para que la Santa Iglesia pudiera salvar el pellejo”. El 7 de abril de 1942 Hitler manifestó otra de sus opiniones sobre España. Recurrentemente, la misma fue expresada en términos negativos y estaba relacionada, una vez más, con el clero. Como en otros casos, el contexto lo constituyó un anticristianismo espeso, primario y brutal: “Si existiera el más mínimo intento de que estallara un motín en este momento en el Reich, tomaría inmediatamente medidas contra él. Esto es lo que haría: (a) ese mismo día, todos los dirigentes de la oposición, incluyendo a los dirigentes del partido católico, serían arrestados y ejecutados; (b) todos los internados en campos de concentración serían fusilados en el plazo de tres días; (c) todos los criminales que figuran en nuestras listas —y habría poca diferencia si estaban en prisión o en libertad— serían fusilados en el mismo periodo de tiempo. El exterminio de estos pocos cientos o miles de hombres convertiría en superfluas otras medidas, porque el motín quedaría abortado por falta de dirigentes y de cómplices... Es un auténtico escándalo que tengamos que dar a las iglesias alemanas unos subsidios tan extraordinariamente elevados. Eso no sucede en ningún otro sitio, ni siquiera en los países más fundamentalmente católicos, con la excepción de España”.

En todas estas ocasiones, una vez más, las referencias de Hitler a España y los españoles fueron escasas y, al mismo tiempo, marginales y de pasada. Sin embargo, en ellas encontramos el mismo espíritu que ya pudimos observar en Mein Kampf. La suya seguía siendo una visión negativa, despectiva, de lo español, que solía ser presentado como paradigma del atraso o del oscurantismo clerical. Durante el resto de 1942, esa tendencia se acentuará mezclándose con un pasajero interés por intervenir en España.

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