Carmen estaba espectacular, con un traje realizado en voile de organza de seda natural en color blanco roto de línea fluida y escote palabra de honor (arrasan en los catálogos de novias). El modelo, según explicaba el diseñador, se había construido a partir de un corsé interno, ajustado hasta la cadera, del que partía una faldea evasé con una cola casi de un metro. Mención aparte merece el trabajo de este traje, bordado con canutillo de plata vieja y cristal tallado, inspirado en la joyería decó y bordado en los talleres de Luguel. Nada menos que 200 horas de trabajo fueron necesarias para bordar las más de 3.000 piedras de cristal de diferentes tamaños que adornaban el vestido, cuya falda estaba adornada por plumas de avestruz.
Y a los pies de la novia, unos stilletos –es decir, tacones de vértigo– en raso de seda natural bordados en cristal. Por si refrescaba en la noche del Cantábrico, llevó también un chal de tul en tono marfil bordado con las mismas plumas del vestido.
Mota comentaba que ella y Carmen habían hecho un tándem perfecto, que se habían entendido de maravilla y que se habían escuchado mutuamente, para conjugar los deseos de la novia con el arte del modista. La hija de los marqueses de Villaverde lució además como joyas unos pendientes estilo isabelino de Montse Esteve y una espectacular pulsera de brillantes de Chopard.
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