Es, pues, tradicional contemplar aquella cumbre, que tuvo lugar en los primeros días de febrero de 1945, como el principio de algo. Qué fuera ese algo es harina de otro costal. A los contemporáneos les pareció que en Yalta se pusieron las bases para un nuevo orden mundial en el que un conflicto como el que acababa de terminar fuera imposible. A muchos historiadores les ha parecido en cambio que, de una u otra forma, Yalta puso las bases para el comienzo de la Guerra Fría.
Sin embargo, si cambiamos la perspectiva y contemplamos Yalta no como el principio sino como el fin de algo, quizá sea más fácil entender lo ocurrido. Y lo que ocurrió fue que, primero Churchill y luego Roosevelt, unas pocas semanas después de que la conferencia tuviera lugar, se quejaron con vehemencia de que Stalin no respetaba lo que se había pactado en Crimea. Si los dos mandatarios anglosajones tenían razón, ¿cómo es posible entender que Yalta estableció un orden? ¿Un orden que estaba siendo subvertido a las pocas semanas de haber sido establecido? Y si Stalin estaba siendo escrupuloso con lo pactado, ¿no sería porque lo que allí se acordó fue la entrega de toda la Europa del Este a los soviéticos? Lo primero que hay que ver, pues, es qué se trató en Yalta.
Lo pactado
Respecto del futuro de Alemania, se decidió dividirla en cuatro zonas de ocupación. Produjo algún debate la posibilidad de que Francia tuviera su propia zona. Stalin dejó de oponerse a ello cuando se le aseguró que la zona francesa saldría de los territorios entregados a británicos y norteamericanos.
Polonia sería gobernada por el pro-soviético Gobierno de Lublin, en el que habría una reducida participación del Gobierno en el exilio de Londres. Sus fronteras serían las impuestas por la URSS; en el este, la Línea Curzon, con lo que la URSS se apoderaría definitivamente de la zona invadida en 1939 de acuerdo con Hitler. La república sería compensada con la franja de territorio alemán que iba de la vieja frontera germano-polaca a la línea Oder-Niesse. Stalin asumió el compromiso de que, cuando fuera posible, habría elecciones libres en Polonia.
Stalin consintió que la URSS participara en las Naciones Unidas una vez se le concedió el derecho de veto en el Consejo de Seguridad. Igualmente se comprometió a declarar la guerra al Japón tres meses después de que Alemania fuera derrotada. En compensación, recibiría las Kuriles y Sajalín.
Finalmente, la cumbre incluyó una declaración en favor de la Europa liberada que conllevaba el compromiso de que se celebrarían elecciones libres en todos los países invadidos por los nazis, que ahora serían libres.
A las pocas semanas de haberse firmado estos acuerdos en Yalta, el Gobierno pro-soviético de Varsovia comenzó a deportar hacia Rusia a elementos anticomunistas polacos. Para finales de marzo se hizo evidente que no habría elecciones. Además, en Rumania y Bulgaria el Ejército Rojo impuso gobiernos pro-comunistas. Este proceder fue considerado por Churchill y Roosevelt un fraude a Yalta. Sin embargo, Stalin no lo creía así. Y tenía alguna razón para creerlo.
Los antecedentes
Stalin había pactado con Churchill el reparto de Europa en esferas de influencia en octubre de 1944, durante la visita del primer ministro a Moscú, en lo que se conoce como "el pacto de los porcentajes". Se llamó así porque se determinó en porcentajes la influencia de la URSS y Gran Bretaña en los diferentes países de Europa Oriental. En todos ellos, a Rusia se le reconoció porcentajes de influencia del 90 o del 80 por ciento, salvo en Grecia, donde sólo tendría el 10. En aquella ocasión, Churchill pensó que había salvado Grecia del bolchevismo, pero a cambio de la entrega del resto. Es verdad que no pudo llegarse a ningún acuerdo acerca de Polonia, pero no fue porque Churchill no quisiera, sino porque los polacos del Gobierno en el exilio se negaron a aceptar la oferta de Stalin, que contaba con el beneplácito del inglés. Con razón o sin ella, Stalin entendió que, por ese pacto, Churchill le daba mano libre en Europa del Este a cambio de abstenerse de intervenir en Grecia. El zar rojo hizo honor a su compromiso. Abandonó a sus camaradas helenos, y estaba convencido de que, en recíproca correspondencia, lo que le incumbía hacer a Churchill era olvidarse de sus polacos.
Por otra parte, cuando en Italia, una vez derrocado Mussolini, norteamericanos e ingleses pactaron con el Gobierno del mariscal Badoglio, tanto Churchill como Roosevelt negaron toda participación a Stalin en los asuntos de la península por la obvia cuestión de hecho de que los soviéticos no habían intervenido en su liberación y carecían de tropas sobre el terreno. Stalin comprendió el punto de vista de sus aliados y nunca volvió a exigir nada en Italia. Ahora, de igual modo y en justa reciprocidad, le pareció natural que allí donde el Ejército Rojo fuera la única fuerza aliada ocupante las potencias occidentales no ejercieran influencia alguna.
Lo que cada cual creyó pactar
Roosevelt creía que los compromisos asumidos en Yalta por Stalin, tanto el de participar en la fundación de la ONU como la declaración de la Europa liberada, le obligaban a olvidar el pensar en términos de esferas de influencia. Lo acordado para todos los países liberados, ya fuera Italia o Polonia, Rumania o Francia, era permitir la instauración de gobiernos democráticos, elegidos por sufragio universal, secreto y directo, fuera quien fuera el ejército que los hubiera liberado.
Stalin veía las cosas de forma muy diferente. Consideraba la ONU como la inevitable concesión que había que hacer al wilsonianismo de Roosevelt, y en esto no se alejaba mucho de Churchill, que confiaba en esta clase de organizaciones tan poco como el georgiano. Por otra parte, ambos mandatarios, tanto el ruso como el británico, vieron que la idea de Roosevelt, apestando a un idealismo que a ambos repugnaba, era algo más realista y, por tanto, podía ser algo más eficaz que la Liga de las Naciones ideada por Woodrow Wilson al terminar la Primera Guerra Mundial.
En cuanto a la declaración de la Europa liberada, es posible que Stalin firmara la declaración por creer, ingenuamente, que la simpatía de la que gozaban los movimientos comunistas en los países recién liberados permitiría a sus correligionarios hacerse fácilmente con el poder en los países ocupados por el Ejército Rojo a base de colaborar con todas las fuerzas de la izquierda antifascista. Precisamente, la de colaborar era la orden que habían recibido desde Moscú los comunistas de la Europa Oriental. También es posible que no viera en esa declaración mayor peligro porque en la retórica de la guerra todas las fuerzas antifascistas que combatían a Alemania, incluidos los comunistas, eran en sentido muy amplio consideradas democráticas. Y desde luego no debe descartarse que actuara con frío cinismo y fuera perfectamente consciente de que la firma de esa declaración le comprometía a permitir que se celebraran elecciones libres en los países por él liberados (u ocupados, según se mire) y en realidad no tuviera desde el principio intención alguna de permitir elección alguna.
Es difícil saberlo. En cualquier caso, de lo que sí estaba convencido es de que había un compromiso, explícito en el caso de Churchill, e implícito en el de Roosevelt –a consecuencia de lo impuesto por éste en Italia–, de no meterse en lo que cada cual hiciera en las zonas donde estuvieran sus respectivos ejércitos. Él estaba decidido a respetar lo pactado en países tan importantes como Italia o Francia, donde había numerosos comunistas que controlaban las fuerzas de la Resistencia y eran extraordinariamente influyentes. Moscú no se opondría a que norteamericanos y británicos cerraran el acceso al gobierno de los comunistas italianos y franceses si es que se decidían a hacerlo. A cambio, exigía reciprocidad en los territorios por él controlados.
Churchill, por su parte, nunca creyó que el pacto de los porcentajes implicara un acuerdo tan crudo. De hecho, interpretaba que los pequeños porcentajes de influencia que para Gran Bretaña reservó en Rumania, Bulgaria, Hungría y Yugoslavia le autorizaban al menos a exigir la celebración de elecciones libres en ellos.
El desencuentro
Roosevelt, que siempre había creído ver en Stalin un idealista, se sintió completamente defraudado por él poco antes de morir, lo que ocurrió el 12 de abril de 1945. Durante toda la guerra creyó que el georgiano era alguien con quien se podía hacer negocios, según la terminología norteamericana de la época. Él le había dicho en muchas ocasiones que no veía con malos ojos que en los países del este de Europa hubiera Gobiernos que simpatizaran con la URSS, pero nunca pensó que lo que esto significaba para Stalin era que el Ejército Rojo impondría a hierro y fuego Gobiernos pro-soviéticos que sólo podrían mantenerse reprimiendo brutalmente toda clase de oposición. ¿Quién cometió el error? ¿Stalin al entender que democrático era todo lo que no fascista o nazi, o Roosevelt al creer que podía haber gobiernos genuinamente democráticos en el este del Viejo Continente que simpatizaran con la URSS? En realidad, lo cometieron los dos.
No es que Stalin no respetara Yalta, o que no lo hicieran Roosevelt o Churchill: es que los tres creían estar firmando una cosa diferente; si bien, para ser justos, habrá que decir que Churchill y Stalin de una forma algo más cínica que Roosevelt. Lo que ocurrió, en definitiva, es que Yalta permitió a los tres salvar la cara.
Churchill había vendido toda Europa del Este, incluyendo Polonia, mucho antes de Yalta. Y era por la independencia de Polonia por lo que Gran Bretaña había entrado en guerra. Ahora se sabría que el primer ministro no se opuso a que Polonia perdiera esa misma independencia, esta vez a manos de la URSS. Encima, también se vería que no cedió tanto por torpeza o impotencia, sino que lo hizo a cambio de conservar su preponderancia en Grecia y en el resto del Mediterráneo, el canal por el que Gran Bretaña se comunicaba con su Imperio. Y también a cambio de que fuera la URSS la que hiciera todo el gasto, en lo que a vidas se refiere, de derrotar a Alemania. Seguramente fue una decisión inteligente, pero a finales de febrero de 1945, cuando compareció en los Comunes, el viejo león tuvo que esconder sus culpas tras una fachada de terribles diatribas contra al URSS y huecas palabras en favor de una abandonada Polonia que, como él sabía bien, servirían de muy poco.
Churchill no era el único que tenía que ocultar pecados cometidos durante la guerra. Stalin también tenía los suyos. El dictador soviético había jugado siempre a que las potencias capitalistas se destrozaran entre ellas antes de que la URSS fuera arrastrada a una guerra. Y, efectivamente, en 1939 Alemania, Gran Bretaña y Francia estaban en guerra. Sin embargo, Alemania pudo derrotar a Francia sin despeinarse, y Gran Bretaña salvó a su ejército en Dunkerque mientras su fuerza aérea impedía la invasión. En 1941, cuando Alemania invadió Rusia, la Wermacht estaba más fuerte que nunca, y quedó demostrado ante todo el establishment soviético que el pacto que Stalin había cerrado con los nazis en agosto de 1939 había sido un terrible error. Antes de que la guerra entre las potencias capitalistas pudiera debilitarlas decisivamente, Rusia se veía invadida por el más terrible de los enemigos. Hubo entonces que resucitar el viejo proyecto de Litvinov de los años treinta, la constitución de un frente antifascista en el que los comunistas y la burguesía democrática se aliaran para hacer frente a Hitler (esto es lo que Stalin intentó hacer en España, sin éxito, en nuestra guerra civil).
Al principio, debilitado por sus errores y agobiado por el avance alemán hasta las puertas de Moscú, el georgiano pudo estar más o menos dispuesto a ceder en todo lo que británicos y norteamericanos le exigieran en cuanto al mundo de posguerra, a cambio de que abrieran un segundo frente que aliviara la presión sobre el Ejército Rojo. Pero los anglosajones prefirieron no imponer nada a cambio de no tener que abrir ese segundo frente. Los rusos tuvieron que derrotar solos a los alemanes, y para cuando las potencias capitalistas burguesas quisieron comprometerle, en la Conferencia de Teherán, a finales de 1943, ya estaba claro que Alemania sería derrotada sin la ayuda de los aliados, y Stalin no estaba dispuesto a ceder nada de lo que su ejército pudiera conseguir en adelante. Es más, cuando, en junio de 1944, los aliados se decidieron a desembarcar en Normandía y dirigir sus ejércitos hacia el este, pareció más bien que lo hicieron no para derrotar a Alemania como para frenar el avance del Ejército Rojo.
En cualquier caso, la gran victoria de la URSS sobre la Alemania nazi, en la medida en que fue lograda sin ayuda visible del resto del mundo, consolidó el poder de Stalin en su país y oscureció todos sus errores de antes de la guerra.
Roosevelt es el personaje más difícil de entender de los tres. Por un lado era un wilsoniano convencido, pero, por otro, sabía que era imposible gobernar el mundo sólo con principios. Con todo, su problema consistía en que su pueblo, y muy especialmente la parte de él que le respaldaba y que lo volvió a elegir presidente en 1944, era wilsoniano sin matices. Su gente nunca comprendería pactos basados en esferas de influencia ni desplazamientos de fronteras que no estuvieran fundados en razones étnicas. Sin embargo, consintió que parte de Alemania se convirtiera arbitrariamente en Polonia por la mera necesidad de compensar que parte de Polonia se convirtiera en Rusia, del mismo modo que aceptó que Rusia se comprometiera a declarar la guerra al Japón a cambio de las Kuriles y Sajalín, entrega que su pueblo, de conocer el pacto, hubiera totalmente desaprobado.
Sin embargo, aparentemente Roosevelt creía sinceramente que la URSS, por ser un régimen de izquierdas, pensado para lograr el bienestar del pueblo, podía evolucionar a formas más democráticas, mientras que el nazismo y el fascismo eran regímenes antidemocráticos en esencia, cuya agresividad estaba enraizada en su propia naturaleza. Allí donde Churchill no se hacía ilusiones con el comunismo, Roosevelt se hacía alguna. También parece que fue sincera su decepción con Stalin, al ver lo que ocurría al final de la guerra en los países por él ocupados. Pero esa sinceridad no oculta que Roosevelt fue excesivamente ingenuo con el dictador. Su mayor error no fue el no contar con él para la Italia de posguerra, ni ceder en las cuestiones de Polonia, ni restarle importancia a las terribles crueldades del bolchevismo. Sino su empeño en no emprender ninguna negociación acerca del mundo de posguerra con Stalin cuando éste era más débil, al principio de la invasión nazi, y empeñarse en aplazar al final del conflicto la negociación de cómo sería el mundo de posguerra.
Durante todo 1942 y en la primera mitad de 1943, hubiera podido arrancar de Stalin cualquier compromiso a cambio de desembarcar en Normandía, a más tardar, en junio de 1943. Es verdad que quienes se opusieron al desembarco fueron Churchill y los militares norteamericanos, pero Roosevelt tenía el poder para imponerse, si hubiera querido. Y hubiera tenido mucho sentido hacerlo si a la vez hubiera exigido a la URSS detenerse al alcanzar la frontera rusa y dejar a los anglosajones liberar la Europa del Este a base de invadir Alemania y derrocar el régimen nazi. Aunque eso, naturalmente, hubiera implicado un enorme coste en vidas humanas. Una vez que eso no se hizo y que en Normandía no se desembarcó hasta 1944, no quedaba otra que esperar que fuera el Ejército Rojo quien invadiera Europa del Este, la controlara y ocupara; que era, por otra parte, exactamente lo mismo que ese mismo ejército había hecho (o intentado hacer, en lo que se refiere a Finlandia) en 1939 y 1940, con el beneplácito, en aquella ocasión, de Hitler. Ahora tendría el de Churchill y Roosevelt, por no tener éstos con qué impedirlo.
Conclusión
Así que Yalta no fue el principio de nada. Fue el final de la comedia que los Tres Grandes habían interpretado durante la guerra, fingiéndose aliados para derrotar a Alemania y ordenar el mundo de posguerra. Desde 1941, habían estado aparentando que Gran Bretaña, Rusia y Estados Unidos combatían conjuntamente, de mutuo acuerdo, para derrotar a Alemania. En realidad, la Segunda Guerra Mundial en Europa fue una guerra entre Rusia y Alemania por el dominio del este del continente. Los anglosajones ayudaron a la URSS con medios materiales, se ocuparon de derrotar a la débil Italia fascista y molestaron a Alemania en el norte de África, pero quien derrotó a Hitler fue Stalin, y, naturalmente, su proeza exigía la entrega de un botín. Ese botín fueron los países del Este. ¿Cómo podían ingleses y norteamericanos negárselo, si la URSS, sólo en Stalingrado, había perdido más hombres que Gran Bretaña y Estados Unidos juntos durante toda la guerra?
Yalta fue el último acto de la comedia. Hitler, el enemigo común que les había obligado a aparentar ser aliados, había sido derrotado. Los Tres Grandes simularon por última vez estar dispuestos a colaborar en el orden futuro. Pero lo que el futuro deparaba no era un orden, era otra guerra, la que libraría el comunismo contra sus viejas aliadas, las democracias burguesas. Un nuevo invento, la fisión nuclear, obligaría a librar esa guerra de un modo muy diferente a como se había combatido la última. Habría que elegir entre la destrucción total y la guerra fría. Gracias a Dios, eligieron esto último.
Hasta aquí los orígenes de esa guerra. En los capítulos siguientes, veremos cómo se desarrolló.
LOS ORÍGENES DE LA GUERRA FRÍA (1917-1941) - DE BARBARROJA A YALTA.
Sin embargo, si cambiamos la perspectiva y contemplamos Yalta no como el principio sino como el fin de algo, quizá sea más fácil entender lo ocurrido. Y lo que ocurrió fue que, primero Churchill y luego Roosevelt, unas pocas semanas después de que la conferencia tuviera lugar, se quejaron con vehemencia de que Stalin no respetaba lo que se había pactado en Crimea. Si los dos mandatarios anglosajones tenían razón, ¿cómo es posible entender que Yalta estableció un orden? ¿Un orden que estaba siendo subvertido a las pocas semanas de haber sido establecido? Y si Stalin estaba siendo escrupuloso con lo pactado, ¿no sería porque lo que allí se acordó fue la entrega de toda la Europa del Este a los soviéticos? Lo primero que hay que ver, pues, es qué se trató en Yalta.
Lo pactado
Respecto del futuro de Alemania, se decidió dividirla en cuatro zonas de ocupación. Produjo algún debate la posibilidad de que Francia tuviera su propia zona. Stalin dejó de oponerse a ello cuando se le aseguró que la zona francesa saldría de los territorios entregados a británicos y norteamericanos.
Polonia sería gobernada por el pro-soviético Gobierno de Lublin, en el que habría una reducida participación del Gobierno en el exilio de Londres. Sus fronteras serían las impuestas por la URSS; en el este, la Línea Curzon, con lo que la URSS se apoderaría definitivamente de la zona invadida en 1939 de acuerdo con Hitler. La república sería compensada con la franja de territorio alemán que iba de la vieja frontera germano-polaca a la línea Oder-Niesse. Stalin asumió el compromiso de que, cuando fuera posible, habría elecciones libres en Polonia.
Stalin consintió que la URSS participara en las Naciones Unidas una vez se le concedió el derecho de veto en el Consejo de Seguridad. Igualmente se comprometió a declarar la guerra al Japón tres meses después de que Alemania fuera derrotada. En compensación, recibiría las Kuriles y Sajalín.
Finalmente, la cumbre incluyó una declaración en favor de la Europa liberada que conllevaba el compromiso de que se celebrarían elecciones libres en todos los países invadidos por los nazis, que ahora serían libres.
A las pocas semanas de haberse firmado estos acuerdos en Yalta, el Gobierno pro-soviético de Varsovia comenzó a deportar hacia Rusia a elementos anticomunistas polacos. Para finales de marzo se hizo evidente que no habría elecciones. Además, en Rumania y Bulgaria el Ejército Rojo impuso gobiernos pro-comunistas. Este proceder fue considerado por Churchill y Roosevelt un fraude a Yalta. Sin embargo, Stalin no lo creía así. Y tenía alguna razón para creerlo.
Los antecedentes
Stalin había pactado con Churchill el reparto de Europa en esferas de influencia en octubre de 1944, durante la visita del primer ministro a Moscú, en lo que se conoce como "el pacto de los porcentajes". Se llamó así porque se determinó en porcentajes la influencia de la URSS y Gran Bretaña en los diferentes países de Europa Oriental. En todos ellos, a Rusia se le reconoció porcentajes de influencia del 90 o del 80 por ciento, salvo en Grecia, donde sólo tendría el 10. En aquella ocasión, Churchill pensó que había salvado Grecia del bolchevismo, pero a cambio de la entrega del resto. Es verdad que no pudo llegarse a ningún acuerdo acerca de Polonia, pero no fue porque Churchill no quisiera, sino porque los polacos del Gobierno en el exilio se negaron a aceptar la oferta de Stalin, que contaba con el beneplácito del inglés. Con razón o sin ella, Stalin entendió que, por ese pacto, Churchill le daba mano libre en Europa del Este a cambio de abstenerse de intervenir en Grecia. El zar rojo hizo honor a su compromiso. Abandonó a sus camaradas helenos, y estaba convencido de que, en recíproca correspondencia, lo que le incumbía hacer a Churchill era olvidarse de sus polacos.
Por otra parte, cuando en Italia, una vez derrocado Mussolini, norteamericanos e ingleses pactaron con el Gobierno del mariscal Badoglio, tanto Churchill como Roosevelt negaron toda participación a Stalin en los asuntos de la península por la obvia cuestión de hecho de que los soviéticos no habían intervenido en su liberación y carecían de tropas sobre el terreno. Stalin comprendió el punto de vista de sus aliados y nunca volvió a exigir nada en Italia. Ahora, de igual modo y en justa reciprocidad, le pareció natural que allí donde el Ejército Rojo fuera la única fuerza aliada ocupante las potencias occidentales no ejercieran influencia alguna.
Lo que cada cual creyó pactar
Roosevelt creía que los compromisos asumidos en Yalta por Stalin, tanto el de participar en la fundación de la ONU como la declaración de la Europa liberada, le obligaban a olvidar el pensar en términos de esferas de influencia. Lo acordado para todos los países liberados, ya fuera Italia o Polonia, Rumania o Francia, era permitir la instauración de gobiernos democráticos, elegidos por sufragio universal, secreto y directo, fuera quien fuera el ejército que los hubiera liberado.
Stalin veía las cosas de forma muy diferente. Consideraba la ONU como la inevitable concesión que había que hacer al wilsonianismo de Roosevelt, y en esto no se alejaba mucho de Churchill, que confiaba en esta clase de organizaciones tan poco como el georgiano. Por otra parte, ambos mandatarios, tanto el ruso como el británico, vieron que la idea de Roosevelt, apestando a un idealismo que a ambos repugnaba, era algo más realista y, por tanto, podía ser algo más eficaz que la Liga de las Naciones ideada por Woodrow Wilson al terminar la Primera Guerra Mundial.
En cuanto a la declaración de la Europa liberada, es posible que Stalin firmara la declaración por creer, ingenuamente, que la simpatía de la que gozaban los movimientos comunistas en los países recién liberados permitiría a sus correligionarios hacerse fácilmente con el poder en los países ocupados por el Ejército Rojo a base de colaborar con todas las fuerzas de la izquierda antifascista. Precisamente, la de colaborar era la orden que habían recibido desde Moscú los comunistas de la Europa Oriental. También es posible que no viera en esa declaración mayor peligro porque en la retórica de la guerra todas las fuerzas antifascistas que combatían a Alemania, incluidos los comunistas, eran en sentido muy amplio consideradas democráticas. Y desde luego no debe descartarse que actuara con frío cinismo y fuera perfectamente consciente de que la firma de esa declaración le comprometía a permitir que se celebraran elecciones libres en los países por él liberados (u ocupados, según se mire) y en realidad no tuviera desde el principio intención alguna de permitir elección alguna.
Es difícil saberlo. En cualquier caso, de lo que sí estaba convencido es de que había un compromiso, explícito en el caso de Churchill, e implícito en el de Roosevelt –a consecuencia de lo impuesto por éste en Italia–, de no meterse en lo que cada cual hiciera en las zonas donde estuvieran sus respectivos ejércitos. Él estaba decidido a respetar lo pactado en países tan importantes como Italia o Francia, donde había numerosos comunistas que controlaban las fuerzas de la Resistencia y eran extraordinariamente influyentes. Moscú no se opondría a que norteamericanos y británicos cerraran el acceso al gobierno de los comunistas italianos y franceses si es que se decidían a hacerlo. A cambio, exigía reciprocidad en los territorios por él controlados.
Churchill, por su parte, nunca creyó que el pacto de los porcentajes implicara un acuerdo tan crudo. De hecho, interpretaba que los pequeños porcentajes de influencia que para Gran Bretaña reservó en Rumania, Bulgaria, Hungría y Yugoslavia le autorizaban al menos a exigir la celebración de elecciones libres en ellos.
El desencuentro
Roosevelt, que siempre había creído ver en Stalin un idealista, se sintió completamente defraudado por él poco antes de morir, lo que ocurrió el 12 de abril de 1945. Durante toda la guerra creyó que el georgiano era alguien con quien se podía hacer negocios, según la terminología norteamericana de la época. Él le había dicho en muchas ocasiones que no veía con malos ojos que en los países del este de Europa hubiera Gobiernos que simpatizaran con la URSS, pero nunca pensó que lo que esto significaba para Stalin era que el Ejército Rojo impondría a hierro y fuego Gobiernos pro-soviéticos que sólo podrían mantenerse reprimiendo brutalmente toda clase de oposición. ¿Quién cometió el error? ¿Stalin al entender que democrático era todo lo que no fascista o nazi, o Roosevelt al creer que podía haber gobiernos genuinamente democráticos en el este del Viejo Continente que simpatizaran con la URSS? En realidad, lo cometieron los dos.
No es que Stalin no respetara Yalta, o que no lo hicieran Roosevelt o Churchill: es que los tres creían estar firmando una cosa diferente; si bien, para ser justos, habrá que decir que Churchill y Stalin de una forma algo más cínica que Roosevelt. Lo que ocurrió, en definitiva, es que Yalta permitió a los tres salvar la cara.
Churchill había vendido toda Europa del Este, incluyendo Polonia, mucho antes de Yalta. Y era por la independencia de Polonia por lo que Gran Bretaña había entrado en guerra. Ahora se sabría que el primer ministro no se opuso a que Polonia perdiera esa misma independencia, esta vez a manos de la URSS. Encima, también se vería que no cedió tanto por torpeza o impotencia, sino que lo hizo a cambio de conservar su preponderancia en Grecia y en el resto del Mediterráneo, el canal por el que Gran Bretaña se comunicaba con su Imperio. Y también a cambio de que fuera la URSS la que hiciera todo el gasto, en lo que a vidas se refiere, de derrotar a Alemania. Seguramente fue una decisión inteligente, pero a finales de febrero de 1945, cuando compareció en los Comunes, el viejo león tuvo que esconder sus culpas tras una fachada de terribles diatribas contra al URSS y huecas palabras en favor de una abandonada Polonia que, como él sabía bien, servirían de muy poco.
Churchill no era el único que tenía que ocultar pecados cometidos durante la guerra. Stalin también tenía los suyos. El dictador soviético había jugado siempre a que las potencias capitalistas se destrozaran entre ellas antes de que la URSS fuera arrastrada a una guerra. Y, efectivamente, en 1939 Alemania, Gran Bretaña y Francia estaban en guerra. Sin embargo, Alemania pudo derrotar a Francia sin despeinarse, y Gran Bretaña salvó a su ejército en Dunkerque mientras su fuerza aérea impedía la invasión. En 1941, cuando Alemania invadió Rusia, la Wermacht estaba más fuerte que nunca, y quedó demostrado ante todo el establishment soviético que el pacto que Stalin había cerrado con los nazis en agosto de 1939 había sido un terrible error. Antes de que la guerra entre las potencias capitalistas pudiera debilitarlas decisivamente, Rusia se veía invadida por el más terrible de los enemigos. Hubo entonces que resucitar el viejo proyecto de Litvinov de los años treinta, la constitución de un frente antifascista en el que los comunistas y la burguesía democrática se aliaran para hacer frente a Hitler (esto es lo que Stalin intentó hacer en España, sin éxito, en nuestra guerra civil).
Al principio, debilitado por sus errores y agobiado por el avance alemán hasta las puertas de Moscú, el georgiano pudo estar más o menos dispuesto a ceder en todo lo que británicos y norteamericanos le exigieran en cuanto al mundo de posguerra, a cambio de que abrieran un segundo frente que aliviara la presión sobre el Ejército Rojo. Pero los anglosajones prefirieron no imponer nada a cambio de no tener que abrir ese segundo frente. Los rusos tuvieron que derrotar solos a los alemanes, y para cuando las potencias capitalistas burguesas quisieron comprometerle, en la Conferencia de Teherán, a finales de 1943, ya estaba claro que Alemania sería derrotada sin la ayuda de los aliados, y Stalin no estaba dispuesto a ceder nada de lo que su ejército pudiera conseguir en adelante. Es más, cuando, en junio de 1944, los aliados se decidieron a desembarcar en Normandía y dirigir sus ejércitos hacia el este, pareció más bien que lo hicieron no para derrotar a Alemania como para frenar el avance del Ejército Rojo.
En cualquier caso, la gran victoria de la URSS sobre la Alemania nazi, en la medida en que fue lograda sin ayuda visible del resto del mundo, consolidó el poder de Stalin en su país y oscureció todos sus errores de antes de la guerra.
Roosevelt es el personaje más difícil de entender de los tres. Por un lado era un wilsoniano convencido, pero, por otro, sabía que era imposible gobernar el mundo sólo con principios. Con todo, su problema consistía en que su pueblo, y muy especialmente la parte de él que le respaldaba y que lo volvió a elegir presidente en 1944, era wilsoniano sin matices. Su gente nunca comprendería pactos basados en esferas de influencia ni desplazamientos de fronteras que no estuvieran fundados en razones étnicas. Sin embargo, consintió que parte de Alemania se convirtiera arbitrariamente en Polonia por la mera necesidad de compensar que parte de Polonia se convirtiera en Rusia, del mismo modo que aceptó que Rusia se comprometiera a declarar la guerra al Japón a cambio de las Kuriles y Sajalín, entrega que su pueblo, de conocer el pacto, hubiera totalmente desaprobado.
Sin embargo, aparentemente Roosevelt creía sinceramente que la URSS, por ser un régimen de izquierdas, pensado para lograr el bienestar del pueblo, podía evolucionar a formas más democráticas, mientras que el nazismo y el fascismo eran regímenes antidemocráticos en esencia, cuya agresividad estaba enraizada en su propia naturaleza. Allí donde Churchill no se hacía ilusiones con el comunismo, Roosevelt se hacía alguna. También parece que fue sincera su decepción con Stalin, al ver lo que ocurría al final de la guerra en los países por él ocupados. Pero esa sinceridad no oculta que Roosevelt fue excesivamente ingenuo con el dictador. Su mayor error no fue el no contar con él para la Italia de posguerra, ni ceder en las cuestiones de Polonia, ni restarle importancia a las terribles crueldades del bolchevismo. Sino su empeño en no emprender ninguna negociación acerca del mundo de posguerra con Stalin cuando éste era más débil, al principio de la invasión nazi, y empeñarse en aplazar al final del conflicto la negociación de cómo sería el mundo de posguerra.
Durante todo 1942 y en la primera mitad de 1943, hubiera podido arrancar de Stalin cualquier compromiso a cambio de desembarcar en Normandía, a más tardar, en junio de 1943. Es verdad que quienes se opusieron al desembarco fueron Churchill y los militares norteamericanos, pero Roosevelt tenía el poder para imponerse, si hubiera querido. Y hubiera tenido mucho sentido hacerlo si a la vez hubiera exigido a la URSS detenerse al alcanzar la frontera rusa y dejar a los anglosajones liberar la Europa del Este a base de invadir Alemania y derrocar el régimen nazi. Aunque eso, naturalmente, hubiera implicado un enorme coste en vidas humanas. Una vez que eso no se hizo y que en Normandía no se desembarcó hasta 1944, no quedaba otra que esperar que fuera el Ejército Rojo quien invadiera Europa del Este, la controlara y ocupara; que era, por otra parte, exactamente lo mismo que ese mismo ejército había hecho (o intentado hacer, en lo que se refiere a Finlandia) en 1939 y 1940, con el beneplácito, en aquella ocasión, de Hitler. Ahora tendría el de Churchill y Roosevelt, por no tener éstos con qué impedirlo.
Conclusión
Así que Yalta no fue el principio de nada. Fue el final de la comedia que los Tres Grandes habían interpretado durante la guerra, fingiéndose aliados para derrotar a Alemania y ordenar el mundo de posguerra. Desde 1941, habían estado aparentando que Gran Bretaña, Rusia y Estados Unidos combatían conjuntamente, de mutuo acuerdo, para derrotar a Alemania. En realidad, la Segunda Guerra Mundial en Europa fue una guerra entre Rusia y Alemania por el dominio del este del continente. Los anglosajones ayudaron a la URSS con medios materiales, se ocuparon de derrotar a la débil Italia fascista y molestaron a Alemania en el norte de África, pero quien derrotó a Hitler fue Stalin, y, naturalmente, su proeza exigía la entrega de un botín. Ese botín fueron los países del Este. ¿Cómo podían ingleses y norteamericanos negárselo, si la URSS, sólo en Stalingrado, había perdido más hombres que Gran Bretaña y Estados Unidos juntos durante toda la guerra?
Yalta fue el último acto de la comedia. Hitler, el enemigo común que les había obligado a aparentar ser aliados, había sido derrotado. Los Tres Grandes simularon por última vez estar dispuestos a colaborar en el orden futuro. Pero lo que el futuro deparaba no era un orden, era otra guerra, la que libraría el comunismo contra sus viejas aliadas, las democracias burguesas. Un nuevo invento, la fisión nuclear, obligaría a librar esa guerra de un modo muy diferente a como se había combatido la última. Habría que elegir entre la destrucción total y la guerra fría. Gracias a Dios, eligieron esto último.
Hasta aquí los orígenes de esa guerra. En los capítulos siguientes, veremos cómo se desarrolló.
LOS ORÍGENES DE LA GUERRA FRÍA (1917-1941) - DE BARBARROJA A YALTA.