En Berlín, ya fuera porque levantó sospechas o porque no había remite y se pensó que quizá en el interior vinieran los datos del remitente, se decidió abrirla. El sobre contenía 6.000 coronas austriacas en billetes de banco y una dirección en Ginebra. La suma era exorbitante, equivalente a unos 30.000 euros actuales. La oficina de correos se apresuró a informar al servicio de inteligencia.
Al frente de la Abteilung IIIb alemana se encontraba Walter Nicolai, cuya principal misión era evitar que los probables enemigos de Alemania durante la próxima guerra, Rusia y Francia, conocieran el plan de su ejército, el famoso plan Schlieffen, que buscaba evitar que Alemania tuviera que combatir en dos frentes.
La solución propuesta por Schlieffen se basaba en la lentitud de la movilización rusa y en la rapidez de la movilización alemana. El plan consistía en atacar primero a Francia con todo el ejército mientras los rusos se movilizaban para, una vez derrotada aquélla, y antes de que el ejército zarista hubiera completado su movilización, volver hacia el este con todos los efectivos a enfrentarse a los rusos. Era esencial que el enemigo ignorara el plan. De conocerlo, los franceses pensarían que la mejor manera de derrotar a los alemanes sería defenderse en vez de atacar y resistir el tiempo necesario para que los rusos movilizaran y pudieran atacar en el este, y los rusos sabrían que, sin necesidad de completar su movilización, podrían atacar la desguarnecida Prusia Oriental en cuanto hubieran reunido allí las primeras tropas.
Los hombres de Nicolai enseguida descubrieron que la dirección de Ginebra que contenía el sobre dirigido a Nikon Nizetas era de un oficial francés retirado, del que se sabía con seguridad que era un espía. Enseguida dedujeron que Nikon Nizetas era el alias de un agente ruso en Viena. No debía de ser un cualquiera, pues 6.000 coronas era una cifra astronómica. Probablemente, pensaron, era un agente doble al que había que pagar muy generosamente su traición a cambio de importantes secretos. El Estado Mayor austro-húngaro conocía el plan Schlieffen, del mismo modo que los alemanes conocían los planes de despliegue austriacos en sus tres frentes probables: el ruso, el serbio y el italiano. La posibilidad de que un agente doble austriaco estuviera entregando información militar a los franceses aterrorizó a los alemanes.
Así pues, Nicoalai Walter se apresuró a contactar con su homólogo del Evidenzbureau en Viena, el coronel August Urbanski von Ostrymiecz, que a su vez pasó el asunto a su lugarteniente Maximilian Ronge, jefe de contrainteligencia. Ronge se alarmó al recibir la noticia desde Berlín y consideró que el asunto era de la máxima importancia. Hacía tiempo que el contraespionaje austro-húngaro sospechaba de la existencia en el seno de su Estado Mayor de un topo. Toda la red de espías austríacos en Rusia había caído de forma inmisericorde, lo que se creía no podía haber ocurrido más que en el caso de que a los rusos les hubiera facilitado sus nombres y direcciones alguien con acceso a toda la información, alguien que necesariamente tenía que estar muy alto.
No sólo, sino que, en febrero de 1909, el agregado militar austro-húngaro en San Petersburgo, Lelio Spannocchi, supo por el coronel Guy Wyndham, agregado militar británico en la misma ciudad, que el Estado Mayor austríaco había sido penetrado y que los rusos tenían a su servicio un alto oficial que les informaba de todo cuanto querían. Spannocchi viajó a Viena e informó al que por entonces estaba al frente del Evidenzbureau, el antecesor de Urbanski, el coronel Eugen Hordliczka, que le restó importancia al asunto y rechazó indignado la idea de que la policía investigara a todos los miembros del Estado Mayor. No obstante, el diplomático insistió en que algo había que hacer, y Hordliczka le remitió al jefe de contrainteligencia, el teniente coronel Alfred Redl. Éste, un oficial muy capaz que había revolucionado el espionaje austro-húngaro aplicando las nuevas tecnologías a las labores de contrainteligencia, tranquilizó a Spannocchi diciéndole que se haría todo lo necesario para descubrir al topo. Sin embargo, en abril de 1913, cuando Max Ronge supo de las cartas henchidas de dinero a nombre de Nikon Nizetas, la investigación no había logrado avance alguno.
Ronge, que había sucedido a Redl al frente de la contrainteligencia en el Evidenzbureau cuando éste había ascendido a coronel y luego nombrado jefe del Estado Mayor del VIII Ejército con base en Praga, era un ferviente admirador de los modernos métodos de su antecesor. Estaba convencido de que detrás de Nikon Nizetas se escondía el topo que llevaban años buscando. Para su descubrimiento, falsificaron dos cartas procedentes de la misma ciudad, Eydtkunen, que llenaron de dinero y dejaron en la lista de correos de la estafeta de la Fleischmarkt a nombre de Herr Nikon Nizetas. Debajo del mostrador de la ventanilla de la lista de correos situaron un pulsador que, convenientemente apretado, haría sonar un timbre en la muy cercana comisaría de policía, pero sin que nada se oyera en correos. A los funcionarios se les ordenó pulsar el timbre cuando apareciera alguien reclamando la correspondencia del señor Nizetas. Los agentes de policía allí destinados fueron aleccionados para que, cuando sonara el timbre, corrieran a la oficina de correos y detuvieran a quien la estuviera pidiendo.
Pasaron varias semanas y nadie apareció. Incluso llegó una carta auténtica a nombre de Nizetas, lo que permitió retirar las falsas, que podrían haber levantado sospechas en el agente si, al recogerlas, hubiera notado algo extraño. Finalmente, un día, el timbre sonó en la comisaría. Tres agentes de policía corrieron a la estafeta, pero cuando llegaron se encontraron a una joven y desolada funcionaria detrás de la ventanilla de la lista de correos diciéndoles que el hombre acababa de salir y disculpándose por no haber sido capaz de retenerle el tiempo suficiente. Los policías salieron a la calle, pero sólo les dio tiempo a ver un taxi alejarse. Desesperados, comenzaron a culparse unos a otros de la oportunidad perdida, aterrados como estaban de tener que enfrentarse a la ira de Ronge.
En esas estaban cuando vieron aparecer al fondo de la calle el mismo taxi, o uno muy parecido al que habían visto alejarse. Se abalanzaron sobre el conductor y le preguntaron si acababa de llevar a un cliente desde aquel mismo lugar. Contestó que sí, que los sábados solía establecerse junto a correos porque era fácil encontrar clientela y que por eso, tras dejarle en su destino, había vuelto al mismo lugar. Luego, los policías le preguntaron que dónde había llevado al hombre, y el taxista les contestó que al hotel Klomser, muy cerca de allí. Así que le ordenaron que los condujera al hotel en el mismo taxi. Cuando se montaron, los policías descubrieron en el asiento trasero una pequeña navaja en una guarda de cuero. Concluyeron que la navaja tenía que ser propiedad del señor Nizetas, que la habría sacado para abrir el sobre con el dinero y que, al guardarla, se le habría resbalado del pantalón y quedó olvidada en el taxi.
Cuando llegaron al hotel, los policías interrogaron al recepcionista. Preguntaron acerca de qué clientes tenían alojados y se inquietaron cuando se les dijo que uno de ellos era el coronel Redl, que estaba ahora destinado en Praga, pero que, cuando viajaba a Viena, se alojaba en el Klomser. Después, le entregaron al empleado la navajita y le pidieron que interrogara a todos los clientes acerca de si alguno la había perdido en un taxi que les hubiera llevado al hotel.
Uno de los policías se quedó en el vestíbulo del hotel, sentado en un lugar desde el que podía ver la recepción, y los otros esperaron fuera. Todos los clientes que fueron preguntados negaron ser propietarios de la navaja. Finalmente, a última hora de la tarde, un hombre de relativa baja estatura y algo rechoncho, pero muy elegantemente vestido y de porte firme, se dirigió al mostrador a entregar su llave y fue preguntado, como todos los clientes anteriores, si era el propietario de la pequeña navaja. Al coronel se le iluminó la cara al verla y dijo que sí, que era suya. Pero al decirlo se dio cuenta de que el conserje, al saberle el propietario, había hecho un levísimo gesto a alguien que debía de estar a su espalda. Entonces, el coronel se supo perdido.
El policía del vestíbulo reconoció enseguida a Redl y no se atrevió a detenerlo. Hizo una seña a los policías que estaban fuera para que lo siguieran. Redl salió y se dirigió a pie al restaurante Riedhof, donde estaba citado con su amigo, el doctor Pollak. Los policías informaron a sus superiores por teléfono desde el restaurante. Ronge fue avisado de que el hombre escondido tras el alias de Nikon Nizetas había sido identificado como el coronel Redl, que en ese momento cenaba con el doctor Viktor Pollak en el Riedhof. Ronge tampoco se atrevió a dar la orden de que detuvieran a Redl, de forma que llamó por teléfono a su jefe en busca de instrucciones. El coronel Urbanski tampoco se atrevió a tomar una decisión. Sabía que el jefe del Estado Mayor, el general Conrad von Hotzendorf, cenaba en el Gran Hotel. Ambos, Urbanski y Ronge, se citaron en la puerta del establecimiento. Una vez se encontraron, se dirigieron al restaurante, localizaron la mesa del general y le contaron las nuevas. Conrad, un general impulsivo y no demasiado inteligente, empapado del sentido del honor que debía siempre presidir la conducta de un militar austro-húngaro, decidió que la solución correcta al asunto era que Redl se suicidara esa misma noche. Para lo cual habría que mantenerlo encerrado en la habitación de su hotel y facilitarle una pistola con la que poder cumplir con su deber.
Ronge se dirigió al Klomser, al que el coronel había vuelto tras su cena con Pollak. La policía le informó de que el coronel no había vuelto a salir de su cuarto. Maximilian subió a la habitación de Redl, le dijo que todo había sido descubierto. Con aire de desprecio le entregó una Browning y le espetó que él sabía muy lo que se esperaba que hiciera con ella.
Redl quedó encerrado en su cuarto durante horas, escribiendo y rompiendo notas con las que despedirse de sus seres queridos. Ya de madrugada sonó el disparo con el que el coronel se quitó la vida. Otras fuentes cuentan que Ronge, desesperado porque Redl no acababa de atender su deber, subió al cuarto y cumplió por él su obligación.
Al día siguiente, domingo, agentes del Evidenzbureau y la policía se dirigieron al apartamento de Redl en Praga para registrarlo. En él encontraron un costosísimo equipo de fotografía y un escritorio en cuyo secreto había, además de dinero y negativos de documentos militares, gran cantidad de fotos de hombres jóvenes desnudos o vestidos con ropas de mujer, así como cartas de varios amantes masculinos. Pareció obvio que el coronel Redl era homosexual.
El ejército trató de esconder el escándalo, pero resultó que un brioso reportero de investigación de la época, Egon Erwin Kisch, publicó la noticia completa, con todos sus detalles, en un periódico berlinés, con la idea de burlar la censura austro-húngara. Al parecer, quien le informó fue el cerrajero que abrió el apartamento de Redl en Praga para los agentes, y que tenía que haber jugado un partido de fútbol con Kisch aquel domingo. La historia es casi con toda seguridad falsa. Sobre el estrambótico personaje de Kisch, que posteriormente fue agente soviético, recae la sospecha de que ya por entonces era un agente ruso, lo que explicaría cómo se hizo con la información del escándalo Redl, que el régimen zarista tenía interés en que se hiciera pública para desacreditar al ejército austro-húngaro.
Por otra parte, Redl ha sido presentado como una víctima de la persecución de la homosexualidad. Se supone que fue su inclinación sexual la que, descubierta por los rusos, le hizo ser objeto de chantaje viéndose obligado a convertirse en agente doble. Sin embargo, la homosexualidad en el ejército austro-húngaro no era infrecuente, y estaba tolerada siempre que no se diera escándalo. Por otro lado, las fabulosas sumas de dinero que Redl recibió, y que le permitieron llevar una vida de auténtico millonario, sugieren que más bien fue la codicia y no el chantaje lo que llevó a Redl a traicionar a su patria. Además, se sabe que espió también para los italianos, de quienes recibió igualmente muchísimo dinero, y quizá hasta para los franceses.
Cuando Francisco Fernando, heredero al trono, se enteró del modo en que había resuelto el asunto Conrad von Hotzendorf, se enfureció extraordinariamente. Hotzendorf había cometido la torpeza de incitar a Redl al suicidio antes de averiguar qué información había suministrado y a quién lo había hecho. Por eso, quizá, porque no sabemos qué información pudo pasar Redl a la inteligencia zarista, cuyos archivos fueron en su mayor parte destruidos durante la Revolución de Octubre, los historiadores han tendido a minusvalorar la importancia de Redl en el fracaso militar del ejército austro-húngaro durante la Primera Guerra Mundial.
Sin embargo, hay que considerar los siguientes hechos: el incapaz Conrad von Hotzendorf no introdujo cambio alguno en los planes de despliegue de su ejército a pesar de saber, tras el escándalo Redl, que tenían que ser perfectamente conocidos por sus enemigos; Austria-Hungría sufrió en las primeras semanas de la guerra 400.000 bajas; y, sobre todo, lo más relevante, el muy inferior ejército serbio tuvo la sorprendente capacidad de resistir el ataque del de Austria-Hungría, lo que impidió trasladar a Galitzia los efectivos necesarios para poder hacer frente a los rusos con alguna probabilidad de éxito. Si los rusos conocían los planes austro-húngaros en caso de guerra con Serbia, es seguro que los serbios también los conocían.
Hay por último un elemento poco estudiado. Para los rusos, una vez perdido su mejor agente en Viena, el interés tenía que ser que, si tenía que estallar una guerra, lo hiciera cuanto antes para poder aprovechar la mucha información que tenían de los planes austriacos y alemanes antes de que pudieran cambiarlos. Esta consideración pudo haber influido en la diplomacia rusa cuando decidió animar a la inteligencia serbia a preparar y cometer el asesinato de Francisco Fernando durante su visita a Sarajevo, el 28 de junio de 1914, un año después de la muerte de Redl. Pero eso es otra historia.
Al frente de la Abteilung IIIb alemana se encontraba Walter Nicolai, cuya principal misión era evitar que los probables enemigos de Alemania durante la próxima guerra, Rusia y Francia, conocieran el plan de su ejército, el famoso plan Schlieffen, que buscaba evitar que Alemania tuviera que combatir en dos frentes.
La solución propuesta por Schlieffen se basaba en la lentitud de la movilización rusa y en la rapidez de la movilización alemana. El plan consistía en atacar primero a Francia con todo el ejército mientras los rusos se movilizaban para, una vez derrotada aquélla, y antes de que el ejército zarista hubiera completado su movilización, volver hacia el este con todos los efectivos a enfrentarse a los rusos. Era esencial que el enemigo ignorara el plan. De conocerlo, los franceses pensarían que la mejor manera de derrotar a los alemanes sería defenderse en vez de atacar y resistir el tiempo necesario para que los rusos movilizaran y pudieran atacar en el este, y los rusos sabrían que, sin necesidad de completar su movilización, podrían atacar la desguarnecida Prusia Oriental en cuanto hubieran reunido allí las primeras tropas.
Los hombres de Nicolai enseguida descubrieron que la dirección de Ginebra que contenía el sobre dirigido a Nikon Nizetas era de un oficial francés retirado, del que se sabía con seguridad que era un espía. Enseguida dedujeron que Nikon Nizetas era el alias de un agente ruso en Viena. No debía de ser un cualquiera, pues 6.000 coronas era una cifra astronómica. Probablemente, pensaron, era un agente doble al que había que pagar muy generosamente su traición a cambio de importantes secretos. El Estado Mayor austro-húngaro conocía el plan Schlieffen, del mismo modo que los alemanes conocían los planes de despliegue austriacos en sus tres frentes probables: el ruso, el serbio y el italiano. La posibilidad de que un agente doble austriaco estuviera entregando información militar a los franceses aterrorizó a los alemanes.
Así pues, Nicoalai Walter se apresuró a contactar con su homólogo del Evidenzbureau en Viena, el coronel August Urbanski von Ostrymiecz, que a su vez pasó el asunto a su lugarteniente Maximilian Ronge, jefe de contrainteligencia. Ronge se alarmó al recibir la noticia desde Berlín y consideró que el asunto era de la máxima importancia. Hacía tiempo que el contraespionaje austro-húngaro sospechaba de la existencia en el seno de su Estado Mayor de un topo. Toda la red de espías austríacos en Rusia había caído de forma inmisericorde, lo que se creía no podía haber ocurrido más que en el caso de que a los rusos les hubiera facilitado sus nombres y direcciones alguien con acceso a toda la información, alguien que necesariamente tenía que estar muy alto.
No sólo, sino que, en febrero de 1909, el agregado militar austro-húngaro en San Petersburgo, Lelio Spannocchi, supo por el coronel Guy Wyndham, agregado militar británico en la misma ciudad, que el Estado Mayor austríaco había sido penetrado y que los rusos tenían a su servicio un alto oficial que les informaba de todo cuanto querían. Spannocchi viajó a Viena e informó al que por entonces estaba al frente del Evidenzbureau, el antecesor de Urbanski, el coronel Eugen Hordliczka, que le restó importancia al asunto y rechazó indignado la idea de que la policía investigara a todos los miembros del Estado Mayor. No obstante, el diplomático insistió en que algo había que hacer, y Hordliczka le remitió al jefe de contrainteligencia, el teniente coronel Alfred Redl. Éste, un oficial muy capaz que había revolucionado el espionaje austro-húngaro aplicando las nuevas tecnologías a las labores de contrainteligencia, tranquilizó a Spannocchi diciéndole que se haría todo lo necesario para descubrir al topo. Sin embargo, en abril de 1913, cuando Max Ronge supo de las cartas henchidas de dinero a nombre de Nikon Nizetas, la investigación no había logrado avance alguno.
Ronge, que había sucedido a Redl al frente de la contrainteligencia en el Evidenzbureau cuando éste había ascendido a coronel y luego nombrado jefe del Estado Mayor del VIII Ejército con base en Praga, era un ferviente admirador de los modernos métodos de su antecesor. Estaba convencido de que detrás de Nikon Nizetas se escondía el topo que llevaban años buscando. Para su descubrimiento, falsificaron dos cartas procedentes de la misma ciudad, Eydtkunen, que llenaron de dinero y dejaron en la lista de correos de la estafeta de la Fleischmarkt a nombre de Herr Nikon Nizetas. Debajo del mostrador de la ventanilla de la lista de correos situaron un pulsador que, convenientemente apretado, haría sonar un timbre en la muy cercana comisaría de policía, pero sin que nada se oyera en correos. A los funcionarios se les ordenó pulsar el timbre cuando apareciera alguien reclamando la correspondencia del señor Nizetas. Los agentes de policía allí destinados fueron aleccionados para que, cuando sonara el timbre, corrieran a la oficina de correos y detuvieran a quien la estuviera pidiendo.
Pasaron varias semanas y nadie apareció. Incluso llegó una carta auténtica a nombre de Nizetas, lo que permitió retirar las falsas, que podrían haber levantado sospechas en el agente si, al recogerlas, hubiera notado algo extraño. Finalmente, un día, el timbre sonó en la comisaría. Tres agentes de policía corrieron a la estafeta, pero cuando llegaron se encontraron a una joven y desolada funcionaria detrás de la ventanilla de la lista de correos diciéndoles que el hombre acababa de salir y disculpándose por no haber sido capaz de retenerle el tiempo suficiente. Los policías salieron a la calle, pero sólo les dio tiempo a ver un taxi alejarse. Desesperados, comenzaron a culparse unos a otros de la oportunidad perdida, aterrados como estaban de tener que enfrentarse a la ira de Ronge.
En esas estaban cuando vieron aparecer al fondo de la calle el mismo taxi, o uno muy parecido al que habían visto alejarse. Se abalanzaron sobre el conductor y le preguntaron si acababa de llevar a un cliente desde aquel mismo lugar. Contestó que sí, que los sábados solía establecerse junto a correos porque era fácil encontrar clientela y que por eso, tras dejarle en su destino, había vuelto al mismo lugar. Luego, los policías le preguntaron que dónde había llevado al hombre, y el taxista les contestó que al hotel Klomser, muy cerca de allí. Así que le ordenaron que los condujera al hotel en el mismo taxi. Cuando se montaron, los policías descubrieron en el asiento trasero una pequeña navaja en una guarda de cuero. Concluyeron que la navaja tenía que ser propiedad del señor Nizetas, que la habría sacado para abrir el sobre con el dinero y que, al guardarla, se le habría resbalado del pantalón y quedó olvidada en el taxi.
Cuando llegaron al hotel, los policías interrogaron al recepcionista. Preguntaron acerca de qué clientes tenían alojados y se inquietaron cuando se les dijo que uno de ellos era el coronel Redl, que estaba ahora destinado en Praga, pero que, cuando viajaba a Viena, se alojaba en el Klomser. Después, le entregaron al empleado la navajita y le pidieron que interrogara a todos los clientes acerca de si alguno la había perdido en un taxi que les hubiera llevado al hotel.
Uno de los policías se quedó en el vestíbulo del hotel, sentado en un lugar desde el que podía ver la recepción, y los otros esperaron fuera. Todos los clientes que fueron preguntados negaron ser propietarios de la navaja. Finalmente, a última hora de la tarde, un hombre de relativa baja estatura y algo rechoncho, pero muy elegantemente vestido y de porte firme, se dirigió al mostrador a entregar su llave y fue preguntado, como todos los clientes anteriores, si era el propietario de la pequeña navaja. Al coronel se le iluminó la cara al verla y dijo que sí, que era suya. Pero al decirlo se dio cuenta de que el conserje, al saberle el propietario, había hecho un levísimo gesto a alguien que debía de estar a su espalda. Entonces, el coronel se supo perdido.
El policía del vestíbulo reconoció enseguida a Redl y no se atrevió a detenerlo. Hizo una seña a los policías que estaban fuera para que lo siguieran. Redl salió y se dirigió a pie al restaurante Riedhof, donde estaba citado con su amigo, el doctor Pollak. Los policías informaron a sus superiores por teléfono desde el restaurante. Ronge fue avisado de que el hombre escondido tras el alias de Nikon Nizetas había sido identificado como el coronel Redl, que en ese momento cenaba con el doctor Viktor Pollak en el Riedhof. Ronge tampoco se atrevió a dar la orden de que detuvieran a Redl, de forma que llamó por teléfono a su jefe en busca de instrucciones. El coronel Urbanski tampoco se atrevió a tomar una decisión. Sabía que el jefe del Estado Mayor, el general Conrad von Hotzendorf, cenaba en el Gran Hotel. Ambos, Urbanski y Ronge, se citaron en la puerta del establecimiento. Una vez se encontraron, se dirigieron al restaurante, localizaron la mesa del general y le contaron las nuevas. Conrad, un general impulsivo y no demasiado inteligente, empapado del sentido del honor que debía siempre presidir la conducta de un militar austro-húngaro, decidió que la solución correcta al asunto era que Redl se suicidara esa misma noche. Para lo cual habría que mantenerlo encerrado en la habitación de su hotel y facilitarle una pistola con la que poder cumplir con su deber.
Ronge se dirigió al Klomser, al que el coronel había vuelto tras su cena con Pollak. La policía le informó de que el coronel no había vuelto a salir de su cuarto. Maximilian subió a la habitación de Redl, le dijo que todo había sido descubierto. Con aire de desprecio le entregó una Browning y le espetó que él sabía muy lo que se esperaba que hiciera con ella.
Redl quedó encerrado en su cuarto durante horas, escribiendo y rompiendo notas con las que despedirse de sus seres queridos. Ya de madrugada sonó el disparo con el que el coronel se quitó la vida. Otras fuentes cuentan que Ronge, desesperado porque Redl no acababa de atender su deber, subió al cuarto y cumplió por él su obligación.
Al día siguiente, domingo, agentes del Evidenzbureau y la policía se dirigieron al apartamento de Redl en Praga para registrarlo. En él encontraron un costosísimo equipo de fotografía y un escritorio en cuyo secreto había, además de dinero y negativos de documentos militares, gran cantidad de fotos de hombres jóvenes desnudos o vestidos con ropas de mujer, así como cartas de varios amantes masculinos. Pareció obvio que el coronel Redl era homosexual.
El ejército trató de esconder el escándalo, pero resultó que un brioso reportero de investigación de la época, Egon Erwin Kisch, publicó la noticia completa, con todos sus detalles, en un periódico berlinés, con la idea de burlar la censura austro-húngara. Al parecer, quien le informó fue el cerrajero que abrió el apartamento de Redl en Praga para los agentes, y que tenía que haber jugado un partido de fútbol con Kisch aquel domingo. La historia es casi con toda seguridad falsa. Sobre el estrambótico personaje de Kisch, que posteriormente fue agente soviético, recae la sospecha de que ya por entonces era un agente ruso, lo que explicaría cómo se hizo con la información del escándalo Redl, que el régimen zarista tenía interés en que se hiciera pública para desacreditar al ejército austro-húngaro.
Por otra parte, Redl ha sido presentado como una víctima de la persecución de la homosexualidad. Se supone que fue su inclinación sexual la que, descubierta por los rusos, le hizo ser objeto de chantaje viéndose obligado a convertirse en agente doble. Sin embargo, la homosexualidad en el ejército austro-húngaro no era infrecuente, y estaba tolerada siempre que no se diera escándalo. Por otro lado, las fabulosas sumas de dinero que Redl recibió, y que le permitieron llevar una vida de auténtico millonario, sugieren que más bien fue la codicia y no el chantaje lo que llevó a Redl a traicionar a su patria. Además, se sabe que espió también para los italianos, de quienes recibió igualmente muchísimo dinero, y quizá hasta para los franceses.
Cuando Francisco Fernando, heredero al trono, se enteró del modo en que había resuelto el asunto Conrad von Hotzendorf, se enfureció extraordinariamente. Hotzendorf había cometido la torpeza de incitar a Redl al suicidio antes de averiguar qué información había suministrado y a quién lo había hecho. Por eso, quizá, porque no sabemos qué información pudo pasar Redl a la inteligencia zarista, cuyos archivos fueron en su mayor parte destruidos durante la Revolución de Octubre, los historiadores han tendido a minusvalorar la importancia de Redl en el fracaso militar del ejército austro-húngaro durante la Primera Guerra Mundial.
Sin embargo, hay que considerar los siguientes hechos: el incapaz Conrad von Hotzendorf no introdujo cambio alguno en los planes de despliegue de su ejército a pesar de saber, tras el escándalo Redl, que tenían que ser perfectamente conocidos por sus enemigos; Austria-Hungría sufrió en las primeras semanas de la guerra 400.000 bajas; y, sobre todo, lo más relevante, el muy inferior ejército serbio tuvo la sorprendente capacidad de resistir el ataque del de Austria-Hungría, lo que impidió trasladar a Galitzia los efectivos necesarios para poder hacer frente a los rusos con alguna probabilidad de éxito. Si los rusos conocían los planes austro-húngaros en caso de guerra con Serbia, es seguro que los serbios también los conocían.
Hay por último un elemento poco estudiado. Para los rusos, una vez perdido su mejor agente en Viena, el interés tenía que ser que, si tenía que estallar una guerra, lo hiciera cuanto antes para poder aprovechar la mucha información que tenían de los planes austriacos y alemanes antes de que pudieran cambiarlos. Esta consideración pudo haber influido en la diplomacia rusa cuando decidió animar a la inteligencia serbia a preparar y cometer el asesinato de Francisco Fernando durante su visita a Sarajevo, el 28 de junio de 1914, un año después de la muerte de Redl. Pero eso es otra historia.