La Guerra de Independencia useña, guerra civil en buena medida, fundó un estado de nuevo tipo muy estable, cuya crisis en la Guerra de Secesión, de carácter refundacional, fue satisfactoriamente superada. Por el contrario, las guerras de independencia de Hispanoamérica, también civiles en alto grado, no alumbraron sistemas estables y progresivos, sino una inestabilidad esencial en la mayoría de los casos, algunas de cuyas causas he mencionado en Nueva historia de España. Viniendo a Europa, la Guerra de los Treinta Años, una auténtica guerra civil alemana (con intervención de otras naciones), dejó el país en ruinas, sin más. La Revolución Francesa, que cabe describir como una guerra civil contra gran parte de la población desarmada, es considerada el parto sangriento de las posteriores repúblicas francesas, incluso de otras muchas europeas. Etcétera.
¿Cuál fue el carácter de la guerra española de 1934 a 1939 (con el intervalo de los meses entre noviembre del 34 y julio del 36)? Ciertamente, no alumbró un período de inestabilidad ni de nuevas contiendas previsibles a día de hoy, sino la paz más prolongada que haya disfrutado España en varios siglos, con una evolución interna igualmente pacífica, en lo esencial, a la democracia. Por tanto, debe catalogarse entre las guerras fundacionales y no estériles. En realidad, es el hecho histórico español más trascendental desde la invasión napoleónica, cuyo ciclo histórico vino a cerrar.
La invasión napoleónica no solo quebró la evolución por así decir natural de España, sino que causó enorme mortandad y tremendos destrozos (también por parte de los no muy deseables aliados ingleses), que hicieron retroceder drásticamente la riqueza nacional e incluso la civilización; y dejó el legado de las dos Españas, que iban a enfrentarse en guerras y golpes internos hasta la Restauración. De ahí –como en los nuevos países hispanoamericanos– una sociedad convulsiva, hasta llegar al borde del naufragio nacional con la I República, un régimen que desató todos los demonios familiares, incluido el de la botaratería política, cuya historia solo podría narrarse en tono bufo si no fuera por sus efectos, afortunadamente cortados a tiempo.
La Restauración abrió una época de recuperación económica y política, y mantuvo una estabilidad esencial durante medio siglo, lo que permitió la superación parcial de aquello de las dos Españas de la Guerra de independencia; no obstante, le aquejaba una debilidad política heredada y una mediocridad que le impidió hacer frente a nuevos desafíos derivados de la Revolución Francesa y la invasión napoleónica. Desafíos como los representados por el socialismo y el anarquismo, esencialmente mesiánicos y totalitarios, cuya lógica y dinámica los políticos de la Restauración no entendieron; tampoco entendieron los separatismos vasco y catalán, nacidos al principio de la España tradicionalista con mezcla absurda de las ideologías racistas por entonces en boga en Europa. En cuanto al republicanismo, nunca abandonó del todo el tinte alucinado de la I República.
Fue la conjunción de las ideologías totalitarias y separatistas, cuyo reto no supieron afrontar los politicastros, lo que terminó dando al traste con la Restauración. Con el resultado final de una II República que, como la primera, concitó a todas las tendencias disgregadoras de la sociedad y creó una dinámica cada vez más convulsa y tiránica hacia un régimen de estilo soviético. Romper aquella deriva exigió una cruenta guerra de casi tres años. La relativa dictadura resultante demostró ser un régimen firme que, tras superar las tensiones internas, afrontó con éxito las presiones y amenazas internacionales, estabilizó España y creó las condiciones para una democracia estable y no convulsa como la república anterior.
Una serie de errores políticos cuya raíz última se encuentra en la ignorancia o distorsión de nuestra propia historia hicieron una transición mucho más floja y confusa de lo que debiera haber sido. Resucitó, apoyado desde el poder, el conglomerado socialista-separatista que, con pretensiones de ruptura –es decir, de romper el carácter fundacional de la Guerra Civil–, no ha dejado desde entonces de amenazar la estabilidad democrática del país. De ahí la muy grave involución política de los últimos siete años – plasmada doctrinalmente en la infame y falsaria Ley de Memoria Histórica–, que ha dado lugar, 35 años después, a la pugna renovada entre la constructiva evolución de la ley a la ley y la destructiva ruptura.
Ahora, con la derrota electoral de los mayores causantes de violencia y convulsiones del siglo XX, en una situación de crisis económica profunda, se abre la posibilidad de reanudar la dinámica evolutiva abierta por el triunfo de los nacionales en la Guerra Civil. Y también la contraria, si se ahonda en la involución experimentada en los últimos siete años. La responsabilidad de los nuevos gobernantes es inmensa, y no parece que la perciban con claridad.
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