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LOS ORÍGENES DE LA GUERRA FRÍA

Tito frente a Stalin

Yugoslavia es importante porque su independencia del bloque soviético demostró desde el principio dos cosas que minaron las posibilidades de la URSS de ganar la Guerra Fría. La primera fue que Rusia no quería tanto imponer la revolución mundial como crear un gran imperio comunista dirigido por ella. La segunda fue que un país podía buscar su propia vía al socialismo sin la tutela de la Unión Soviética.


	Yugoslavia es importante porque su independencia del bloque soviético demostró desde el principio dos cosas que minaron las posibilidades de la URSS de ganar la Guerra Fría. La primera fue que Rusia no quería tanto imponer la revolución mundial como crear un gran imperio comunista dirigido por ella. La segunda fue que un país podía buscar su propia vía al socialismo sin la tutela de la Unión Soviética.
Josip Broz, Tito.

¿Por qué y cómo fue capaz el país balcánico de demostrar estas dos verdades? La principal razón de la especial evolución de Yugoslavia como país comunista alejado de la órbita de Moscú estriba paradójicamente en el gran prestigio que los comunistas yugoslavos tenían entre su pueblo.

Churchill y Stalin habían pactado en su famoso acuerdo de los porcentajes de finales de 1944 que la influencia de la URSS en el país balcánico sería del 80%, frente al 20% que disfrutaría Gran Bretaña. De modo que Stalin podía contar con que británicos y americanos le dejarían hacer allí lo mismo que en Rumanía o Bulgaria, es decir, imponer un gobierno comunista al margen de la voluntad popular.

Sin embargo, en Yugoslavia ocurrió lo que a Stalin le hubiera gustado que ocurriera en todo el Este de Europa: el prestigio de los comunistas por su oposición a los nazis les dio el gobierno de la nación sin necesidad de purgas, ejecuciones, destierros o golpes de estado. Así que, cuando en octubre de 1944 el Ejército Rojo estaba en las proximidades de Belgrado, la orden que recibió fue la de retirarse y dirigirse a Hungría. Quien entró triunfalmente en Belgrado aquel mismo mes fue el líder comunista yugoslavo, Josip Broz, más conocido como Tito, al frente de su ejército de partisanos rojos. De modo que fueron los comunistas locales los que liberaron a Yugoslavia de los nazis. Y antes de que el Ejército Rojo pudiera imponer nada a los yugoslavos, fueron los mismos partisanos comunistas los que, en la guerra civil que la paulatina liberación implicó, se libraron de toda oposición interna, muy desprestigiada por haber colaborado en mayor o menor grado con alemanes e italianos.

Los primeros pasos de Tito como dirigente comunista que no había sido impuesto por los soviéticos fueron, no obstante, del todo satisfactorios para Stalin: aquél llevó a cabo reformas internas dirigidas a implantar el socialismo y se atuvo a las instrucciones de Moscú en su política exterior y de defensa.

En efecto, Tito consideró que era de justicia que Yugoslavia, como heredera de lo que fue Eslovenia dentro de Austria-Hungría, arrebatara a los italianos Trieste e Istria, los territorios irredentos que la joven república recibió a costa del derrotado viejo imperio de los Habsburgo en pago por su intervención en la Primera Guerra Mundial del lado de los aliados. Tito suponía que los muchos pecados de la Italia fascista justificaban que ese territorio fuera a parar a la Yugoslavia que había sido capaz de derrotar prácticamente sola a alemanes e italianos. Los partisanos de Tito liberaron el territorio y, bajo el pretexto de la necesidad de una enérgica limpia de elementos fascistas, asesinaron a todo aquel que pretendiera defender la italianidad del territorio. Británicos y americanos se opusieron por considerar que les correspondía a ellos decidir qué ocurriría en Italia, y tal derecho no debía ser ostentado por ningún comunista, por muy partisano yugoslavo que fuera. A punto estuvo de estallar el conflicto bélico, pero Stalin intervino, apaciguó a su correligionario balcánico y se llegó finalmente al acuerdo de que Trieste estuviera bajo administración aliada e Istria bajo administración yugoslava. En 1954, el viejo puerto austriaco fue devuelto a Italia y el resto de la península quedó en manos yugoslavas definitivamente. Pero para entonces Stalin había muerto y Yugoslavia seguía una política del todo independiente de Moscú, lo que le hacía gozar de cierta simpatía en Occidente.

 Como puede apreciarse, Stalin se esforzó por honrar sus acuerdos con los aliados, que él siempre entendió como la división de Europa en esferas de influencia, y demostrar que era el amo en el bloque comunista y que sus peones obedecían fielmente sus instrucciones. Él impediría que desde el exterior llegara influencia comunista a los países liberados por los aliados, y a cambio exigía que Occidente no pusiera obstáculos a su decisión de imponer su ley en los países liberados por el Ejército Rojo. Por otra parte, Tito se mostró dispuesto a respetar el liderazgo estalinista, y, a pesar de que fue liberada por sus tropas, aceptó devolver Trieste a los aliados por exigencia del georgiano.

Sin embargo, a partir de ese momento las cosas empezaron a torcerse. Fue inevitable porque el paulatino enrarecimiento de las relaciones entre Stalin y los aliados exigía del dictador soviético un mayor control de su esfera de influencia y porque, al ser Tito un líder sólido e independiente, era imposible que actuara siempre y en todo momento conforme a los deseos de aquél.

En septiembre de 1947, Stalin resucitó la Comintern con el nuevo nombre de Cominform. La Comintern había sido disuelta para disipar en los aliados los recelos que pudieran albergar ante una URSS que ambicionaba imponer el comunismo por doquier, incluidos los países que se suponía iban a ayudarle a derrotar a Hitler. Una vez vencida Alemania y deterioradas las relaciones con los aliados, no había razón para no volver a recurrir a tan útil herramienta, ideada para controlar a los partidos comunistas de todo el mundo. Stalin tenía otra razón de peso para resucitar la Comintern: había adquirido el compromiso de no ayudar militarmente a los comunistas de los países bajo influencia de los aliados, pero no podía impedir que los comunistas locales, ciudadanos de naciones occidentales, trataran de hacerse con el poder en sus respectivos países. De hecho, no era descabellado que tal cosa ocurriera en Francia, en Italia o en Grecia. Naturalmente, Stalin estaba decidido a no ayudar a estos comunistas, pero, puesto que, aun sin esa ayuda, cabía la posibilidad de que los comunistas llegaran al gobierno, le resultaba muy interesante tener un instrumento de control sobre esos partidos.

En la Cominform sólo se decidía y hacía lo que Stalin quería que se decidiera e hiciera, y el único que alguna vez disentía era Tito. No se trataba tanto de hacer valer su independencia como una consecuencia del hecho real e inequívoco de que Yugoslavia era independiente de la URSS. A Stalin le irritaron los deseos expansionistas de Tito cuando éste fantaseó con la posibilidad de una gran federación balcánica liderada por Yugoslavia. Tampoco le gustó la idea de que, en caso de triunfar la revolución comunista en Grecia, Belgrado se anexionara la Macedonia griega, habitada por eslavos. Tal irritación provocó que Tito terminara por abandonar ambas ideas. Pero lo que más encorajinaba a Stalin era que Tito hiciera de un modo u otro patente a los demás comunistas que tenía una política propia, por mucho respeto y consideración que mostrara a los intereses de Moscú.

La revolución comunista en Grecia fue la gota que colmó el vaso. En una primera fase, el partido comunista griego (el KKE) fue derrotado rápidamente, al no disponer de la ayuda soviética, a pesar de que la pidió insistentemente. En esto, Stalin no hizo otra cosa que hacer honor a lo pactado con Churchill en el acuerdo de los porcentajes. Según tal pacto, Grecia sería de influencia británica, siempre que los ingleses fueran capaces de derrotar a los comunistas locales. Se llegó a un acuerdo con ellos tras aceptar Londres el compromiso de realizar un referéndum acerca de la forma de Estado, para dirimir si Grecia sería una monarquía, como deseaban los conservadores griegos y sus aliados anglosajones, o una república, como querían los comunistas. El referéndum se celebró y venció la monarquía.

Al poco, los comunistas, viendo que perdían toda oportunidad de llegar al poder y siendo paulatinamente perseguidos por los servicios de seguridad griegos, en manos de los monárquicos, se levantaron en armas de nuevo, a finales de 1946. Tampoco en esta ocasión Stalin movió un dedo, pero los británicos ya no se vieron tan capaces de sofocar la revolución y tuvieron que recurrir a los americanos. La guerra se prolongó hasta 1949, y los comunistas fueron capaces de resistir todo ese tiempo en buena medida gracias a la ayuda que les prestó Tito, que, como ya se ha dicho, ambicionaba anexionarse la Macedonia griega en caso de triunfo comunista.

No se sabe hasta qué punto la ayuda yugoslava a los comunistas griegos estuvo estimulada por Stalin, que, aunque no podía ayudar directamente a los comunistas griegos sin romper sus acuerdos con Occidente, podía alegar no tener suficientemente controlados a los yugoslavos; o si resulta que Tito actuó por su cuenta, movido por el deseo de tener una política exterior independiente. Lo más probable es que la opinión de Stalin fluctuara entre 1946 y 1949. Lo que al principio pareció una buena idea: estimular la intervención de Yugoslavia para en público alegar que la república balcánica actuaba por su cuenta sin que Stalin pudiera impedirlo, se convirtió luego en una mala cosa cuando, estando el georgiano cada vez más enfrentado a Occidente, la Yugoslavia de Tito demostraba al resto de países de la órbita soviética que se podía ser comunista y tener una política diferente a la de Moscú. Siendo pues probable que las primeras ayudas yugoslavas a los comunistas griegos fueran estimuladas por Moscú bajo cuerda, no es descartable que las últimas se enviaran en abierta oposición a las instrucciones de Stalin, más deseoso de demostrar su autoridad que de permitir que alguien ayudara a sus camaradas griegos.

De hecho, en la derrota final de Zachariadis y sus comunistas del KKE y del Ejército Democrático Griego (el DSE) fue en parte decisivo el cierre de la frontera yugoslava con Grecia y el cese del envío de toda ayuda desde Belgrado, en julio de 1949. Podría pensarse en un principio que finalmente Tito se había avenido a obedecer a Stalin, pero la verdad es que para entonces Yugoslavia había sido expulsada de la Cominform (1948) y Tito temía ser invadido por el Ejército Soviético so pretexto de imponer la ortodoxia a un régimen que cada vez era acusado con más vehemencia de estarse alejando de los axiomas marxistas-leninistas. Ante tal temor, Tito acudió a Occidente, y éste se mostró dispuesto a ayudarle a cambio de que cesara la cooperación yugoslava con los comunistas griegos. El mariscal se avino y Stalin no se atrevió a intervenir militarmente. Probablemente, la cautela del viejo zar rojo se debió al compromiso asumido con Churchill de reconocer un 20% de influencia británica en Yugoslavia, lo que le autorizaría a socorrer suficientemente a un Tito atacado por los soviéticos. Sea como fuere, el conflicto no estalló, y Yugoslavia, a pesar de seguir siendo comunista, salió de la órbita soviética y acabó siendo la precursora del Movimiento de los No Alineados.

***

Yugoslavia fue todo un símbolo del carácter más geoestratégico y menos ideológico de la Guerra Fría. Tito demostró algo muy importante que tuvo una consecuencia igualmente relevante. Demostró que el objetivo de la URSS no era tanto exportar la revolución comunista como emplear el comunismo como pretexto ideológico para dominar cuantos más países, mejor. La consecuencia de esto fue que para Occidente acabó siendo mucho más importante detener el expansionismo de la URSS que frenar la revolución comunista. En la mayoría de las ocasiones, impedir una cosa implicaba obstaculizar la otra, pero no siempre fue así. Cuando las circunstancias lo permitieron, Occidente se demostró dispuesto a auxiliar a países comunistas que estuvieran tratando de desembarazarse del control soviético. Cuando a la Casa Blanca llegó el realista Nixon con el maestro de la Realpolitik Henry Kissinger, el conflicto había madurado lo suficiente como para hacer evidente a un buen estratega que el secreto de la victoria estaba en dividir el bloque comunista aliándose con el más débil de los dos colosos: China. En el viaje que Nixon realizó a Pekín invitado por Mao Tse Tung empezó a fraguarse la victoria occidental.

Es muy probable que, aun no habiéndose dado la defección yugoslava, los comunistas chinos, tras el fin de su largo viaje hasta el poder, se hubieran emancipado de Moscú y hubieran estado, en consecuencia, predispuestos favorablemente a un acercamiento de Washington. Lo que ya no lo es tanto es que los norteamericanos hubieran sido capaces de ver la grieta que existía entre chinos y soviéticos si antes no hubieran contemplado la fractura entre Tito y Stalin. De hecho, los soviéticos, tras la muerte del brutal georgiano,  acusaron a éste, entre otros crímenes, de haber provocado la defección yugoslava y se esforzaron por recomponer las relaciones con Tito, a fin de aparentar la unidad comunista que ya nunca lograron establecer. También es muy probable que sin la indisciplina yugoslava ni húngaros (1956) ni checos (1968) se hubieran atrevido a intentar hallar su propia vía al socialismo sin la tutela de Moscú. Ambos experimentos acabaron mal, pero demostraron que la supuesta unidad del bloque comunista tan sólo estaba garantizada por la fuerza bruta de los tanques soviéticos, y éstos, siendo como fueron perfectamente capaces de someter a los rebeldes húngaros y checos, no estaba claro que fueran lo bastante numerosos y fuertes para hacer lo mismo con los chinos.

Sólo faltaba que en Washington hubiera alguien capaz de percibir las oportunidades estratégicas que la rivalidad sino-soviética presentaba. Cuando ese alguien finalmente llegó, la URSS comenzó a perder la Guerra Fría. La responsabilidad que en ese resultado tuvieron Tito y su aguerrida Yugoslavia no puede decirse que fuera pequeña.

 

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