La reforma se hizo desde el franquismo y contra la ruptura pretendida por una oposición por entonces mínima y mucho más antidemocrática que el régimen de Franco. Una oposición que soñaba con echar por la borda casi cuarenta años de paz y desarrollo en todos los sentidos para enlazar con el Frente Popular, que destruyó la legalidad republicana y causó la guerra civil. La reforma fue posible precisamente porque contaba con el inmenso capital político de la prosperidad y una moderación popular hija de la reconciliación nacional, lograda mucho antes. No fue, como suele decirse, la transición lo que reconcilió a los españoles, sino la reconciliación previa lo que permitió una transición sin muchos traumas. En un libro de próxima salida sobre esa etapa histórica trato más a fondo estas cuestiones.
Asegurada la reforma sobre la ruptura por el referéndum de diciembre de 1976, la oposición tuvo que resignarse, de mala gana. Fue entonces cuando Suárez se sacudió la tutela de Torcuato, a quien marginó, y empezó a navegar por su cuenta. Y lo que hizo, entre alardes de simpatía, fue dilapidar el capital político heredado, renegando en la práctica de sus orígenes, concediendo a la oposición una legitimidad democrática irreal, relegando en exceso la economía –cuando España perdía aceleradamente el nivel de convergencia con los países más ricos de Europa– y desatendiendo la lucha contra el terrorismo, que en sus años de presidencia creció hasta niveles insoportables. La Constitución, elaborada con métodos dudosos, salió deforme y abierta a la disgregación nacional. Suárez soliviantó a todas las instituciones, y él mismo confesaría: "Estoy completamente desprestigiado". Sólo una reacción sentimental posterior, a raíz de sus desgracias familiares y personales, llevó a muchos periodistas y políticos que le habían atacado en sus años de presidencia a convertirlo en el icono del tránsito democrático.
Suárez, lector exiguo, carecía de trasfondo intelectual, apenas sabía nada de historia y había sacado la carrera de Derecho, según él mismo decía, aprendiéndose de memoria textos y definiciones que apenas lograba entender. En cambio, desde joven decidió ser jefe de gobierno, y lo decía con naturalidad: "Daría diez años de vida por un año de poder". Paradigma de político frívolo, ambicioso, maniobrero e indocumentado, su obra creo que no será demasiado apreciada conforme se la vaya analizando en profundidad.
Rodríguez Zapatero ha sido el político encargado de explotar hasta el final los errores de Suárez e invertir la situación de partida, para volver a la ruptura. Una ruptura consistente en pasar por encima de la Constitución, acelerar el proceso de balcanización del país, intensificar la derrota de Montesquieu, colaborar con el terrorismo, tratar de deslegitimar el franquismo y, con él, la transición por reforma y la monarquía; en suma, volver en mala parte a la ideología del Frente Popular a partir de la totalitaria ley de memoria histórica. En este sentido, Rodríguez viene a significar el final del ciclo histórico iniciado por Suárez.
Y resultan llamativas las similitudes personales entre ambos políticos. También Rodríguez carece de base intelectual, sus ideas sobre la historia son ridículas, ancladas en la vieja propaganda izquierdista-comunista; sus concepciones políticas son de una simpleza y puerilidad que asustan, su frívola irresponsabilidad sólo puede compararse con su ambición y su absoluta falta de escrúpulos para permanecer en el poder. También partió con un enorme capital político y económico, heredado de la época de Aznar, y también lo derrochó, llevando el país a una crisis económica y sobre todo institucional sin precedentes.
Hay, sin embargo, una diferencia importante entre ambos personajes. A Suárez le gustaba el poder por el poder, y se subió al caballo de la reforma cuando ya estaba en marcha, como podía haberse apuntado a cualquier otra opción con tal de mandar, pues carecía de cualquier convicción política. Rodríguez, en cambio, es un iluminado que se cree la propaganda más elemental y se considera llamado a hacer grandes cosas, a culminar la tarea que Alfonso Guerra describió como "dejar a España que no la reconozca ni la madre que la parió". Él mismo ha contado que un día se le ocurrió preguntar a su madre moribunda: "Mamá, ¿crees que voy a ser presidente?". La situación y la pregunta sugieren una ambición ligada a cierta perturbación mental.
Está convencido, además, de ser un favorito de la suerte, por lo que saldrá de cualquier dificultad de un modo u otro. Y no le falta alguna razón: no solo llegó a jefe del PSOE –gracias, precisamente, a su mediocridad– y a jefe del gobierno –con la palanca del 11-M, la haya manejado quien la haya manejado–, sino que ha contado con una oposición inane, dirigida por otro político aún más mediocre y oportunista. Por eso me inclino a pensar que, contra lo que muchos esperan, no dimitirá, sino que, al coste que sea, seguirá en el gobierno, en espera de que la situación económica dé algún signo de mejora o de que la ETA, habiendo conseguido la mayoría de sus objetivos, deje las pistolas. Si la suerte le ha sonreído hasta ahora, y le sigue sonriendo con un rival insignificante como Rajoy, ¿por qué no podría ganar unas nuevas elecciones?
Cabe preguntarse también por qué la sociedad produce en nuestros días semejantes estadistas.
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