La catástrofe tuvo lugar en Smolensk. Kaczynski y su comitiva acudían a esa ciudad rusa para conmemorar la matanza de Katyn, perpetrada por la policía secreta estalinista (NKVD) en 1940, en la que fueron asesinados 22.000 oficiales y profesionales polacos. La de los bosques de Katyn fue una de las mayores atrocidades de la II Guerra Mundial, y fue silenciada por los líderes comunistas soviéticos hasta 1990.
El punto de partida de este drama podemos cifrarlo el 23 de agosto de 1939, fecha en la cual se firmó el Pacto de Amistad entre Hitler y Stalin. Pacto que rubricaron en Moscú –frente a un Stalin sonriente y regocijado– los ministros de Asuntos Exteriores de Alemania y la Unión Soviética, Joachim Ribbentrop y Viacheslav Molotov, respectivamente. La alianza contenía una cláusula secreta, oculta por varios años, que establecía que los gemelos totalitarios expropiarían y se repartirían el territorio de Polonia: la región oriental sería para los nazis y la occidental, para los comunistas.
Hitler envía sus tropas a tomar su parte el 1 de septiembre; el día 17, Stalin hará lo propio. Las unidades del Ejército polaco que escapaban de los nazis se rindieron ante los soviéticos. Éstos recluyeron a sus prisioneros en los campos de concentración de Starobelsk, Koselsk y Ostashkov, y les dijeron que su encierro era provisional.
Los oficiales polacos conocían sus derechos. Así pues, les dijeron a los soviéticos que, o bien Polonia y la URSS estaban en guerra, y entonces habían de ser tratados como prisioneros de guerra, o no lo estaban y, por tanto, su cautiverio era ilegal y debían ser puestos inmediatamente en libertad.
El honor y la intransigencia inquebrantable que mostraron a la hora de enfrentarse al adoctrinamiento comunista de los campos sellaron el destino de los admirables oficiales polacos. Su suerte se decidió en la reunión que mantuvo el Comité Central del Partido Comunista de la URSS el 5 de marzo de 1940: se les consideró "enemigos recalcitrantes del poder soviético", por lo que habían de ser condenados al "castigo más severo, el fusilamiento" (v. D. Rayfield, Stalin y los verdugos, Taurus, 2005, p. 429). La orden de ejecución iba, por supuesto, firmada por Stalin. En abril fueron ejecutados de un tiro en la nuca "11 generales, 1 almirante, 77 coroneles, 197 tenientes coroneles, 541 comandantes, 1.441 capitanes, 6.061 tenientes, 18 capellanes y el principal rabino, junto con el resto de los funcionarios y de la burguesía polaca" (ibid.).
Las cartas de madres, esposas, hijos que solicitaban información sobre el paradero de sus seres queridos no obtuvieron respuesta.
Fue a raíz de la invasión nazi de la URSS, en junio de 1941, que se conocerían los hechos. En abril de 1943 las tropas alemanas notifican el hallazgo de una fosa común en los bosques de Katyn con los cadáveres de 2.500 oficiales polacos, y responsabilizaron a los comunistas rusos de la matanza. Las autoridades soviéticas respondieron acusando, a su vez, a la Gestapo. Occidente aceptó la versión del dictador soviético, a pesar de que la Cruz Roja certificó que las muertes se habían producido antes de la invasión alemana.
Tras cincuenta años de mentiras, finalmente emergió la verdad: en 1990, Gorbachov reconoció la responsabilidad soviética en la matanza. Dos años más tarde, Yeltsin entregó a las autoridades polacas el expediente del caso.
Katyn no existió, aún no existe, para los comunistas; tampoco para los que se dicen ex comunistas y en general para la intelectualidad izquierdista internacional (con el Pacto de Amistad de Hitler y Stalin ocurrió algo similar). Quienes durante muchos años vieron en la revolución bolchevique el acontecimiento social más importante de la historia no hacen referencia a las acciones criminales de Stalin: su hábito es denunciar al imperio norteamericano. Tampoco conseguiremos una censura contra los creyentes en el dios-carnicero que construyó el socialismo en la URSS; gente como Pablo Neruda, que recibió en 1953 el Premio Stalin de la Paz por versos adulantes y repugnantes como los que siguen:
El punto de partida de este drama podemos cifrarlo el 23 de agosto de 1939, fecha en la cual se firmó el Pacto de Amistad entre Hitler y Stalin. Pacto que rubricaron en Moscú –frente a un Stalin sonriente y regocijado– los ministros de Asuntos Exteriores de Alemania y la Unión Soviética, Joachim Ribbentrop y Viacheslav Molotov, respectivamente. La alianza contenía una cláusula secreta, oculta por varios años, que establecía que los gemelos totalitarios expropiarían y se repartirían el territorio de Polonia: la región oriental sería para los nazis y la occidental, para los comunistas.
Hitler envía sus tropas a tomar su parte el 1 de septiembre; el día 17, Stalin hará lo propio. Las unidades del Ejército polaco que escapaban de los nazis se rindieron ante los soviéticos. Éstos recluyeron a sus prisioneros en los campos de concentración de Starobelsk, Koselsk y Ostashkov, y les dijeron que su encierro era provisional.
Los oficiales polacos conocían sus derechos. Así pues, les dijeron a los soviéticos que, o bien Polonia y la URSS estaban en guerra, y entonces habían de ser tratados como prisioneros de guerra, o no lo estaban y, por tanto, su cautiverio era ilegal y debían ser puestos inmediatamente en libertad.
El honor y la intransigencia inquebrantable que mostraron a la hora de enfrentarse al adoctrinamiento comunista de los campos sellaron el destino de los admirables oficiales polacos. Su suerte se decidió en la reunión que mantuvo el Comité Central del Partido Comunista de la URSS el 5 de marzo de 1940: se les consideró "enemigos recalcitrantes del poder soviético", por lo que habían de ser condenados al "castigo más severo, el fusilamiento" (v. D. Rayfield, Stalin y los verdugos, Taurus, 2005, p. 429). La orden de ejecución iba, por supuesto, firmada por Stalin. En abril fueron ejecutados de un tiro en la nuca "11 generales, 1 almirante, 77 coroneles, 197 tenientes coroneles, 541 comandantes, 1.441 capitanes, 6.061 tenientes, 18 capellanes y el principal rabino, junto con el resto de los funcionarios y de la burguesía polaca" (ibid.).
Las cartas de madres, esposas, hijos que solicitaban información sobre el paradero de sus seres queridos no obtuvieron respuesta.
Fue a raíz de la invasión nazi de la URSS, en junio de 1941, que se conocerían los hechos. En abril de 1943 las tropas alemanas notifican el hallazgo de una fosa común en los bosques de Katyn con los cadáveres de 2.500 oficiales polacos, y responsabilizaron a los comunistas rusos de la matanza. Las autoridades soviéticas respondieron acusando, a su vez, a la Gestapo. Occidente aceptó la versión del dictador soviético, a pesar de que la Cruz Roja certificó que las muertes se habían producido antes de la invasión alemana.
Tras cincuenta años de mentiras, finalmente emergió la verdad: en 1990, Gorbachov reconoció la responsabilidad soviética en la matanza. Dos años más tarde, Yeltsin entregó a las autoridades polacas el expediente del caso.
Katyn no existió, aún no existe, para los comunistas; tampoco para los que se dicen ex comunistas y en general para la intelectualidad izquierdista internacional (con el Pacto de Amistad de Hitler y Stalin ocurrió algo similar). Quienes durante muchos años vieron en la revolución bolchevique el acontecimiento social más importante de la historia no hacen referencia a las acciones criminales de Stalin: su hábito es denunciar al imperio norteamericano. Tampoco conseguiremos una censura contra los creyentes en el dios-carnicero que construyó el socialismo en la URSS; gente como Pablo Neruda, que recibió en 1953 el Premio Stalin de la Paz por versos adulantes y repugnantes como los que siguen:
Stalin alza, limpia, construye, fortifica
preserva, mira, protege, alimenta,
pero también castiga.
Y esto es cuanto quería deciros, camaradas:
hace falta el castigo.
La élite polaca que pereció en el accidente aéreo de esta primavera brindó con su muerte una última contribución a su amada patria. Lograron que los ojos de mundo miraran hacia Polonia y tuvieran noticia de la denominada Matanza de Katyn.
© Diario de América
BALDOMERO VÁSQUEZ SOTO, analista venezolano.
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BALDOMERO VÁSQUEZ SOTO, analista venezolano.