Podríamos incluso fechar con precisión el advenimiento del más puro horror: el 17 de mayo de 1980, cuando un grupo de senderistas quebró y quemó las urnas de un pueblito de los Andes. Pero como finalmente el ínfimo Chuschi pudo votar al día siguiente, en las primeras elecciones que celebraba el Perú tras once años de dictadura militar izquierdista, ni la prensa ni la sociedad prestaron demasiado interés a esa declaración de guerra popular. Ya en diciembre las cosas cambiaron: en Nochebuena una partida senderista asesinó –"lo torturó (...), le cortó las orejas, lo mató"– a un terrateniente (Benigno Medina) y a uno de sus ayudantes ("apellidado Morales", trató de concretar la Comisión de la Verdad), y el día 26 Lima amaneció con perros colgados de farolas y cartelones al cuello en los que se leía: "Teng Xiaoping, hijo de perra". Y es que Sendero Luminoso veneraba a Mao Zedong y por eso mismo abominaba del revisionista que recién empezaba a sojuzgar la martirizada China.
Cambiaron las cosas, sí, pero no demasiado. En un primer momento las autoridades no concedieron gran importancia a ese pese al nombre ("El marxismo-leninismo abrirá el sendero luminoso a la revolución") oscuro grupejo ultraizquierdista que operaba principalmente en Ayacucho, una de las zonas más inhóspitas del país, circunstancia que aprovecharon los criminales para hacerse fuertes y ganar miembros (200-300 ya en ese año 80) y adeptos; para esto último optaron por el justicierismo, por matar a gentes de pésima reputación en aquel infierno andino donde la esperanza de vida rondaba los 45 años y la mortalidad infantil alcanzaba el 20%, como grandes propietarios abusivos y ladrones de ganado. Así que la bola maoísta experimentó un crecimiento formidable y los 200 muertos que se llevó por delante en 1982 se convirtieron en 2.000 en 1983.
"El triunfo de la Revolución costará un millón de muertos", parece ser que predijo Guzmán –Perú contaba entonces con 19 millones de habitantes–. En virtud de este principio, los maoístas se dedicaban a eliminar todos los símbolos de un orden social y político detestado.
(El libro negro del comunismo, VVAA, Planeta-Espasa, 1998, p. 757).
El referido profeta de la Megamuerte tenía por nombre completo Manuel Rubén Abimael Guzmán Reynoso y sus secuaces lo llamaban Presidente Gonzalo o la Cuarta Espada del Marxismo –las otras eran el propio Marx, Lenin y Mao–. Era el líder supremo, indiscutible, endiosado de Sendero Luminoso, y antes había sido catedrático de Filosofía en la Universidad Nacional San Cristóbal de Huamanga de Ayacucho. Era un asesinazo de la estirpe de Mao y Pol Pot que quería para el Perú lo que estos para China y Camboya, respectivamente. La Devastación. Sabía de sobra que jamás lo seguirían de grado sus compatriotas, así que desató el terror más despiadado: sus secuaces degollaban, quemaban vivas, dinamitaban a sus víctimas; les cortaban las orejas, la lengua, les sacaban los ojos; con frecuencia las sometían a dantescos juicios populares que las humillaban y –lo más importante– aterrorizaban a quienes los presenciaban. En las zonas que subyugaban,
a las prostitutas se les rapaba el pelo, se azotaba a los maridos adúlteros y a los borrachos, a los rebeldes se les recortaba una hoz y un martillo en el cuero cabelludo y se prohibieron las fiestas juzgadas malsanas. Las comunidades estaban dirigidas por comités populares encabezados por cinco comisarios políticos (...) No se toleraba ningún amago de desobediencia, y la menor algarada se veía castigada [con la] muerte inmediata. (Ob. cit., p. 758).
En plan Pol Pot, Guzmán quiso erradicar del Perú todo vestigio de capitalismo y modernidad, de ahí que Sendero destruyera puentes, centrales eléctricas, tractores, embalses, granjas experimentales, tratara de aislar el campo de las ciudades. En plan Lenin, creó campos de trabajos forzados en la Amazonia ("En diciembre de 1987, 300 mujeres, niños y ancianos famélicos consiguieron escapar de aquel gulag peruano"). En plan Stalin, puso en su mira paranoica a prácticamente todo el mundo, por eso cayeron tantísimos peruanos de toda clase y condición: líderes políticos y sindicales, jefes comunitarios, curas católicos, pastores evangélicos, policías, militares, comerciantes, terratenientes, maestros de escuela, empresarios...; la enumeración está fuera de lugar, pues Sendero tenía por objetivo el Perú entero. "Sus víctimas fueron en el 99% de los casos humildes campesinos", escribirá Mario Vargas Llosa en 1993, en un texto muy ilustrativo de la atmósfera delirante que soportó su país en aquellos tiempos, de una luminosidad siniestra.
Cuando el Estado despertó a la terrible realidad del terror senderista, ahí ya el Perú acabó por hundirse en uno de los peores momentos de su muy larga historia. "Las fuerzas del orden, las llamadas fuerzas del orden, respondieron con un salvajismo muy semejante", referirá el Nobel Vargas. El denominado "conflicto interno armado" que asoló el país entre 1980 y 2000 acabó segando entre 61.007 y 77.552 vidas, según el pavoroso recuento de la Comisión de la Verdad y Reconciliación. De ellas, Sendero se cobró entre 24.823 y 37.840, los "Agentes del Estado" entre 17.023 y 20.893 y los "Otros" (autodefensas campesinas, grupos paramilitares, emerretistas...) entre 11.858 y 20.076. El departamento de Ayacucho fue la Zona Cero de esta carnicería: allá fueron masacradas entre 22.000 y 30.000 personas (la CVR da un estimado de 26.259). Ayacucho, por cierto, quiere decir en quechua "El Rincón de los Muertos".
Podríamos distinguir tres fases en la represión estatal: 1) la brutal e ineficaz de Fernando Belaúnde Terry, 2) la de Alan García, mucho menos indiscriminada y más útil, 3) y la brutal y eficacísima de Alberto Fujimori, que de hecho acabó metiendo literalmente en una jaula a la alimaña humana de Guzmán, lo que le valió alcanzar un pico de popularidad del 90%. (Para saber de la guerra muy sucia del chino Fujimori y su inseparable Montesinos, no dejen de leer En el reino del espanto, de Álvaro Vargas Llosa).
La captura de la Cuarta Espada (12/9/1992) supuso un hito, de ahí en adelante Sendero dejó de ser una amenaza existencial para el Perú: si en el período 1980-1990 se le atribuyeron 30.128 hechos terroristas, en el comprendido entre 2000 y 2008 sólo se le achacaron 2.517. Si en 1992 llegó a contar con hasta 25.000 miembros (3.000-5.000 de ellos regulares), en estos últimos años no dispondría de más de dos o trescientos. Pero no ha muerto, como tantos proclaman; pero sigue matando, sigue siendo capaz de perpetrar ataques como el de Tintaypunco (2008), en el que perdieron la vida 19 personas. Desde presidio (fue condenado a cadena perpetua en 2006), el infame Presidente Gonzalo suelta pestes de sus herederos, a los que considera una yunta de "mercenarios" que prácticamente habrían tirado "al tacho" de la basura el "marxismo-lenininismo-maoísmo", mientras no son pocas las voces que los consideran meros "sicarios del narcotráfico". Ojo aquí con lo que se dice, que algunos ven novedades donde no las hay: ya en 1983 el Sendero de Guzmán andaba conchabado con los traficantes de droga de Huánuco.
Recién el domingo anunció el presidente Humala la captura del hasta ese momento cabecilla de la organización, José Eleuterio Flores Hala, alias Camarada Artemio, que formó parte del comité histórico de la misma y por cuya cabeza ofrecía Lima un millón de soles (unos 350.000$) y Washington cinco millones de dólares. Pero ya tiene un narcosucesor, Víctor Quispe Palomino, alias Camarada José, también tasado por los norteamericanos en cinco millones de dólares. La lucha sigue, pues. El Perú tiene que seguir combatiendo el senderismo. Y juramentarse para no sucumbir al olvido, como pide mi querido colega Martín Higueras Hare en esta pieza memorable.