Santiago era pariente de Jesucristo, que llamó a ambos hermanos boanerges, "hijos del trueno", ya que destacaban entre los doce apóstoles por su apasionamiento y arrojo. Santiago y Juan tuvieron la osadía de pedirle al Señor, ante la indignación de sus compañeros, un lugar –a su derecha y a su izquierda– en el Reino de los Cielos. Y ambos fueron testigo de acontecimientos principales de la vida de Jesús (la resurrección de la hija de Jairo, la Transfiguración en el Monte Tabor; estuvieron cerca de Él cuando la oración en el Huerto de los Olivos...).
Parece ser que, después de Pentecostés, Santiago marchó al confín occidental del mundo conocido (Finis terrae) para predicar el mensaje de Jesús a los hispanos. Hispania era entonces una provincia del Imperio Romano, y en ella desarrolló su predicación. La tradición le sitúa en Itálica (Santiponce), Mérida, Coimbra, Braga, Iria, Lugo, Astorga, Palencia, Horma, Numancia y Zaragoza. Estando en esta última (Caesar Augusta), y dadas las dificultades que encontraba para llevar a buen término su predicación, oró junto con algunos discípulos a orillas del Ebro, cerca de la muralla, para pedir iluminación: quería saber si debía quedarse en el lugar o no.
Entonces fue consolado y animado por la Santísima Virgen. Durante la oración, un resplandor del cielo apareció sobre el apóstol, del cual emergieron unos ángeles que entonaban un canto muy armonioso y portaban una columna de luz, cuyo pie señalaba un lugar cercano a Santiago. La Virgen se posó sobre esa columna. Sobre ese mismo sitio se erigió la basílica de Nuestra Señora del Pilar, centro de peregrinación famoso en el mundo entero que ha sido especialmente protegido por la Providencia (como se demuestra por el hecho de que milagrosamente no fuera destruida el 3 de agosto de 1936, pese a que los enemigos de la Fe lanzaron tres bombas sobre el templo).
Tras su estancia en Hispania, Santiago, cumpliendo los designios de la Virgen del Pilar, embarcó rumbo a Jerusalén con dos discípulos (Atanasio y Teodoro). Allí se encontró, en el año 44, con la persecución de Herodes Agripa, rey de Judea, nieto de Herodes el Grande. Fue el primero de los apóstoles en dar su vida como mártir. Acabó decapitado.
Ansiosos de venerar sus reliquias, los dos discípulos que le habían acompañado las trasladaron secretamente a Hispania; concretamente, a Galicia, el ocasum mundi.
Con la invasión islámica se pierde la noticia del emplazamiento exacto del cuerpo de Santiago. El rey Alfonso I reconquista Galicia, pero el descubrimiento de la tumba no tendrá lugar hasta 813, durante el reinado de Alfonso II el Casto, en 813. Dieron con ella en el monte Liberodonum (Libredón) el eremita Pelayo y el obispo Teodomiro de Iria Flavia (Padrón); por el fulgor de una estrella: de ahí que el campo de Libredón pasase a llamarse Campus Stellae (Compostela). El Locus Sancti Iacobi, el lugar de San Jacobo, con las evoluciones propias de la fonética dio finalmente en llamarse el lugar de Santiago. Y el Finis terrae hispánico se convirtió en un lugar de peregrinación. Por lo que hace al obispo Teodomiro, trasladó su residencia personal a Compostela, y al morir fue enterrado junto al apóstol.
El hallazgo de la tumba de Santiago causó gran conmoción en la Europa cristiana. Alfonso II, el primero en venerar el cuerpo del evangelizador de España, dio la buena nueva al emperador Carlomagno –promotor audaz del primer proyecto de unificación de la Cristiandad occidental– y al papa León III, y levantó una iglesia sobre el célebre sepulcro.
Aparte de la tradición documentada desde los primeros siglos, existen vestigios arqueológicos que llevan a concluir que los restos hallados en Compostela son, efectivamente, de Santiago. En 1879 se realizaron unas excavaciones en el subsuelo del templo y se descubrió una cámara sepulcral en la que, efectivamente, había una tumba. En 1950 se realizaron otras excavaciones, que dieron por resultado el desenterramiento de la tumba de Teodomiro. En 1988, el profesor Isidoro Millán constató que en una de las tumbas menores del recinto existía un lóculo circular (fenestella confessionis), una abertura que los cristianos de los primeros siglos hacían en las paredes de las tumbas de los mártires para poder contemplar los restos venerados. Pues bien, en una piedra del lóculo había una inscripción invertida, en caracteres griegos, en la que aparece el nombre de Atanasio –el discípulo de Santiago– y la palabra MARTYR.
Durante la Reconquista, Santiago se convierte en un personaje al que se invoca para obtener la protección divina en la guerra contra el infiel. Y en las sangrientas luchas contra los moros, en muchas ocasiones la victoria se atribuía a la ayuda e intervención divina, que habría facilitado el apóstol.
Dicho lo anterior, es preciso indicar que la batalla de Clavijo sí que existió. Tuvo lugar cerca de Nájera (La Rioja) en tiempos de Ramiro I, sucesor de Alfonso II; el 3 de mayo de 844 es la fecha más comúnmente aceptada por los historiadores.
En Clavijo, los cristianos divisan la numerosa hueste enemiga (una poderosa expedición de castigo ordenada por el califa de Córdoba Abderramán II en represalia por haberse los primeros negado a pagar el ignominioso tributo de las cien doncellas) y el rey Ramiro, desalentado, invoca al apóstol, quien en sueños le promete ayuda si se confiesa y acomete al invasor al grito de: "¡Ayúdanos, Dios y Santiago!". Al día siguiente, y contra todo pronóstico, la victoria cristiana fue rotunda.
Sí forma parte de la leyenda –que la tradición ha mantenido hasta nuestros días, dejando pruebas iconográficas por todo el mundo cristiano (no sólo en España)– lo de la aparición de Santiago en el campo de batalla, montando un caballo blanco y blandiendo una espada centelleante.
En recuerdo de la gesta épica de Clavijo, y en prueba de agradecimiento por la victoria, Ramiro I otorgó, el 25 de mayo de 844 y en Calahorra, el Voto de Santiago, por el cual los habitantes cristianos de las tierras conquistadas o por conquistar debían hacer todos los años una ofrenda de bienes en especie (la décima parte de sus cosechas) a la catedral de Compostela. Los Reyes Católicos lo extendieron al reino moro de Granada, y Felipe IV al resto de España en 1643.