Cuando en 1930 y 1931 los conspiradores contra la Monarquía campaban a sus anchas por España, el general Emilio Mola, director general de Seguridad, se quejaba de que no podía intervenir los teléfonos de quienes planeaban el derrocamiento del régimen porque la ley se lo prohibía. También la Ley Federal de Comunicaciones de Estados Unidos de 1934 prohibía las escuchas telefónicas, pero eso no le impidió al director del FBI John Edgar Hoover (que desempeñó el cargo entre 1924 y 1972) pinchar docenas de miles de teléfonos y colocar micrófonos en viviendas y hoteles, y hasta habitaciones del Capitolio, para grabar las conversaciones y los actos privados de todo tipo de gente, fuesen delincuentes o bien sospechosos de espionaje para el III Reich o la URSS.
A lo largo de los 48 años en que fue director del FBI, Hoover atesoró kilos de papel con las transcripciones de las conversaciones y los secretos de quienes podían perjudicar su carrera o ponerle fin. Sirvió a siete presidentes (Calvin Coolidge, Franklin D. Roosevelt, Harry Truman, Dwight Eisenhower, John Kennedy, Lyndon Johnson y Richard Nixon), y a los siete sobrevivió.
A Roosevelt, otro intrigante enamorado de la diplomacia secreta y de los pactos en despachos y pasillos, Hoover le resultaba útil y hasta divertido, ya que le narraba todo tipo de chismes sobre los funcionarios y las personalidades de Washington. Entre 1933 y 1941, desde el inicio del New Deal hasta la entrada de EEUU en la Segunda Guerra Mundial, Roosevelt había tenido mucha oposición en la prensa, el Congreso y el Tribunal Supremo.
Espionaje a demócratas, republicanos y periodistas
Como cuenta Anthony Summers, Roosevelt recurrió a Hoover para cantidad de trabajillos sucios: investigar a quienes remitían telegramas a la Casa Blanca contrarios al rearme y al servicio militar obligatorio, presionar a los editores del Chicago Tribune para que cerrasen el periódico, espiar a su propia gente...
Roosevelt tenía pocos escrúpulos a la hora de que el Ejecutivo se dedicara a pinchar teléfonos. Según se dice, empleó a Edgar para espiar las conversaciones de uno de sus antiguos consejeros, Tommy Corcoran, el Corcho, e incluso solicitó que se espiara a uno de los miembros del gabinete, el director general de Correos, Jim Farley. (...) También se dice que durante la campaña electoral de 1944 facilitaba a la Casa Blanca los resultados del espionaje telefónico de que eran objeto los políticos republicanos.
Como el Watergate, pero casi 30 años antes. Y quedó impune.
El demócrata Roosevelt también se anticipó al republicano Richard Nixon en grabar las conversaciones del Despacho Oval. En 1940 había hecho que se colocase un micrófono en su lámpara de mesa, unido a un equipo experimental y muy voluminoso en el sótano de la Casa Blanca. Entre los asuntos tratados estuvo la política de Estados Unidos respecto a Japón.
El miedo de Truman
Harry Truman, sucesor de Roosevelt, estuvo a punto de destituir a Hoover. Comparó los métodos del FBI con los de la Gestapo alemana. En mayo de 1945 escribió en su dietario:
No queremos ninguna Gestapo ni policía secreta. El FBI se inclina en esa dirección. Se ocupa de escándalos sexuales y recurre al puro chantaje cuando debería estar atrapando delincuentes. También tiene la costumbre de reírse de los agentes de la ley locales. Esto tiene que terminar. Cooperación es lo que necesitamos.
Hoover se defendió seduciéndole con unas raciones de lo que los políticos más desean, que no es el sexo ni el dinero, sino la información y el poder. Truman llegó a ver las transcripciones de las escuchas a Corcoran y ordenó que cesasen, pero los archivos del FBI, recuerda Summers, contienen "unas cinco mil páginas" que describen el espionaje que sufrió aquél durante los años del referido presidente.
El director del FBI envió a la Casa Blanca cualquier información, rumor o cotilleo político que pudiera interesar a Truman, y éste acabó aceptándolo. Entre el político y el policía había una relación de miedo y desconfianza. Truman temía que Hoover conociese los apaños de su padrino, el cacique sureño Tom Pendergast, que le había regalado su escaño senatorial por Missouri. Pendergast fue uno de los que persuadieron a Roosevelt para que sustituyese al idiota y prosoviético Henry Wallace en la vicepresidencia por su senador.
En esa época se fundó la CIA, que Hoover quería controlar (durante la Segunda Guerra Mundial, el FBI había desplegado agentes en América y Europa, en competencia con la OSS del general Bill Donovan), pero Truman se lo negó. Pese a que éste fue el último presidente norteamericano sin carrera universitaria –y su desempeño en el mundo laboral se limitó a vender género en una tienda de ropa masculina–, tenía unas ideas muy claras sobre la necesidad de controlar a los jefes de los espías. Su lema era que una sola persona no debía dirigir los servicios de información interior y exterior.
El segundo director de la CIA, el general Walter Bedell Smith, se encaró con él debido a sus boicoteos y le exigió que colaborase con su agencia. Hoover lo hizo a regañadientes, pero se vengó abriéndole un expediente, como si se tratase de un jefe la mafia.
Fracaso con los Kennedy
Cada vez que un presidente nuevo entraba en la Casa Blanca, Hoover buscaba la manera de reunirse con él y entablar una relación de amistad o empresarial, por encima del miembro de la Administración de quien dependía: el fiscal general. El único de éstos que se atrevió a ponerle en su sitio fue Robert Kennedy. Precisamente, los Kennedy fueron uno de los principales blancos de Hoover: tenían mucho dinero, eran católicos y demócratas (Hoover era presbiteriano y republicano), el patriarca del clan estaba relacionado con el crimen organizado y Hollywood, los hijos se dedicaban a la política...
Bobby Kennedy obligó a Hoover a acudir a su despacho y le cortó los puentes con el presidente, que era su propio hermano. Hoover odiaba a ambos. Pero la conducta del joven fiscal general se debía a que era él quien quería controlar las oficinas oscuras del poder. En los tres años de la Administración Kennedy, la CIA, dependiente directamente del presidente, organizó más operaciones encubiertas que en los ocho años de la presidencia de Eisenhower.
La intimidad de Hoover con Richard Nixon, otro apasionado del secretismo, llevó a que el primero confesase al segundo que "todos los presidentes desde Roosevelt" le habían encomendado escuchas telefónicas ilegales. Johnson fue aún más lejos, al ordenar a la CIA que investigase a ciudadanos norteamericanos opuestos a la guerra de Vietnam, algo que tenía prohibido por ley.
El puritanismo de Hoover le llevó a practicar un truco para no mentir al Congreso. Cuando tenía que comparecer ante la Comisión de Asignaciones del Senado –que aprueba los fondos públicos para los departamentos y agencias federales– se ordenaba a las oficinas del FBI que suspendiesen todos los pinchazos telefónicos, salvo, por ejemplo, los que tenían por objeto la oficina del Partido Comunista. De modo que Hoover podía declarar bajo juramento que, en esos momentos, el número de escuchas realizadas era muy inferior al que se manejara; horas después de que Hoover hubiese terminado su declaración, todas las escuchas se reactivaban.
Treinta y cuatro mil empleados, ¿para qué?
Pero es improbable que quien tiene semejante poder –sea una persona o una organización– se limite a sí mismo. Después de la muerte de Hoover, el Congreso aprobó que una persona pudiese desempeñar el cargo de director sólo por diez años. El actual director, el exfiscal Robert Mueller, ya es una excepción a esta norma, aunque cuenta con la aprobación del Congreso: le nombró George Bush en 2001 y Obama le pidió en septiembre que siguiese dos años más.
En 2010 el FBI contaba con casi 34.000 empleados y un presupuesto de 7.900 millones de dólares. A pesar de disponer de estos inmensos recursos, los técnicos de la agencia en su famosa sede de Quantico recurrieron a una foto de Gaspar Llamazares para elaborar un retrato-robot de Osama ben Laden.