Es curioso constatar cómo una buena parte del discurso de "la España posible que no fue" pasa por la sustitución de los Borbones por otra dinastía. No necesariamente por la de los Habsburgo, defenestrados en la Guerra de Sucesión. Por ejemplo: ahora que estamos en el bicentenario de la Guerra de la Independencia, no faltan voces que aventuran que el reinado de José Bonaparte habría permitido las reformas que España necesitaba.
Las cábalas sobre cómo nos habría ido con otros reyes se han convertido en un lugar común. Sin embargo, entre los que se han dedicado a imaginar casas reinantes alternativas, hay una enorme diferencia histórica entre los que proceden de la izquierda y los que son de derechas. La izquierda siempre ha puesto la mira en dinastías extranjeras –aunque lo cierto es que, desde los Trastámara, todas lo han sido–, mientras la derecha carlista se contentaba con cambiar una rama de los Borbones por otra. Siempre ha sido más interesante, por imaginativa y rocambolesca, la primera escuela: el momento más fértil, en este sentido, tuvo lugar en 1868, cuando se echó a Isabel II y los españoles, como escribió Galdós, anduvieron "en busca de rey": que si Espartero (septuagenario), que si Fernando Coburgo (el rey viudo de Portugal), que si Tomás de Saboya (una criatura de trece años), que si el Duque de Montpensier (intrigante y patrocinador de la revolución); que si Carlos de Borbón, Constantino de Rusia, Hans de Glucksburgo, Federico de Hesse Cassel... El que pareció el candidato más sólido fue el príncipe Leopoldo Hohenzollern Sigmaringen, primogénito del príncipe prusiano Antón, casado con la princesa Antonia de Braganza, hermana de Luis I de Portugal y, por tanto, hija de Fernando Coburgo. Su hermano menor, Carlos, era desde 1866 el rey de Rumania.
La candidatura Hohenzollern tuvo dos grandes impulsores: en España, Eusebio Salazar y Mazarredo, y en Prusia el canciller Bismarck. El origen de la candidatura es confuso. Se atribuye a conversaciones de Bismarck con el embajador español Rancés, o del propio canciller prusiano con el conde Benedetti, embajador de Francia en Berlín, en mayo de 1869. Otra versión afirma que fue Fernando Coburgo el que, para librarse de la presión que padecía para que aceptara el Trono español, propuso a su yerno, el príncipe Leopoldo, en la primavera de 1869. También es cierto que el general Serrano recibió en julio de 1870 una carta de Leopoldo Katt, un comerciante alemán, elogiando al príncipe Leopoldo Hohenzollern para el Trono de España.
Salazar y Mazarredo, militar unionista, viajó a Vichy en el verano de 1869 para encontrarse con Prim, que descansaba en esa localidad francesa, y le contó su propósito de sondear al Hohenzollern. Prim le dejó hacer. Rascón, embajador español en Berlín, trabajó estrechamente con Salazar. Su gran temor era la negativa de la Francia de Napoleón III, que ya había puesto inconvenientes a Montpensier o a Tomás de Saboya. Mercier, embajador francés en Madrid, enseguida se enteró de las pesquisas españolas, supuestamente secretas, y alertó a su gobierno sobre la posibilidad de que asomara por el Pirineo "un casco prusiano".
El gobierno español, desesperado por encontrar un rey para la revolución y deseoso por acabar con el descrédito nacional e internacional que la interinidad suponía, se volcó en conseguir el sí de Leopoldo Hohenzollern. El 17 de febrero de 1870 Prim escribió oficialmente al éste para ofrecerle la Corona. La carta la portó Salazar, que logró entrevistarse con el príncipe Antón y, más tarde, con Guillermo I. Ambos acabaron dejándolo en manos del canciller Bismarck, el cual, consultado por su rey, enumeró las ventajas: apoyo militar español en caso de guerra con Francia, acuerdo comercial entre Alemania y España, aumento en Europa del prestigio de los Hohenzollern. No obstante, a finales de marzo el príncipe Leopoldo rechazó el ofrecimiento.
Ese mes llegaron a España dos agentes prusianos, el mayor Versen y el doctor Bucher, para verificar la situación política, y quedaron convencidos de que los dos grandes partidos españoles votarían a Leopoldo. Así las cosas, a finales de mayo el Hohenzollern cambió de opinión, y el día 23 de junio envió a Prim una carta diciéndole que admitiría ser Rey de España si así lo votaban las Cortes. Bismarck aconsejó al gobierno español que no publicara
Las cábalas sobre cómo nos habría ido con otros reyes se han convertido en un lugar común. Sin embargo, entre los que se han dedicado a imaginar casas reinantes alternativas, hay una enorme diferencia histórica entre los que proceden de la izquierda y los que son de derechas. La izquierda siempre ha puesto la mira en dinastías extranjeras –aunque lo cierto es que, desde los Trastámara, todas lo han sido–, mientras la derecha carlista se contentaba con cambiar una rama de los Borbones por otra. Siempre ha sido más interesante, por imaginativa y rocambolesca, la primera escuela: el momento más fértil, en este sentido, tuvo lugar en 1868, cuando se echó a Isabel II y los españoles, como escribió Galdós, anduvieron "en busca de rey": que si Espartero (septuagenario), que si Fernando Coburgo (el rey viudo de Portugal), que si Tomás de Saboya (una criatura de trece años), que si el Duque de Montpensier (intrigante y patrocinador de la revolución); que si Carlos de Borbón, Constantino de Rusia, Hans de Glucksburgo, Federico de Hesse Cassel... El que pareció el candidato más sólido fue el príncipe Leopoldo Hohenzollern Sigmaringen, primogénito del príncipe prusiano Antón, casado con la princesa Antonia de Braganza, hermana de Luis I de Portugal y, por tanto, hija de Fernando Coburgo. Su hermano menor, Carlos, era desde 1866 el rey de Rumania.
La candidatura Hohenzollern tuvo dos grandes impulsores: en España, Eusebio Salazar y Mazarredo, y en Prusia el canciller Bismarck. El origen de la candidatura es confuso. Se atribuye a conversaciones de Bismarck con el embajador español Rancés, o del propio canciller prusiano con el conde Benedetti, embajador de Francia en Berlín, en mayo de 1869. Otra versión afirma que fue Fernando Coburgo el que, para librarse de la presión que padecía para que aceptara el Trono español, propuso a su yerno, el príncipe Leopoldo, en la primavera de 1869. También es cierto que el general Serrano recibió en julio de 1870 una carta de Leopoldo Katt, un comerciante alemán, elogiando al príncipe Leopoldo Hohenzollern para el Trono de España.
Salazar y Mazarredo, militar unionista, viajó a Vichy en el verano de 1869 para encontrarse con Prim, que descansaba en esa localidad francesa, y le contó su propósito de sondear al Hohenzollern. Prim le dejó hacer. Rascón, embajador español en Berlín, trabajó estrechamente con Salazar. Su gran temor era la negativa de la Francia de Napoleón III, que ya había puesto inconvenientes a Montpensier o a Tomás de Saboya. Mercier, embajador francés en Madrid, enseguida se enteró de las pesquisas españolas, supuestamente secretas, y alertó a su gobierno sobre la posibilidad de que asomara por el Pirineo "un casco prusiano".
El gobierno español, desesperado por encontrar un rey para la revolución y deseoso por acabar con el descrédito nacional e internacional que la interinidad suponía, se volcó en conseguir el sí de Leopoldo Hohenzollern. El 17 de febrero de 1870 Prim escribió oficialmente al éste para ofrecerle la Corona. La carta la portó Salazar, que logró entrevistarse con el príncipe Antón y, más tarde, con Guillermo I. Ambos acabaron dejándolo en manos del canciller Bismarck, el cual, consultado por su rey, enumeró las ventajas: apoyo militar español en caso de guerra con Francia, acuerdo comercial entre Alemania y España, aumento en Europa del prestigio de los Hohenzollern. No obstante, a finales de marzo el príncipe Leopoldo rechazó el ofrecimiento.
Ese mes llegaron a España dos agentes prusianos, el mayor Versen y el doctor Bucher, para verificar la situación política, y quedaron convencidos de que los dos grandes partidos españoles votarían a Leopoldo. Así las cosas, a finales de mayo el Hohenzollern cambió de opinión, y el día 23 de junio envió a Prim una carta diciéndole que admitiría ser Rey de España si así lo votaban las Cortes. Bismarck aconsejó al gobierno español que no publicara
más que la carta del general Prim del 17 de febrero y la contestación de éste [Leopoldo]. Así tendríamos una posición inexpugnable ante el público europeo. Si se mete ruido en Francia preguntaremos sencillamente: ¿Qué quieren ustedes? ¿Quieren ustedes dictar las decisiones de la nación española y un particular alemán?
Salazar llegó a Madrid el 28 de junio con el sí del príncipe alemán. Sin embargo, Prim se hallaba de caza en los Montes de Toledo. El agente español fue recibido por Rivero, el cual, al conocer la noticia, avisó a Ruiz Zorrilla para que éste informara a Prim. Lo hizo, pero de paso también informó a Ignacio Escobar, director de La Época. El secreto de la candidatura se había roto. Los españoles conocieron la trama y, chuscos y cansados de los vaivenes políticos, y dada la dificultad del apellido del candidato: Hohenzollern-Sigmaringen, lo empezaron llamar "Ole ole si me eligen".
Al enterarse Prim de todo esto, creyó perdida la empresa y temió la inminencia del conflicto bélico. Mercier, embajador francés en Madrid, informó a su gobierno, y Napoleón III indicó a su ministro en Berlín, Benedetti, que consiguiera una retractación del rey prusiano. Los malos modos del embajador y el contenido de la petición, que exigía la sumisión alemana al dominio francés, fueron entendidos como un insulto. El camino para la guerra estaba preparado.
En aquellos días, muchos se movilizaron para evitar el conflicto. La reina Victoria de Inglaterra y el rey de los belgas –a instancias de Napoleón III– escribieron al candidato para que renunciara. Olózaga, nuestro embajador en París, se entrevistó con el emperador de Francia y encomendó a un amigo suyo que disuadiera al Hohenzollern. El general Serrano, regente del reino, mandó a un agente, al general López Domínguez, con el mismo propósito. Guillermo I mandó a un oficial de su casa, el coronel Strantz, con idéntico encargo.
Prim informó oficialmente a Mercier y reunió el 4 de julio al Consejo de Ministros bajo la presidencia del regente. Acordaron proseguir con la candidatura y reunir las Cortes el día 20 para hacer el anuncio. Prim, firme ya en su propósito, escribió a Olózaga el mismo día encomendándole hablar con Napoleón III para que aceptara la solución Hohenzollern: "Nos hallábamos muy estrechados y expuestos a ser desbordados por el Duque de la Victoria [Espartero], el Duque de Montpensier y la República". La renuncia se produjo, a pesar de lo cual la guerra estalló.
Madrid deseaba íntimamente el conflicto... y la derrota de Napoleón III, que tanto había manejado la política española. Pero era consciente de la imposibilidad de enfrentarse al ejército francés. Por eso, el gobierno hizo pública la neutralidad de nuestro país, al tiempo que Rascón aseguraba la intervención militar española al secretario de Estado alemán, Thile, el 12 de julio. Sin embargo, Bismarck quedó molesto por la declaración de neutralidad, y el príncipe Leopoldo renunció al Trono.
El gobierno español tuvo que volver a pensar en un candidato alternativo. La derrota de Napoleón III lo puso más fácil, y Amadeo de Saboya se ofreció al cargo, impulsado por su tío, el rey Víctor Manuel II, con el ánimo de extender la influencia italiana en Europa.
¿Hubiera supuesto un avance el reinado de Leopoldo en España? No lo sabemos. No lo fue el de Amadeo de Saboya, aunque no por su culpa, sino por la actuación de los partidos políticos. Esto demuestra que los regímenes constitucionales representativos no descansan sobre un rey benefactor, sino sobre quienes construyen y dan vida a las instituciones, esto es, los partidos y los políticos que los dirigen. Una lección para todos.
Al enterarse Prim de todo esto, creyó perdida la empresa y temió la inminencia del conflicto bélico. Mercier, embajador francés en Madrid, informó a su gobierno, y Napoleón III indicó a su ministro en Berlín, Benedetti, que consiguiera una retractación del rey prusiano. Los malos modos del embajador y el contenido de la petición, que exigía la sumisión alemana al dominio francés, fueron entendidos como un insulto. El camino para la guerra estaba preparado.
En aquellos días, muchos se movilizaron para evitar el conflicto. La reina Victoria de Inglaterra y el rey de los belgas –a instancias de Napoleón III– escribieron al candidato para que renunciara. Olózaga, nuestro embajador en París, se entrevistó con el emperador de Francia y encomendó a un amigo suyo que disuadiera al Hohenzollern. El general Serrano, regente del reino, mandó a un agente, al general López Domínguez, con el mismo propósito. Guillermo I mandó a un oficial de su casa, el coronel Strantz, con idéntico encargo.
Prim informó oficialmente a Mercier y reunió el 4 de julio al Consejo de Ministros bajo la presidencia del regente. Acordaron proseguir con la candidatura y reunir las Cortes el día 20 para hacer el anuncio. Prim, firme ya en su propósito, escribió a Olózaga el mismo día encomendándole hablar con Napoleón III para que aceptara la solución Hohenzollern: "Nos hallábamos muy estrechados y expuestos a ser desbordados por el Duque de la Victoria [Espartero], el Duque de Montpensier y la República". La renuncia se produjo, a pesar de lo cual la guerra estalló.
Madrid deseaba íntimamente el conflicto... y la derrota de Napoleón III, que tanto había manejado la política española. Pero era consciente de la imposibilidad de enfrentarse al ejército francés. Por eso, el gobierno hizo pública la neutralidad de nuestro país, al tiempo que Rascón aseguraba la intervención militar española al secretario de Estado alemán, Thile, el 12 de julio. Sin embargo, Bismarck quedó molesto por la declaración de neutralidad, y el príncipe Leopoldo renunció al Trono.
El gobierno español tuvo que volver a pensar en un candidato alternativo. La derrota de Napoleón III lo puso más fácil, y Amadeo de Saboya se ofreció al cargo, impulsado por su tío, el rey Víctor Manuel II, con el ánimo de extender la influencia italiana en Europa.
¿Hubiera supuesto un avance el reinado de Leopoldo en España? No lo sabemos. No lo fue el de Amadeo de Saboya, aunque no por su culpa, sino por la actuación de los partidos políticos. Esto demuestra que los regímenes constitucionales representativos no descansan sobre un rey benefactor, sino sobre quienes construyen y dan vida a las instituciones, esto es, los partidos y los políticos que los dirigen. Una lección para todos.