Los romanos de la época se las tenían tiesas por la política. Unos, los populares, se apoyaban en las clases menesterosas y pedían reformas legales que beneficiasen a éstas; los otros, los optimates, abogaban por un estado aristocrático cuya máxima expresión era el Senado. Estas pequeñas diferencias eran, en realidad, una simple justificación. Lo que ambos deseaban era el poder, y tanto entonces como ahora cualquier cosa valía con tal de obtenerlo y quedarse a vivir en él.
De la guerra salió vencedor Lucio Cornelio Sila, optimate, que logró de un modo bastante sangriento acabar con sus dos oponentes populares: Cayo Mario y su lugarteniente, Lucio Cornelio Cinna. Sofocada la rebelión popular, muertos y cremados Mario y Cinna, Sila se hizo con la Ciudad Eterna y todas sus dependencias imperiales. Bueno, con todas exactamente... no. Un antiguo camarada de armas de Mario, un tal Quinto Sertorio, se había refugiado en Hispania y se negaba a reconocer la autoridad de Sila.
En Roma, en un primer momento nadie se inquietó. Se trataba, probablemente, de la típica baladronada de un procónsul de provincias que, por las buenas o por las malas, se avendría a razones. Sila destituyó a Sertorio y despachó para Hispania a su sustituto, Lucio Valerio Flaco. La situación se ponía interesante. Por un lado, Sila; por otro, un anónimo general que ni siquiera había intervenido en la guerra civil pero que, quizá precisamente por eso, estaba dispuesto a resistir hasta el final. Sila envió a la península un ejército. Su oponente, previendo la jugada, se acantonó en los pasos de los Pirineos y destacó al mejor de sus hombres, Livio Salinator, con una legión dispuesta para el combate.
A las tropas capitaneadas por Flaco no les costó demasiado barrer a Salinator y perseguir a su jefe por media Hispania. Sertorio salió en estampida hacia el sur; en Cartago Nova, viendo que tenía la vía de escape cortada, embarcó hacia África.
En principio, ahí se deberían haber quedado las llamadas Guerras Sertorianas; pero el general rebelde, que era un hombre muy testarudo, lejos de amilanarse reclutó un nuevo ejército en la provincia de Mauritania y cruzó el estrecho dos años después, con la intención de reconquistar Hispania.
A principios del año 80 ya estaba de nuevo incordiando, esta vez en la Hispania Ulterior, la más alejada de Roma. El ejército de Sertorio cambió de táctica. En lugar de esperar la embestida del Senado, tomó la iniciativa buscando el apoyo de los caudillos locales. Al año siguiente Quinto Sertorio era ya el amo de todo el valle del Guadalquivir y de la Lusitania, cuyas levantiscas tribus se le habían unido de un modo entusiasta. Cuando las noticias llegaron a Roma, Sila aceptó el guante y envió a Hispania dos legiones, al mando de Quinto Cecilio Metelo.
Pero Sertorio tenía algo más que dos legiones perfectamente armadas. Contaba con el apoyo de los celtíberos, ese pueblo indómito que tanto había costado someter. Atacó por tres frentes y venció en los tres. En el valle del Tajo aniquiló a las tropas de Marco Domicio Calvino, en el del Guadiana barrió a Metelo, que hubo de replegarse, y en el del Ebro aplastó a Lucio Manilo, gobernador de la Narbonense, cerca de Ilerda, que es como se llamaba entonces Lérida. En plena racha triunfal llegó Marco Perpenna, otro general del partido de Mario, que había salido de Sicilia expulsado por Sila tras fracasar en un golpe de estado. Perpenna no olvidó traerse consigo a su bien entrenado ejército, de manera que lo que empezó como una rebelión menor se transformó en otra guerra civil entre romanos, la segunda, aunque ésta se estaba librando a miles de kilómetros de la propia Roma.
Sabiendo que Hispania era suya, buscó una ciudad donde asentarse para gobernarla. Escogió Calagurris (Calahorra), probablemente por estar ésta a tiro de piedra de casi todo... y en la cabecera del valle del Ebro, lugar que los de Sila tendrían que atravesar si pretendían recuperar la provincia. Sertorio, entre tanto, se aplicó a convertir Hispania en la nueva Roma. Instauró un Senado a imagen y semejanza del auténtico y lo llenó de exiliados, fundó una academia en Osca (Huesca) para que los hispanos aprendiesen derecho y latín y, ya que estaban, abandonasen sus bárbaras costumbres. Los valientes guerreros indígenas, por su parte, fueron internados en campamentos genuinamente romanos, equipados como tales e instruidos en sus sofisticadas artes bélicas.
La idea de Sertorio era la opuesta a la de la mayor parte de los romanos de su época, que veían el imperio como una inagotable despensa al servicio de la grandeza de Roma. Sertorio aspiraba a convertir en romanos a los conquistados y compartir el festín de la civilización con ellos. Un siglo tardaría Roma en darse cuenta de que ese era el único modo de crear un imperio perdurable, un verdadero orbe romano, una comunidad lingüística regida por las mismas leyes.
Pero, como todo se pega, Sertorio, que quiso sacar romanos de los hispanos, terminó siendo como un hispano. Se identificó tanto con su país de adopción, que se presentaba ante sus hombres como un caudillo celtíbero, acompañado de una corza blanca portadora de buena suerte... que en mala hora se escapó, haciéndole perder una batalla. Los romanos de Roma tomaron pronto cartas en el asunto. Si el sedicioso se salía con la suya, no tardarían en aparecer generales por todas las provincias convertidos en reyezuelos indígenas. Sila envió entonces al mejor de sus generales, Cneo Pompeyo Magno, al frente de un ejército digno de las campañas de Asia, una máquina de ganar batallas a la que Sertorio poca resistencia podría oponer.
Pompeyo consiguió dar la vuelta a la guerra. Le llevó cuatro años vencer a los leales a Sertorio, pero jamás pudo acabar con él. En el año 73, cuando pintaban bastos para los rebeldes, Perpenna conspiró contra el líder. Le atrajo hasta Osca para un banquete por una de sus victorias y allí le asesinó mientras cenaba. El traidor no supo estar a la altura de su predecesor y en poco tiempo perdió todas las ciudades que aún mantenía la rebelión sertoriana. Presentó batalla a Pompeyo, fue derrotado y éste ordenó que lo ejecutasen en el propio lugar de la derrota, por perder y, sobre todo, por traidor, que es lo peor que se puede ser en esta vida.
La última ciudad en caer fue Calagurris, que, emulando la gesta carpetovetónica de la cercana Numancia, se encastilló tras sus murallas y aguantó lo indecible. Hasta canibalismo dicen que hubo: de ahí, quizá, lo de la fames calagurritana, esa metáfora de la condición hispana que nos lleva a hacer cualquier cosa, comernos los unos a los otros si es necesario, antes de afrontar el deshonor de rendirnos. Sertorio nunca se rindió y a punto estuvo de cerrar Hispania con seis siglos de adelanto. Ya sólo por eso merecería la pena saber quién fue.
Pinche aquí para acceder a la web de FERNANDO DÍAZ VILLANUEVA.