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ESPAÑA

Primera represión de liberales

Los liberales históricos españoles pudieron ser ingenuos, doctrinarios, torpes en ocasiones, minoritarios y a veces demasiado tolerantes; lo que no hicieron jamás en su lucha contra el absolutismo fue planear desde el poder la liquidación social, la expatriación o el encarcelamiento masivo de los compatriotas que pensaran de otra manera. Otros no pueden decir lo mismo.


	Los liberales históricos españoles pudieron ser ingenuos, doctrinarios, torpes en ocasiones, minoritarios y a veces demasiado tolerantes; lo que no hicieron jamás en su lucha contra el absolutismo fue planear desde el poder la liquidación social, la expatriación o el encarcelamiento masivo de los compatriotas que pensaran de otra manera. Otros no pueden decir lo mismo.

La primera represión contra los liberales tuvo lugar en cuanto se expulsó a los franceses, en 1814. Los Borbones se habían rendido a los Bonaparte en mayo de 1808, el Consejo de Castilla se había puesto a las órdenes del general Murat y la Iglesia condenó el levantamiento del 2 de Mayo y aceptó a José I, del que se apartó tras sus primeras medidas secularizadoras y desamortizadoras. La Junta Central, levantada en Madrid en septiembre de 1808 con representantes de toda la nación, quiso llenar el vacío que habían dejado esas instituciones. Así las cosas, los liberales y los reformistas dieron a España un gobierno nacional y un proyecto político modernizador, y dirigieron, con el inestimable auxilio británico, la Guerra de la Independencia. Cometieron grandes errores estratégicos, tanto militares como políticos, pero no dejaron de luchar contra el invasor.

Fernando VII, mientras tanto, pasaba sus días en el castillo de Valençay, un lujoso palacio comprado por Napoleón en 1803 y ocupado por Tayllerand, ministro de Exteriores. Allí, Fernando y su hermano Carlos recibían por la mañana clases de baile y música, por la tarde montaban a caballo o en calesa y a veces iban de pesca. Tayllerand organizaba conciertos y representaciones teatrales para entretenerlos. Según lo pactado en Bayona en 1808, Fernando recibía una renta anual de 40.000 francos.

Esta situación, y la confianza que tenía en el poder de Francia, hizo que la actitud del Borbón fuera tan servil que sorprendió al mismo Napoleón, quien lo utilizó para desmoralizar a los españoles publicando en el periódico Le Moniteur las cartas que aquél le había dirigido. El rey español no se ofendió, sino que se lo agradeció porque así todo el mundo vería el "amor" que le profesaba.

Tiempo después, el emperador francés escribiría en la prisión de Santa Elena que Fernando le mandaba cartas "espontáneamente", para cumplimentarle, siempre que conseguía una victoria; "expidió proclamas a los españoles para que se sometiesen, y reconoció a José".

En noviembre de 1813 el sueño imperial francés se desmoronaba. Napoleón creyó entonces que lo mejor era desembarazarse del problema español. Negoció la restauración de Fernando con un tratado comercial y de paz. El Borbón dejó la negociación al duque de San Carlos, que quiso contar con el beneplácito de la Regencia constitucional. Los regentes prefirieron que fueran las Cortes, depositarias de la soberanía nacional, las que decidieran, ya que el decreto del 1 de enero de 1811 establecía que no se reconocería ninguna resolución del rey mientras éste siguiera prisionero. Las Cortes discutieron el asunto, y acordaron en febrero de 1814 que no reconocerían a Fernando VII hasta que no jurase la Constitución, según su artículo 173; un requisito que, visto lo que ocurrió entre 1820 y 1823, hubiera sido inútil.

Los realistas se apoyaron en el catolicismo integrista, que veía en la Guerra de la Independencia una oportunidad para restablecer la unidad del Trono y el Altar. A tal fin, era preciso acabar con los liberales. Así lo decía la prensa servil, como El Procurador General de la Nación y el Rey o La Atalaya de La Mancha, donde el padre Agustín de Castro decía de los liberales:

Tres mil o cuatro mil enemigos de vuestra majestad, mandados los unos a una hoguera y los otros a una isla incomunicable, en nada disminuyen el número de vuestros vasallos. (...) No, la multitud de reos no debe ser un estorbo al castigo; al contrario, por lo mismo que son tantos es necesario más rigor.

Otro integrista, el padre Alvarado, que se hacía llamar el Filósofo Rancio como burla de la Ilustración, escribió a principios de 1814 que matar a los liberales, "la peste" de España, era "benéfico y misericordioso", "una justicia, una necesidad y un bien que el público interés reclama". Claro que esto lo escribía en una publicación periódica titulada Prodigiosa Vida, Admirable Doctrina y Preciosa Muerte de los Filósofos Liberales de Cádiz.

Los reaccionarios generaron un ambiente de preguerra civil y comenzaron a organizarse como si el conflicto fuera inminente. Pero no era una guerra entre españoles lo que Fernando quería, sino un golpe de estado, como el de marzo de 1808, y desatar la represión para consolidar su poder absoluto. Reunió una junta y preparó a sus militares, entre ellos los generales Elío o Eguía, y a profesionales del motín urbano como el conde de Montijo. En cuanto a los sumisos diputados realistas, decidieron sacrificar el régimen constitucional en beneficio de la Monarquía tradicional.

El auténtico freno al ansia revanchista de Fernando y de los integristas fue el gobierno británico. Wellesley, embajador en Madrid, se entrevistó con el rey para sondear sus intenciones. Fernando le dijo que no juraría la Constitución, a lo que el inglés le contestó que la solución era aceptar dicho texto y promover reformas moderadas en el sentido propuesto por los realistas. No se sabe más sobre la conversación, salvo que Wellesley consiguió de Fernando la promesa de que el delito político no se pagaría con sangre.

El plan fernandino comenzó a principios de mayo de 1814 con motines en varias localidades contra los liberales. El día 4 el rey firmó un decreto por el que anulaba todo lo hecho por las Cortes y prometía convocar unas nuevas, estamentales esta vez, para levantar un régimen tradicional, tal y como habían solicitado los realistas en el Manifiesto de los Persas; algo que nunca hizo. Las tropas del general Eguía entraron en Madrid en la noche del 10 de mayo. Se puso entonces en marcha la represión de los liberales; por dos vías, la legal y la popular.

La represión popular la dirigió el partido apostólico, compuesto por los serviles y el clero integrista. Organizaron procesiones en ciudades y pueblos que recorrían las calles destruyendo los símbolos liberales, como las lápidas conmemorativas de la Constitución, y asaltaban las casas de los que se habían identificado con la causa liberal. Estas personas eran arrestadas y sometidas a los tribunales militares o, desde julio, a los de la Inquisición. Lo habitual era que se prendiera en una plaza una inmensa hoguera, en la que ardían ejemplares de la Constitución, así como obras, panfletos y periódicos liberales. Esto era acompañado de muestras de exaltación fernandina y de actos religiosos; no en vano muchas de esas procesiones eran alentadas y dirigidas por el clero. El grito que más se oía en aquellas procesiones era el de "¡Viva el rey! ¡Viva la religión! ¡Muera para siempre la Constitución!".

Ante la imposibilidad de recurrir a las ejecuciones, tal y como se había prometido al gobierno inglés, la represión de la élite liberal pasó por la cárcel, el destierro o la simbólica pena de muerte para los que habían abandonado el país. Era la cara visible de la cacería, la que verían los gobiernos europeos, porque se trataba de los políticos españoles más señalados. De esta manera creían que darían satisfacción a Gran Bretaña.

Fernando había firmado una lista de liberales que había que apresar; entre ellos se contaban los regentes Agar y Ciscar, los ministros de la Regencia, los diputados de tal signo y varios autores de periódicos. Acabaron en la cárcel los patriotas de 1810, de cuando sólo quedaba Cádiz frente al invasor, como Argüelles, Martínez de la Rosa, Muñoz Torrero o Quintana. Otros escaparon, como el conde de Toreno o Álvaro Flórez Estrada, por lo que fueron condenados a muerte.

Los jueces preguntaron al Ministerio de Gracia y Justicia cuál era el delito que habían cometido, a lo que se les contestó que el de haber declarado la soberanía nacional y participado en los decretos de las Cortes. Es decir, no había más delito que el de opinión, ni siquiera podía tratárseles como traidores. La dificultad de los casos obligó a que pasaran de la Sala de Alcaldes de Casa y Corte al Consejo de Castilla, y posteriormente a varias comisiones de Estado.

Los informantes de los casos fueron los diputados realistas, que dieron cuenta a los tribunales de las actividades parlamentarias y los discursos de los liberales. Algunos delataron a casi todos los de Cádiz por haber proclamado la soberanía nacional; otros alegaron ser duros de oído o cortos de vista y, por tanto, no reconocer exactamente a los delincuentes. Otros más, henchidos de odio, inventaron acusaciones; por ejemplo, Antonio Joaquín Pérez, canónigo, diputado por Puebla de los Ángeles (Nueva España), aseguró que los liberales preparaban una "república iberiana".

El resultado de aquella represión, sujeta por la presión inglesa, fue el encausamiento de más de cien liberales, de los cuales 31 eran diputados. Las penas fueron de destierro y cárcel, entre cuatro y ocho años. Los lugares fueron conventos, cuarteles o prisiones; algunos eran insalubres o peligrosos. A Martínez de la Rosa lo mandaron al presidio del Peñón; a Argüelles, al de Ceuta; a José María Calatrava, al de Melilla.

La represión legal también alcanzó a cuadros de la administración y el ejército, a escritores y artistas –haber sido actor en un drama patriótico era considerado delito político–; a asistentes a tertulias, lectores de periódicos, amigos de diputados liberales; incluso a vendedores de ejemplares de la Constitución. Se alentó la delación, con lo que las cárceles se llenaron de sospechosos de liberalismo, que fueron juzgados sin garantías.

Para esta represión se utilizó el Ministerio de la Guerra y la Inquisición. Fernando VII sustituyó el 29 de mayo al moderado Freyre por el absolutista general Eguía en dicho ministerio, que administró la justicia popular –constituida a través de tribunales militares– y el orden público, ya que los jefes políticos –antigua denominación de los gobernadores territoriales– fueron sustituidos por los capitanes generales. De este modo se instauró una especie de dictadura militar. La Inquisición fue restablecida el 21 de julio, y también ella se encargó de la administración de justicia.

La colaboración entre los tribunales de Eguía y los inquisitoriales fue continua, ya que ambos juzgaban delitos políticos. La violencia era algo frecuente en el estudio de los casos. Francisco Belda, posteriormente diputado por Valencia, denunció en 1820 la tortura a que fue sometido por el juez Galinsoja. Peor suerte corrieron Isidoro de Antillón y Antonio Oliveros; el primero murió en el traslado a la cárcel de Zaragoza y el segundo, canónigo, mientras se encontraba desterrado en el convento de La Cabrera.

Fernando VII añadió a esa estructura militar y religiosa un cuerpo de policía secreta que sólo respondía a su persona, y en marzo de 1815 un Ministerio de Seguridad Pública. El entramado fue muy eficaz para la represión de los pronunciamientos que tuvieron lugar desde septiembre de 1814 hasta enero de 1819; al coronel Vidal, cabecilla de este último, el capitán general Elío le apuñaló nada más ser capturado.

A día de hoy no hay cifras de los represaliados tras la restauración de mayo de 1814. Si fueron expulsados del país 20.000 afrancesados con sus familias, se puede pensar en una cifra similar de víctimas de la represión. Los testimonios de presos como Joaquín Lorenzo Villanueva o Manuel José Quintana, y de testigos como Antonio Alcalá Galiano o la condesa de Espoz y Mina, así como los estudios coetáneos de Juan Antonio Llorente y Estanislao Bayo, permiten imaginar una cantidad elevada de afectados. Podría pensarse que es un mito levantado por los liberales, pero no es así. José García de León y Pizarro, ministro de Estado con Fernando VII desde 1816 a 1818, escribió en sus Memorias que, este último año, vio en Valencia cómo funcionaba una "comisión militar" contra los "facinerosos". Contaba espantado que la artimaña legal para liquidar a los liberales era definirlos como "ladrones". La gente estaba aterrorizada, decía, porque había ahorcados "todos los días". Para simplificar el trabajo, "se empezó a fusilar".

Aun así, la represión antiliberal del periodo 1814-1820 fue muy inferior a la que se desató a partir de 1823; pero eso es tema de otro artículo.

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