La NEP, propuesta en origen por Trotsky para paliar los estragos de la guerra civil, se había adoptado a pesar de que Lenin no creía demasiado en ella. Al final, hubo de rendirse ante hechos tan determinantes como la hambruna de 1921 y la rebelión de los marinos en la fortaleza de Kronstadt, que casi dan al traste con su experimento bolchevique. Los resultados, como era de esperar, pues se devolvía parte de la economía a la sociedad civil, fueron excelentes: la agricultura se recuperó sorprendentemente rápido, y la gente volvió a comer a diario. Los productos agrícolas llegaban a todos los rincones del país gracias a que sus propietarios podían comerciar con ellos, lo que les alentaba a ser más eficientes.
El modelo sobrevivió a Lenin, pero poco después de la muerte de éste entró en crisis. Aunque el campo estaba parcialmente privatizado, la industria era estatal y la malgestionaban hombres del Partido. Con la renta que les proporcionaban sus pequeñas explotaciones, los campesinos compraban bienes manufacturados, pero la industria, poco incentivada para producir más y mejor, era tremendamente ineficaz. El precio de los bienes industriales subió durante toda la década, al tiempo que bajaba el de los agrícolas. A aquella coyuntura tan extraña los economistas la conocen como "crisis de la tijera", por la forma gráfica de ambos índices de precios.
El campo se replegó. Los agricultores se protegieron de la inflación guardando cereales en silos, para provocar una escasez que hiciese subir los precios. Entonces intervino el Gobierno, ya presidido por Iósif Stalin, el hombre de acero que se había impuesto a todos en la sucesión de Lenin. En 1928 tenía ya, junto a su camarilla, pergeñado el sustituto del NEP: se trataba de un ambicioso plan estratégico que habría de convertir a la atrasada Rusia en una potencia industrial comparable a las de Europa Occidental. Duraría cinco años exactos, y todas las fuerzas de la nación se volcarían en la consecución del objetivo trazado por el Gobierno. No se ahorraría sacrificio alguno.
Lo primero que hicieron los hombres de Stalin fue acabar con la crisis del grano requisándoselo por las bravas a los campesinos. Si no lo entregaban por las buenas, les mandaba las milicias. Entre 1928 y 1932 el Gobierno saqueó a conciencia los pueblos de toda la Federación. Se calcula que se requisaron 35 millones de toneladas de grano, lo que ocasionó, como primer efecto, la paralización de las pequeñas y productivas granjas cuyo nacimiento había estimulado la NEP. Como es lógico, nadie en su sano juicio iba a plantar una nueva cosecha sabiendo de antemano que un funcionario iba a arrebatársela de las manos el mismo día de la recogida.
Stalin, naturalmente, contaba con ello; contaba hasta con la oposición de Bujarin, a quien tuvo que expulsar del Politburó y posteriormente ejecutar, en la Gran Purga. Con todo el poder en sus manos, acometió la parte principal del plan, que consistía en transformar por decreto el inmenso sector primario de la no menos inmensa URSS para financiar el raquítico sector secundario, heredado de los zares. Transformarse en una gran potencia requería divisas para comprar en el extranjero los bienes de capital imprescindibles que necesitaba la industria: calderas, turbinas, maquinaria pesada, tecnología de todo tipo que tanto ingleses como norteamericanos venderían encantados a la Unión Soviética. Previo pago, claro.
Pero lo único que podía vender fuera la arrasada república de los sóviets eran materias primas, especialmente cereales de las pródigas llanuras del Sur.
Como casi todo en la URSS, el primer plan quinquenal estaba muy mal planificado, y se fue improvisando sobre la marcha. Los campesinos fueron colectivizados forzosamente en granjas estatales de dos tipos: los koljoses y los sovjoses. Stalin prefería los segundos, que eran granjas gestionadas sobre la misma base que las fábricas estatales; pero, por sentido práctico, consintió los primeros, granjas cooperativas donde, al menos sobre el papel, los trabajadores podían aspirar a una parte de los beneficios.
Las regiones más productivas del imperio eran Ucrania y el sur de Rusia, inagotables graneros que habían dado de comer a todo el imperio desde la Edad Media. Y fue allí donde se produjo el repudio a la colectivización. Existía en Ucrania una próspera y numerosa comunidad de pequeños propietarios que el Politburó se apresuró en rebautizar como kulak, que en ruso significa "puño". Sobre este chivo expiatorio se cargó la culpa de la penuria económica, y su liquidación física, la llamada deskulakización, se convirtió en el símbolo de la nueva Rusia soviética.
A través de un decreto del Consejo de Comisarios del Pueblo, se les dividió en tres categorías en función de su peligrosidad: la primera, la de los más renuentes a la colectivización, fue trasladada a campos de trabajo forzado donde la esperanza de vida se medía en meses; la segunda fue deportada a provincias distantes; a la tercera, la menos sospechosa de estorbar los planes del Gobierno, se la dejó en Ucrania a su suerte con diminutas parcelas que apenas daban para comer a una familia.
La OGPU, la policía secreta del Estado, creada por la Checa en 1922, formó una milicia de 25.000 jóvenes del Partido para imponer la colectivización mediante una violencia desatada que convenciese a los kulaks de que cualquier oposición era inútil. Cuando los 25.000 llegaron a Ucrania, emplearon una represión sin miramientos. En las aldeas se organizaban fusilamientos diarios, y luego se arrojaban los cadáveres a fosas comunes. Los niños desnudos con el vientre hinchado vagaban por los campos, comiendo raíces y cortezas de árbol. A tal extremo llegó la degradación genocida de los hombres del PCUS, que el propio Stalin, en un alarde de cinismo, firmó un artículo en Pravda en el que reprendía a los milicianos por su excesivo celo. El artículo se titulaba "El vértigo del éxito".
Cuando se acabaron los kulaks de verdad, los pequeños propietarios, el Gobierno la emprendió con cualquiera que tuviese una simple parcela de tierra, un par de gallinas o un cerdo. A estos infelices les llamaron subkulaks, una categoría especial creada al efecto que el propio Stalin reconocía estaba conformada por gente pobre, pero hostil al Gobierno, y por lo tanto perfectamente sacrificable en aras del socialismo.
El coste en vidas humanas del primer plan quinquenal fue enorme. En sólo un año, entre 1932 y 1933, murieron ejecutados o de inanición unos cinco millones de personas. A éstas habría que sumar todas los que murieron a causa de las requisas de trigo por todo el país. Nunca se sabrá la cifra exacta, porque los criminales se encargaron de ajustar las cuentas a sus víctimas tras un espeso telón de silencio que, en Occidente, tejía laboriosamente la intelligentsia del mundo libre.
A diferencia de lo que ocurrió con los campos nazis, que fueron un secreto hasta para los propios alemanes, la matanza del plan quinquenal podía visitarse si se llegaba a Moscú con las credenciales adecuadas. El Politburó organizaba por aquellos mismos años para su clientela occidental viajes de descubrimiento del paraíso soviético que, en algunas ocasiones, atravesaban en tren los campos de la muerte ucranianos. Ninguno de los pasajeros, todos admirados intelectuales occidentales, dijo ni mu de lo que estaba pasando allí. Era la indeseada –e intrascendente– consecuencia que acarreaba la construcción de la utopía.
Luego la guerra cubrió de olvido las tumbas, y de aquellos kulaks, casi tantos como judíos exterminó el Tercer Reich, nunca más se supo.
Pinche aquí para acceder a la web de FERNANDO DÍAZ VILLANUEVA.
El modelo sobrevivió a Lenin, pero poco después de la muerte de éste entró en crisis. Aunque el campo estaba parcialmente privatizado, la industria era estatal y la malgestionaban hombres del Partido. Con la renta que les proporcionaban sus pequeñas explotaciones, los campesinos compraban bienes manufacturados, pero la industria, poco incentivada para producir más y mejor, era tremendamente ineficaz. El precio de los bienes industriales subió durante toda la década, al tiempo que bajaba el de los agrícolas. A aquella coyuntura tan extraña los economistas la conocen como "crisis de la tijera", por la forma gráfica de ambos índices de precios.
El campo se replegó. Los agricultores se protegieron de la inflación guardando cereales en silos, para provocar una escasez que hiciese subir los precios. Entonces intervino el Gobierno, ya presidido por Iósif Stalin, el hombre de acero que se había impuesto a todos en la sucesión de Lenin. En 1928 tenía ya, junto a su camarilla, pergeñado el sustituto del NEP: se trataba de un ambicioso plan estratégico que habría de convertir a la atrasada Rusia en una potencia industrial comparable a las de Europa Occidental. Duraría cinco años exactos, y todas las fuerzas de la nación se volcarían en la consecución del objetivo trazado por el Gobierno. No se ahorraría sacrificio alguno.
Lo primero que hicieron los hombres de Stalin fue acabar con la crisis del grano requisándoselo por las bravas a los campesinos. Si no lo entregaban por las buenas, les mandaba las milicias. Entre 1928 y 1932 el Gobierno saqueó a conciencia los pueblos de toda la Federación. Se calcula que se requisaron 35 millones de toneladas de grano, lo que ocasionó, como primer efecto, la paralización de las pequeñas y productivas granjas cuyo nacimiento había estimulado la NEP. Como es lógico, nadie en su sano juicio iba a plantar una nueva cosecha sabiendo de antemano que un funcionario iba a arrebatársela de las manos el mismo día de la recogida.
Stalin, naturalmente, contaba con ello; contaba hasta con la oposición de Bujarin, a quien tuvo que expulsar del Politburó y posteriormente ejecutar, en la Gran Purga. Con todo el poder en sus manos, acometió la parte principal del plan, que consistía en transformar por decreto el inmenso sector primario de la no menos inmensa URSS para financiar el raquítico sector secundario, heredado de los zares. Transformarse en una gran potencia requería divisas para comprar en el extranjero los bienes de capital imprescindibles que necesitaba la industria: calderas, turbinas, maquinaria pesada, tecnología de todo tipo que tanto ingleses como norteamericanos venderían encantados a la Unión Soviética. Previo pago, claro.
Pero lo único que podía vender fuera la arrasada república de los sóviets eran materias primas, especialmente cereales de las pródigas llanuras del Sur.
Como casi todo en la URSS, el primer plan quinquenal estaba muy mal planificado, y se fue improvisando sobre la marcha. Los campesinos fueron colectivizados forzosamente en granjas estatales de dos tipos: los koljoses y los sovjoses. Stalin prefería los segundos, que eran granjas gestionadas sobre la misma base que las fábricas estatales; pero, por sentido práctico, consintió los primeros, granjas cooperativas donde, al menos sobre el papel, los trabajadores podían aspirar a una parte de los beneficios.
Las regiones más productivas del imperio eran Ucrania y el sur de Rusia, inagotables graneros que habían dado de comer a todo el imperio desde la Edad Media. Y fue allí donde se produjo el repudio a la colectivización. Existía en Ucrania una próspera y numerosa comunidad de pequeños propietarios que el Politburó se apresuró en rebautizar como kulak, que en ruso significa "puño". Sobre este chivo expiatorio se cargó la culpa de la penuria económica, y su liquidación física, la llamada deskulakización, se convirtió en el símbolo de la nueva Rusia soviética.
A través de un decreto del Consejo de Comisarios del Pueblo, se les dividió en tres categorías en función de su peligrosidad: la primera, la de los más renuentes a la colectivización, fue trasladada a campos de trabajo forzado donde la esperanza de vida se medía en meses; la segunda fue deportada a provincias distantes; a la tercera, la menos sospechosa de estorbar los planes del Gobierno, se la dejó en Ucrania a su suerte con diminutas parcelas que apenas daban para comer a una familia.
La OGPU, la policía secreta del Estado, creada por la Checa en 1922, formó una milicia de 25.000 jóvenes del Partido para imponer la colectivización mediante una violencia desatada que convenciese a los kulaks de que cualquier oposición era inútil. Cuando los 25.000 llegaron a Ucrania, emplearon una represión sin miramientos. En las aldeas se organizaban fusilamientos diarios, y luego se arrojaban los cadáveres a fosas comunes. Los niños desnudos con el vientre hinchado vagaban por los campos, comiendo raíces y cortezas de árbol. A tal extremo llegó la degradación genocida de los hombres del PCUS, que el propio Stalin, en un alarde de cinismo, firmó un artículo en Pravda en el que reprendía a los milicianos por su excesivo celo. El artículo se titulaba "El vértigo del éxito".
Cuando se acabaron los kulaks de verdad, los pequeños propietarios, el Gobierno la emprendió con cualquiera que tuviese una simple parcela de tierra, un par de gallinas o un cerdo. A estos infelices les llamaron subkulaks, una categoría especial creada al efecto que el propio Stalin reconocía estaba conformada por gente pobre, pero hostil al Gobierno, y por lo tanto perfectamente sacrificable en aras del socialismo.
El coste en vidas humanas del primer plan quinquenal fue enorme. En sólo un año, entre 1932 y 1933, murieron ejecutados o de inanición unos cinco millones de personas. A éstas habría que sumar todas los que murieron a causa de las requisas de trigo por todo el país. Nunca se sabrá la cifra exacta, porque los criminales se encargaron de ajustar las cuentas a sus víctimas tras un espeso telón de silencio que, en Occidente, tejía laboriosamente la intelligentsia del mundo libre.
A diferencia de lo que ocurrió con los campos nazis, que fueron un secreto hasta para los propios alemanes, la matanza del plan quinquenal podía visitarse si se llegaba a Moscú con las credenciales adecuadas. El Politburó organizaba por aquellos mismos años para su clientela occidental viajes de descubrimiento del paraíso soviético que, en algunas ocasiones, atravesaban en tren los campos de la muerte ucranianos. Ninguno de los pasajeros, todos admirados intelectuales occidentales, dijo ni mu de lo que estaba pasando allí. Era la indeseada –e intrascendente– consecuencia que acarreaba la construcción de la utopía.
Luego la guerra cubrió de olvido las tumbas, y de aquellos kulaks, casi tantos como judíos exterminó el Tercer Reich, nunca más se supo.
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