La Teoría del Caos, que popularmente se conoce por la frase "El aleteo de una mariposa en Hong Kong puede desatar una gran tormenta en Nueva York", se basa en la relación entre fenómenos aparentemente inconexos pero que tienen un vínculo causal demostrable. Su aplicación científica se hace sobre sistemas dinámicos, donde las condiciones iniciales no permiten predecir un resultado. De hecho, fue el meteorólogo Edward Lorenz uno de los pioneros en este campo.
La ventaja que tiene la Historia es que no entra en el terreno de la predicción, sino que trabaja con acontecimientos que ya han tenido lugar. Sólo hace falta seguir el hilo.
Las posibilidades de establecer reglas de regularidad con la TC son tan grandes, que se aplica en la Antropología, el estudio de las Relaciones Internacionales o la Economía. Su potencial reside en establecer escenarios posibles, y la Historia puede emplearla para salir de tópicos y adquirir perspectiva más globales. Veamos los ejemplos iniciales.
Estados Unidos, pacifista y aislacionista, asistía a la guerra de Europa desde la distancia. Los norteamericanos querían mantenerse alejados de aquel Viejo Mundo de locura, que no había provocado más que desgracias desde 1914. El presidente Roosevelt también fue aislacionista al comienzo de su mandato, e incluso en 1940 llegó a decir:
Nuestro país permanecerá neutral, pero no puedo pedir a los ciudadanos que se mantengan neutrales en el fondo de su alma.
Por su parte, el emperador Hiro Hito albergaba la idea de enfrentarse a EEUU, pero temía que el conflicto fuera aprovechado por Stalin para adentrarse en territorio japonés. La invasión de la URSS por las tropas alemanas proporcionó la ocasión propicia a Tokio para atacar a los norteamericanos.
Cuando Japón invadió la Indochina francesa, en julio de 1941, EEUU se limitó a un embargo parcial de petróleo. Satisfecho, Hirohito sustituyó al príncipe Keroe por el general Tojo en la jefatura del Gobierno; y éste, junto con el almirante Yamamoto, le presentó el plan de ofensiva contra EEUU. El ataque a Pearl Harbor, el 7 de diciembre de ese mismo año, fue un éxito para Japón, pero decantó la opinión pública norteamericana a favor de la intervención.
La participación de EEUU en la Segunda Guerra Mundial y, por tanto, en el reparto y equilibrio del mundo desde la conferencia de Teherán (noviembre de 1943) explica el desarrollo del conflicto en Europa. La toma del sur europeo –Italia, Grecia y Francia–por las tropas anglonorteamericanas aseguró –no sin grandes dificultades y guerras civiles– que esa zona del continente quedara en manos occidentales y, por ende, antisoviéticas. La subsiguiente Guerra Fría dividió el mundo en zonas de influencia, y España quedó del lado occidental, lo que sin duda favoreció el mantenimiento del régimen de Franco, un fiel aliado de EEUU desde 1954.
La TC también se podría aplicar a la Revolución Francesa. Gran parte de la economía doméstica de los colonos ingleses en la Norteamérica del siglo XVIII se basaba en el contrabando. Tras la Guerra de los Siete Años con Francia, el Gobierno británico decidió aplicar unas tasas al comercio en América. En 1767 Townshend, ministro del Tesoro del Gabinete Pitt, impuso tributos al vidrio, al plomo, a la pintura y al té. Las Asambleas coloniales, instituciones reconocidas por las Cartas Provinciales, decidieron entonces boicotear los productos ingleses; fue el Acuerdo de No Importación. Boston se convirtió en el centro de resistencia. Eran frecuentes los ataques a los funcionarios de aduanas, así como los saqueos de los depósitos aduaneros y los asaltos a los tribunales del Almirantazgo. El asunto se puso muy feo; tanto, que Pitt sentenció:
Se debe subordinar a los norteamericanos [...], nosotros somos la madre patria, ellos son niños. Deben obedecer, y nosotros dar las órdenes.
Los norteamericanos hicieron dos cosas: organizarse para no pagar los derechos de aduana y seguir comerciando sin tasas, es decir, practicando el contrabando. Los gastos que le ocasionaba a Londres el control del comercio eran superiores a lo que recaudaba por las tasas. El Gobierno de Su Majestad decidió entonces abolir todos los impuestos menos uno: el que pesaba sobre el té. North, primer ministro desde 1770, intentó que la Compañía de Indias, que pasaba un mal momento económico, se resarciera enviando el té a Norteamérica a un precio reducido.
El 16 diciembre 1773 llegaron los barcos. Hubo una reunión muy numerosa de bostonianos que acordó pasar a la acción. Unos mil hombres disfrazados de pieles rojas fueron al puerto de la ciudad y arrojaron el té al mar. Fue la llamada Boston Tea Party.
La reacción británica fueron las Leyes Intolerables, medidas represivas que irritaron a los norteamericanos y que servirían a éstos de acicate para iniciar (1774) el proceso independentista, proceso que derivó en una larga y costosa guerra. Una guerra en la que intervino la gran enemiga de Gran Bretaña, la Francia de Luis XVI, que para ello se endeudó por valor de 2.000 millones de libras. Ante esto, Brienne, el ministro francés de Finanzas, tuvo que proponer el establecimiento de una subvención territorial a los nobles. Para su aprobación, el Rey tuvo que reunir a la Asamblea de Notables, que llevaba décadas sin ser convocada. Y fue allí donde La Fayette lanzó por primera vez la idea de reunir los Estados Generales. Brienne intentó forzar la aprobación de la subvención territorial, pero un grupo, que comenzó a llamarse nacional o patriota –como los norteamericanos en su independencia– y en el que estaban Condorcet, Danton, Barnave y Mirabeau, boicotearon todos los acuerdos y consiguieron la convocatoria de los Estados Generales, que no se reunían desde 1614.
Los patriotas se sirvieron de las agrupaciones que se fueron creando –logias masónicas, sociedades económicas, tertulias– para difundir sus ideas y publicar folletos y periódicos revolucionarios, que crearon el ambiente político que desembocó en 1789. Es decir, que la insistencia de los norteamericanos en la práctica del contrabando generó un conflicto entre las colonias y la metrópoli en el que se quiso involucrar Francia, y del que ésta salió endeudada y revolucionada.
Por último, veamos la TC aplicada a la coronación de Guillermo I en Versalles, el 18 de junio de 1871.
Todo podría empezar con la negativa de Isabel II a reunir las Cortes en 1866. La Reina vivía su peor momento político. Los progresistas y los demócratas se habían lanzado abiertamente a la revolución, encabezados por el general Prim, que se había pronunciado sin éxito el 3 de enero de 1866 en Villarejo de Salvanés (Madrid), lo que le había conducido al exilio. El 22 de junio se produjo en la capital un nuevo pronunciamiento, conocido como la sublevación del Cuartel de San Gil. O'Donnell, Serrano, Zavala e incluso el moderado Narváez salieron a la calle a sofocar la insurrección, que ya no buscaba un cambio de política o de Gobierno, sino sustituir la dinastía o proclamar la República. El fusilamiento público de 66 implicados en la intentona deterioró la imagen de la Reina, que si no alentó las ejecuciones, tampoco las impidió.
En agosto de 1866 progresistas y demócratas firmaron el Pacto de Ostende (Bélgica), en el que se afirmaba que el objetivo de la revolución era acabar con "lo existente", esto es, los Borbones y su régimen. Pero a esa alianza le faltaba la Unión Liberal, verdadero partido en el que se reunía lo mejor del Ejército español, elemento imprescindible para el éxito de un movimiento revolucionario en el siglo XIX. Sin embargo, la Reina había sustituido al general O'Donnell, presidente del Gobierno y líder unionista, por el general Narvéz, del partido moderado y preparado para la mano dura. El 11 de julio Narváez había cerrado las Cortes, que debían ser reunidas –o convocadas unas nuevas– en el plazo de tres meses. Pero no fue eso lo que ocurrió. Así las cosas, los diputados y senadores unionistas, entre los que se contaba Cánovas, firmaron una protesta. El Gobierno encargó al general Pezuela, capitán general de Madrid, hacerse con el texto; y Pezuela, al no encontrarlo, cercó militarmente la Cámara Baja. Ríos Rosas, presidente del Congreso, pidió audiencia a la Reina para entregarle el manifiesto el 28 de diciembre, pero fue encarcelado junto a otros hombres de la Unión Liberal. La respuesta a la referida protesta fue el destierro de los firmantes y la defección definitiva de los unionistas. Su líder, O’Donnell, afirmará:
Esta señora es imposible. He terminado para siempre mis relaciones con Isabel II. Es muy duro a mis años tener que pasar emigrado la frontera, pero este sacrificio, y quizá otros mucho mayores, exigirá la formidable batalla que se va a entablar entre la libertad y la reacción.
La revolución de 1868 destronó a los Borbones, pero dejó a España sin dinastía, por lo que tuvo que buscar una por casi todos los rincones de Europa. Uno de los candidatos, quizá el más agradable a Prim, fue el príncipe alemán Leopoldo Hohenzollern Sigmaringen. El gran obstáculo era el emperador francés Napoleón III, que no quería verse cercado por una potencia emergente, la Confederación Alemana del Norte, con Prusia como epicentro, y tener en la frontera sur una España con un alemán en el trono. Con el Corona española como pretexto, el francés declaró la guerra al prusiano. Después vino la batalla de Sedán, el 1 de septiembre de 1870, que finalizó con Napoleón III prisionero de Guillermo I, quien, aposentado en el Palacio de Versalles, se hizo proclamar emperador de Alemania.
Es decir, que la decisión inconstitucional de Isabel II de no reunir las Cortes en 1866 provocó la caída de los Borbones en España, lo que a su vez condujo a la guerra franco-prusiana, que posibilitó que un rey prusiano se coronara káiser de Alemania en las inmediaciones de París.
La aplicación de la TC a la Historia es tan discutible como estimulante, y, como decía, permite asumir perspectivas interesantes sobre la multicausalidad de los fenómenos históricos y cargar contra el determinismo.