Era la primera vez en la historia que un monarca de la lejana España se ceñía la corona de Rey de Romanos, a la que se accedía tras una elección por parte de siete príncipes alemanes: tres arzobispos (Maguncia, Tréveris y Colonia), un rey (Bohemia), un conde (Palatinado), un duque (Sajonia) y un margrave (Brandemburgo). Para ser elegido había que cumplir tres requisitos: pertenecer a la familia Habsburgo –tenía preferencia sobre todas las demás–, contar con la aprobación papal –se daba por hecha– y, lo más importante, sobornar generosamente a los príncipes electores para acelerar el trámite y sentarse cuanto antes en el trono de Carlomagno. Y todo por una cuestión de prestigio, porque ser emperador, además de costar mucho dinero, no otorgaba demasiado poder, aunque sí cierta influencia.
Carlos de Habsburgo, que era extremadamente joven, ya tenía poder, mucho más poder que cualquier otro monarca de Europa y probablemente del mundo. Todo se lo debía a una imprevista carambola histórica. La política dinástica de Fernando de Aragón y su obsesión con aislar a Francia había terminado funcionando, y de qué manera. Los dominios del Habsburgo rodeaban a los de los Capeto por los cuatro costados. El emperador, además, añadía diariamente nuevas posesiones en América, era amigo de Inglaterra y sus marinos circunnavegaban el globo. La gloria era suya.
El rey de Francia no estaba, naturalmente, por la labor de aceptarlo. Fracasado el intento de evitar que los españoles se apoderasen del sur de Italia, era fundamental expulsarlos del norte para impedir que tendiesen un pasillo letal que comunicase Italia y los Países Bajos a través de Borgoña. Esto significaba un perpetuo jaque mate a Francia, que no podría expandirse y estaría perennemente expuesta a los caprichos del águila bicéfala hispano-germana, dotada de una letal garra que haría realidad en un día lo que los ingleses no habían conseguido en cien años de guerra.
Todo pasaba por adueñarse de Milán y acantonar fuerzas allí. La campaña empezó unos meses después de la coronación, con muy mala pata, por cierto. Los franceses perdieron dos batallas consecutivas, la de Bicocca y la de Sesia. La primera fue tan fácil de ganar que, en español, una bicoca es algo de poca estima y asequible para cualquiera. La tercera se la tomaron más en serio. En 1524 el rey Francisco I penetró en el Milanesado al frente de un ejército de 40.000 hombres. Ante semejante alarde, la guarnición española abandonó la ciudad y se cobijó en plazas fortificadas de los alrededores como Lodi o Pavía en espera de refuerzos.
Para forzar un tratado de paz que legitimase la invasión, Francisco tenía que limpiar de españoles toda la Lombardía, antes de que le birlasen la conquista. Así que se dirigió presuroso con el ejército de Milán a rendir Pavía, donde se había hecho fuerte el grueso de la guarnición española. Aparentemente una bicoca, pero sólo aparentemente. Tras los muros de Pavía se encontraba Antonio de Leyva, un riojano con muy mala leche, veterano de la guerra de Nápoles, al mando de 6.000 hombres, mil de los cuales eran infantes españoles duros como piedras, de esos que no se rinden jamás.
Francisco I, casi tan joven como el emperador, no tenía idea de lo poco razonables que pueden llegar a ser los españoles en la guerra, de modo que, con su hueste imponente, puso sitio a Pavía y esperó pacientemente la rendición. Todo muy medieval, pero ya no estaban en la Edad Media. A los emisarios de Leyva, entre tanto, les había dado tiempo a avisar para que el emperador acudiese al rescate. Los franceses lo daban por hecho, pero España estaba muy lejos, y además había coordinado lo de Milán con una incursión en Navarra que entretendría al ejército español en los Pirineos. No contaba con que, por aquellos años, a Dios le había dado por hablar español y sus hijos predilectos estaban por todas partes.
El emperador armó dos ejércitos: uno en Nápoles, al mando de Fernando de Ávalos, y el otro en Alemania, guiado por el lansquenete suabo Georg von Frundsberg. La victoria era segura, siempre y cuando Leyva consiguiese resistir. ¿Resistir? Esa era la especialidad de la casa. En Pavía pasaban las semanas, la comida escaseaba y no se cobraba. Los mercenarios alemanes empezaron a inquietarse. No iban a perder la guerra por una cuestión de dinero, pensó Leyva, y obligó a sus oficiales a pagar a los soldados de su propio bolsillo. Los artilleros españoles, que no querían ser menos quijotes que los jefes, rehusaron poner la mano. Ya cobrarían cuando hubiesen ganado la batalla.
A los tres meses de sitio llegó Ávalos desde Nápoles y cortó la línea de suministros entre Milán y Pavía. El rey Francisco tendría ahora que pelear en pleno invierno y con lo que tenía en el campo. Al mes siguiente arribó el ejército de Frundsberg, que se colocó tras las tropas francesas para provocar la acometida de la caballería y neutralizarla. Había que hacerlo de madrugada, aprovechando la oscuridad para apoderarse de un castillo, el Mirabello, que se encontraba a corta distancia de Pavía. Francisco I mordió el anzuelo. Ordenó que la caballería cargase con fuerza sobre la retaguardia española, que la estaba esperando agazapada con la pica en la mano.
Al final se quedó sin el castillo y sin la caballería. Sin ella el ejército francés se quedaba en nada. La situación se había invertido. En sólo unas horas el ejército francés había pasado de sitiador a sitiado. Sin jinetes, a los de Francisco I les habían emparedado en tres frentes. Por detrás y por la derecha estaban los soldados de Frundsberg; y en frente los de Leyva, que salieron de Pavía como un astado al abrir el portón del toril. El general riojano, sabedor de que estaban hambrientos, les había asegurado que la tropa gabacha nadaba en la abundancia y que podrían saciar el hambre si tomaban su campamento.
Así, apelando al estómago, consiguió que se enfrentasen a un ejército mayor en número. Pero no lo hicieron al estilo bárbaro, sino organizadamente, en grupos compactos de arcabuceros, flanqueados por piqueros y jinetes. Avanzaban lentamente, disparando a los caballeros franceses que habían sobrevivido a la refriega de la madrugada. El jinete que conseguía eludir las balas se las veía con el piquero. La caballería española, mientras tanto, iba apartando a los infantes franceses. Una especie de carro de combate prácticamente inexpugnable. A Francisco sólo le quedaba una contramedida: disolver esos grupos a cañonazos. Pero tampoco funcionó. De nada sirve la artillería sin caballeros e infantes que la protejan, y esos estaban cayendo como chinches.
En el clímax del desastre, el general Guillaume de Bonnivet, estratega mayor y antiguo preceptor del rey, se suicidó. Puestos a dejarse la vida, el monarca prefería que se la quitasen o, quizá, caer prisionero y salvarla, que era lo más probable. Se adentró en el campo de batalla a pie y allí fue apresado por un soldado guipuzcoano, Juan de Urbieta, que a punta de espada lo llevó a presencia de Leyva. Francia no sólo había perdido la batalla y más de 10.000 hombres, sino que su rey se encontraba preso de los españoles. El emperador cursó órdenes para que se respetase la vida del Capeto, que fue conducido a Madrid, en aquel entonces una modesta villa castellana, donde ya se encargarían de apretarle las tuercas para que firmase lo que le pusiesen delante.
Lo de permanecer con vida y pasar el mal trago del cautiverio terminó siendo un acierto. Francisco I volvió a Francia, se desdijo de lo que había firmado en Madrid e inició una nueva guerra contra España de la que saldría nuevamente derrotado. Pensó que Carlos había ganado en Pavía porque tenía el apoyo del Papa, así que concertó una alianza con Clemente VII para sacar a los españoles de Italia. Ignoraba, una vez más, que Carlos de Gante era ya un testarudo español dispuesto a cualquier cosa con tal de permanecer en la Bota, incluso a saquear Roma y tomar preso al Papa, pero esa es otra historia.