Los Austrias, que así es como han pasado a la historia –como si quisiésemos desplazar la responsabilidad de sus dislates a orillas del Danubio–, fueron nuestra peor pesadilla económica y la causa de que el país aún ande renqueando medio cojo trescientos años después de que el último de la saga pasase a mejor vida.
La dinastía terminó con un Carlos y empezó con otro, los dos mandibulones, contrahechos y feos como diablos. El debut corrió a cargo de Carlos I, holandés de nacimiento y alemán de vocación que, aunque se decía muy enamorado de España, hizo todo lo posible para hundirla en la miseria. Se metió en todas las guerras que pudo, se compró la corona del Sacro Imperio y dejó la hacienda hecha unos zorros; la hacienda castellana, se entiende, que fue quien soportó los delirios imperiales de esta advenediza familia.
Resumiendo, lo que Carlos de Habsburgo, hoy celebrado como gran emperador de Alemania y mejor rey de España, consiguió en sus casi cuarenta años de reinado fue colocar a la corona española como árbitro europeo por primera –y esperemos que última– vez en la historia. España realmente le importaba poco, tirando a nada. Sus intereses iban más por consolidar a su familia como la incontestable dueña del continente. Pero para conseguirlo tenía que poner de rodillas a los Capetos franceses, conquistar Italia y chulearse a los príncipes alemanes. Esto último previo pago, claro.
Todo eso sin perder las posesiones heredadas en Flandes, Borgoña, Nápoles, España y las remotas Indias, que nunca le interesaron demasiado. Sucedió, además, que en el curso de su reinado a un agustino alemán le dio por montar un cisma que desembocó en una guerra civil en Alemania entre católicos y protestantes. Cumplimentar semejante programa costaba dinero, mucho dinero, mucho más de lo que sus reinos patrimoniales podían proporcionarle. Eso, naturalmente, no le amilanó. La diferencia entre lo que obtenía de sus súbditos y la factura del imperio la pidió prestada con cargo al reino de Castilla, el más próspero y obediente de todos sus dominios.
Dejó así pavimentado a sus sucesores el camino para la eterna bancarrota, que fueron cuatro y todos presentaron la quiebra en una o más ocasiones. El primero en apuntarse a los impagos fue su hijo Felipe, que lo hizo con el emperador aún en vida. Así, en 1557 se declaró lo que entonces se llamaba suspensión de asientos. Los asientos eran los préstamos y los asentistas, los primos que se habían aventurado a dejar dinero a tan dilapidadora familia.
La primera bancarrota fue hija de la enésima guerra contra Francia, que se ganó aun a costa de dar por quebrado el reino. El rey de Francia agachó la testuz y luego se enfangó en unas guerras de religión internas que lo dejaron baldado. Felipe, lejos de aprender la lección, encontró nuevas trincheras donde dejarse los cuartos. La guerra contra el turco y la campaña de Flandes ocasionaron en 1575 la segunda bancarrota. En menos de veinte años ya había quebrado dos veces, y lo haría otra más antes de abandonar este ingrato mundo. Por culpa de otra guerra, esta vez contra los ingleses, a quienes había que devolver al catolicismo a cualquier precio. Dios, a fin de cuentas, hablaba español y el mejor modo de devolverle la cortesía era armar una flota para invadir Gran Bretaña, entonces una isla lejana y atrasada cuyos habitantes andaban siempre metidos en conflictos internos.
Un año después de suspender pagos por tercera vez, Felipe II dio su último suspiro, así que se lo llevaron en andas al panteón que se había hecho construir en su pirámide de El Escorial. El imperio quedaba en manos de su hijo Felipe III, que era un memo de tomo y lomo, aunque más amigo de divertirse que de meterse en guerras. Pero la herencia que le habían dejado era puro veneno, así que en 1607 se vio obligado a suspender de nuevo el servicio de la deuda y renegociar todos los asientos con los acreedores.
Entonces no existían el FMI ni los rescates financieros, de manera que quien quisiese cobrar no tenía otra opción que ponerse a la cola y tratar de salvar el mayor número de muebles posible. Las reestructuraciones de deuda que ofrecían los Austrias españoles solían consistir en dar a elegir a los acreedores entre cobrar los intereses enseguida y olvidarse del principal o aceptar una prórroga sine die del plazo de devolución. Como se ve, ante todo seguridad jurídica.
Felipe III evitó a toda costa los líos europeos de su padre y de su abuelo. Pacificó Flandes, se entendió con los ingleses y sacó provecho de que Francia seguía enredada en querellas religiosas. Su privado, el Duque de Lerma, prefería robar a dominar el mundo y eso, al final, fue una bendición. No ocurrió lo mismo con el valido de Felipe IV, Gaspar de Guzmán y Pimentel, más conocido como Conde-Duque de Olivares. A éste le iba la marcha y gastar sin medida. Reactivó todas las guerras, se inventó otras nuevas y armó un follón monumental de puertas adentro cuando, falto de fondos y préstamos, quiso que Aragón y Portugal contribuyesen al esfuerzo imperial.
El resultado fue inmediato. En quince años la corona declaró la quiebra tres veces: en 1647, en 1652 y en 1662. Cuatro años después, muertos y enterrados Felipe IV y su Conde-Duque, el hijo del primero, un retrasado mental que puso punto y final a la dinastía, anunció la octava bancarrota. España no daba para más.
El broche final lo pusieron los tratados de Utrecht-Rastatt, que borraron de un plumazo las posesiones europeas, las mismas por las que el país se había desangrado durante dos siglos.
Para entonces, del antiguo esplendor de los Habsburgo españoles no quedaba nada. El nuestro era un reino agotado que se batía en retirada en todos los frentes. Ni el aparentemente inagotable tesoro americano había conseguido frenar la ruina. Los monarcas, adictos al crédito y a gastar sistemáticamente mucho más de lo que ingresaban, desperdiciaron la inmensa suerte que tuvieron nuestros antepasados al encontrarse casi por casualidad con América.
Las minas de México y Perú trabajaban a jornada completa para amortizar deudas. La plata y el oro viajaban de La Habana a Sevilla y de ahí a las arcas de los prestamistas, por lo general genoveses y alemanes. Ni Castilla ni el resto de España recibieron nada a cambio. Madrid, la flamante Corte imperial, no se hizo de mármol y maderas nobles, sino de ladrillo y sillarejo. El país perdió población y se sumió en un atraso crónico viciado de superstición, ignorancia y malas costumbres, algunas de las cuales todavía persisten.
La dinastía austriaca había trabajado para sí misma cimentando su quimera sobre una cadena de bancarrotas, única en la historia de Europa y me atrevería a decir que hasta del mundo. A ellos, a los Austrias, se lo debemos. Mal haríamos en olvidarlo, y peor hacemos en homenajearles en cuanto se nos presenta la menor oportunidad.