Empezó Túnez en diciembre, al mes siguiente cayó Ben Alí y los egipcios tomaron el relevo; en febrero Mubarak dimitió y la chispa prendió automáticamente en Libia, donde se espera que la larguísima tiranía de Gadafi pase a la historia antes de terminar marzo. Luego vendrán otros, y seguiremos preguntándonos cómo y por qué ha ocurrido todo esto tan rápida y sincronizadamente.
Lo que está pasando en el norte de África no tiene nada de extraño. Repasando la historia de las revoluciones, es muy poco habitual que se produzcan de manera aislada. Uno de los comportamientos más típicamente humanos es el de la emulación. Lo hacemos desde pequeños, y es uno de los principales elementos en el aprendizaje. Una cultura dada es, en esencia, una emulación de lo que hicieron los antepasados combinado con lo que hacen los contemporáneos. Cuando faltan los unos o los otros, la cultura tiene que inventarse de cero o se estanca irremediablemente. Lo primero es lo que le sucedería a una hipotética comunidad de niños náufragos. Lo segundo es lo que sucedió en los archipiélagos del Pacífico o en las mismas islas Canarias antes de la llegada de los españoles. Al no tener a nadie a quien imitar, su desarrollo cultural fue extremadamente lento.
Con las buenas (y con las malas) ideas, el hombre comercia desde la noche de los tiempos. A este fenómeno se le pueden poner frenos desde el poder, pero no hay manera de erradicarlo.
Las revoluciones políticas, es decir, la ruptura violenta con un sistema determinado, no son una excepción. Más bien todo lo contrario. Basta que un país empiece para que los más afines y cercanos en desarrollo le copien inmediatamente. Se produce entonces una ola revolucionaria, que es lo que estamos viendo ahora en los países árabes.
La primera revolución del mundo moderno no fue la francesa, sino la norteamericana, que estalló quince años antes y para 1789 cerraba ya su ciclo, con la aprobación de la Constitución. Lo que sí hicieron los franceses fue, tomando aquélla como modelo, llevarla mucho más lejos y, con Napoleón, exportarla por la fuerza a toda Europa. El ciclo histórico que va del Boston Tea Party al Congreso de Viena le cambió la cara al mundo occidental. Sus excesos y, sobre todo, las guerras napoleónicas provocaron un reflujo que no tardó en remitir.
Una nueva ola sacudió Europa en 1820. Empezó en la América española y continuó por la propia España, Nápoles y Grecia. Diez años más tarde alcanzaría Francia (de nuevo) y Bélgica. El brote de 1830 sería sólo un aperitivo de lo que vendría 18 años después. En 1848 hubo levantamientos populares en Francia (otra vez), en los estados italianos, en los principados alemanes, en Dinamarca, en Hungría, en Polonia, en Irlanda y en Rumania.
Aquel año hasta los pacíficos suizos se revolucionaron: en noviembre de 1847 estalló una pequeña guerra civil, la Sonderbundskrieg, entre cantones católicos y protestantes. Llegó poca sangre al río (menos de 100 muertos), y a su término Suiza quedó conformada como un estado federal regido por una Constitución que, con algunas revisiones posteriores, sigue vigente.
El resto del mundo se mostró indiferente al espasmo europeo de 1848, del mismo modo que hoy miramos con sorpresa cómo los árabes se adueñan de sus calles y derrocan a sus dictadores. Aquellas revoluciones tuvieron consecuencias inmediatas: nacieron dos grandes naciones-estado, Alemania e Italia, y el nacionalismo se enseñoreó del continente, para desgracia de los viejos imperios multinacionales, como el austriaco, que tenían ya los días contados.
Europa estuvo recogiendo los frutos de la explosión del 48 durante más de cincuenta años. Para el cambio de siglo, el siguiente ciclo revolucionario calentaba motores. Éste no vendría impulsado por asonadas populares que aspiraran a barrer los últimos restos del Antiguo Régimen, sino por minúsculas vanguardias de partido convencidas de que a la Historia se le podía dar un empujoncito.
En 1917 un cañonazo del acorazado Aurora en el puerto de Petrogrado abrió la veda. En los restos del Imperio Ruso, la primera revolución socialista terminó triunfando, aunque, eso sí, tras cinco años de guerra civil y cerca de cinco millones de muertos. Cuando la rusa daba sus primeros compases, en Alemania estalló una violenta revolución urbana que derivó en un enfrentamiento civil entre la vanguardia comunista y el resto del país. En Alemania, la revolución no consiguió imponerse gracias a que los socialdemócratas se negaron a poner sus barbas a remojar después de ver cómo a su colega ruso Alexander Kerensky se las afeitaban en seco.
La revolución alemana se extendió a Austria con idénticos resultados. El panorama que dejó fue, no obstante, tan devastador que los alemanes pronto entrarían en un nuevo ciclo revolucionario de signo socialista, aunque esta vez hibridado con el nacionalismo decimonónico. Una bomba de relojería que explotó con gran potencia sólo veinte años después de haberse cerrado, en falso, la primera revolución alemana.
La II Guerra Mundial sirvió de catarsis colectiva para el Occidente europeo. A partir de ese momento serían las urnas, el imperio de la ley y los mecanismos propios del mercado lo que dirimiría las diferencias entre unos y otros. Europa se norteamericanizó, abrió un proceso de integración supranacional y dejó las violencias revolucionarias para uso y disfrute del naciente Tercer Mundo. Éste no tardó en recoger el testigo... a su manera, claro. Los años 60 y 70 asistieron a una cadena de sangrientas revoluciones de cuartel en el África negra que dejaron el continente hecho unos zorros.
La otra revolución, la soviética, que se había quedado enquistada tras la guerra, fue dilatando por la fuerza de las armas su radio de acción, hasta que, a final de siglo, implosionó silenciosamente, dejando un improductivo solar a sus espaldas. Fue entonces cuando floreció la primavera de las naciones del este de Europa, una primavera, cómo no, perfectamente sincronizada en los países más cercanos al Telón de Acero. Los más alejados tuvieron que esperar varios años; otros, las repúblicas centroasiáticas, siguen allí, en un extraño limbo entre el socialismo y el mundo moderno del que algún día tendrán que salir, y lo harán, lógicamente, de un modo sincronizado.
Y en estas estábamos cuando se ha abierto el inesperado ciclo de cambios en el mundo árabe, cuyas estructuras políticas permanecían inalteradas desde la sacudida revolucionaria que siguió a la descolonización de África y Asia. Un mundo donde impera desde hace medio siglo una variante muy nociva de socialismo, que ha acumulado tensión e insatisfacciones durante demasiado tiempo y que ahora, como el casco de un submarino que navega a demasiada profundidad, chirría tembloroso. Sólo el tiempo dirá si siguen abriéndose vías de agua o si el hundimiento definitivo de un sistema caduco, tiránico e ineficiente puede esperar unos cuantos años más.
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