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ESPAÑA

No todo fue guerra civil

En los últimos años ha surgido una línea historiográfica que interpreta la historia contemporánea de España como la de una guerra civil permanente desde 1808. Habría, así, dos Españas: la que no pudo ser, la que quería ser europea, progresista y social, y la anclada en la tradición y el dogmatismo, oligárquica y opresora, que fue la que se impuso. La victoria de esta España sobre la otra justificaría el atraso hispano en todos los órdenes.

Es una tendencia que se apoya en un supuesto aislamiento y una excepcionalidad del país respecto al resto de Europa.

De esta guisa, España no habría mantenido guerras exteriores ni expediciones militares en el siglo XIX, sino que se agotó en luchas cainitas, en una interminable guerra civil que surcó el Ochocientos hasta desembocar en el conflicto de 1936. La negación se debe a que si se reconoce que España participó en guerras y conflictos fuera de nuestras fronteras junto a las potencias europeas, se debilita tanto el argumento de la excepcionalidad y el aislamiento como el del cainismo como único vertebrador de la historia contemporánea del país.

Sin embargo, las intervenciones militares españolas durante el siglo XIX, la época de la construcción del Estado nacional, fueron las propias de una potencia de segundo orden. La política exterior estuvo guiada entonces, como indicó José María Jover, por el propósito de acompañar a Inglaterra y Francia, siempre que estuvieran de acuerdo, y de abstenerse en caso de enfrentamiento entre ambas. Al mismo tiempo, el vínculo con el imperio colonial obligó a aventuras exteriores. En consecuencia, las intervenciones militares españolas fueron numerosas. Podemos considerar en primer lugar las guerras coloniales, que fueron pocas pero largas, como las mantenidas con los independentistas hispanoamericanos, que abarcaron el primer cuarto del siglo XIX. Pero es que el conflicto de Cuba se mantuvo desde 1868, pasando por el espejismo de la Paz de Zanjón (1878), hasta la intervención norteamericana de 1898.

A estos dos conflictos es preciso sumar el originado por la segunda guerra de independencia de Santo Domingo, entre 1863 y 1865. Después de que solicitaran el reingreso a la Corona española, los dominicanos se lanzaron de nuevo a la guerra, animados por Estados Unidos. Fue el general Narváez quien dijo a un joven y reticente Cánovas que ni un hombre ni una peseta más irían para allí.

Si las guerras coloniales fueron duras, tanto como las que pudieron mantener primeras potencias como Gran Bretaña o Francia, no menos lo fueron las mantenidas con otros países o las expediciones militares al exterior: pensemos, por ejemplo, en la que tuvo por objetivo Portugal y que tuvo lugar en junio de 1847: comandada por el general Manuel Gutiérrez de la Concha, pretendía pacificar el país vecino, inmerso entonces en una guerra civil entre liberales y absolutistas. El ejército español, cuya actuación fue elogiada por el gobierno británico, ayudó a la reina María II a estabilizar el régimen liberal sin derramamiento de sangre.

Dos años después, en 1849, otra expedición, esta vez a Italia, dirigida por el general Fernández de Córdoba, acompañó a las tropas francesas de Napoleón III para reponer en el trono al huido papa Pío IX, quien temía por su vida debido a la violencia demostrada por los republicanos. A pesar de que el protagonismo militar lo tuvo Francia, fue el gobierno español el que tomó la iniciativa de reunir un congreso europeo que estudiara el caso de Roma.

En 1859, los ataques rifeños a las plazas de Ceuta y Melilla acabaron en una declaración de guerra al Imperio de Marruecos. Jaleado por toda la prensa, especialmente por la progresista, el ejército español libró entre 1859 y 1860 un conflicto exitoso en todos los órdenes: el patriótico, el económico, el político, incluso el cultural. De aquí surgió uno de los héroes míticos del Ochocientos español: Juan Prim. Fue precisamente Prim el que comandó la expedición a México de 1861, también liderada por Francia y en la que igualmente participó Inglaterra. Juiciosamente, ante la situación mexicana y las verdaderas intenciones de Napoleón III, el general Prim decidió no intervenir. No hubo guerra, pero tampoco aislamiento internacional.

Sí hubo guerra, en cambio, en el Imperio de Annam, el actual Vietnam, donde el ejército español combatió junto al francés entre 1858 y 1862. Tuvo un papel de primer orden en la toma de Saigón y en la ocupación del delta del Mekong. Murieron mil quinientos soldados españoles. En la otra punta del Pacífico, Chile, Ecuador, Perú y Bolivia combatieron contra España entre diciembre de 1865 y mayo de 1866, aunque la paz no se firmó hasta 13 años después.

La historia contemporánea de España no es una suerte de larga guerra civil que culminó en la de 1936, ni este último conflicto fue el crisol donde se volcaron todos los problemas acarreados o mal resueltos. Una interpretación de este tipo es demasiado simple, cae en el presentismo y se muestra claramente insuficiente para explicar los procesos políticos, sociales, económicos y culturales de un país tan complejo como el nuestro.

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