La rebelión catalana fue un baño de sangre desde el primer momento. Los payeses de Gerona atacaron a las tropas acantonadas allí para defender el Principado de los franceses; luego, esos mismos payeses bajaron hasta Barcelona hoz en mano y degollaron al virrey, un catalán llamado Dalmau de Queralt. En Portugal, donde siempre han sido mucho más serenos, la cosa fue infinitamente más tranquila: tras una conspiración secreta auspiciada por tres hidalgos –allá también gastaban de eso: fidalgos se llamaban–, los conjurados entraron en el Palacio Real de Lisboa y apresaron al secretario de Estado, el portugués Miguel de Vasconcelos, a quien tiraron por una ventana; con resultado fatal: en el Terreiro do Paço aquel día no había montón de estiércol que amortiguase la caída. Después invitaron educadamente –lo cortés no quita lo valiente– a la virreina, Margarita de Saboya, a abandonar el país de inmediato.
Las defenestraciones, como ya se sabe, jamás fueron preludio de nada bueno. Cuando la de Praga aún coleaba, la de Lisboa encendió el enésimo frente bélico que atormentaba al apurado rey de España. La conspiración de Lisboa desembocó en una guerra civil entre sus súbditos hispanos. Fue una guerra larguísima, de cerca de un cuarto de siglo, que se libró en territorio portugués. Nuestros vecinos la conocen como Guerra de Restauración; nosotros, simplemente, como la rebelión portuguesa.
La guerra duró tanto porque en aquel sindiós guerrero en que vivía, el de Portugal era el menor de todos los dolores de cabeza que afligían al Rey. Los portugueses, además, disponían de excelentes fortalezas desde tiempos de la Reconquista, ideales para parapetarse y eternizar el conflicto.
Las tropas reales trataron de tomar, sin éxito, Elvas en 1644, visto lo cual se dejó el asunto para cuando acabase la guerra con Francia. Y la guerra con Francia acabó en 1659, con la Paz de los Pirineos.
En Portugal temían que, tan pronto como llegase a un acuerdo con Luis XIV, Felipe IV se echaría sobre ellos con toda su artillería. Ese convencimiento les llevó a ponerse en manos de Carlos II de Inglaterra, con quien firmaron un acuerdo que permitía a los generales portugueses reclutar soldados en Gran Bretaña. Desde entonces Portugal ha sido una suerte de protectorado inglés, siempre al servicio de Su Graciosa Majestad, que le ha dado apoyo a cambio de sumisión y oporto. A los portugueses les molesta que se lo digan, pero qué se le va a hacer.
Para dirigir ese ejército –reforzado con varios miles de escoceses e ingleses– se contrató al general alemán Federico de Schomberg, un mercenario de lujo que conocía a la perfección las tácticas españolas porque antes había trabajado para suecos y franceses. En Madrid, el Rey, que quería acabar cuanto antes con la insurrección, encargó a su hijo bastardo Juan José de Austria que condujese un ejército hasta Portugal y tomase Lisboa.
La primera parte de la campaña fue como la seda. Las plazas del sur se rendían enseguida a las tropas españolas. La ciudad de Évora, a medio camino entre Lisboa y Badajoz, cayó en la primavera de 1663, lo que invitaba a pensar que la guerra acabaría antes de lo previsto. Pero Schomberg se anticipó sorprendiendo al ejército de Juan José en los alrededores de Estremoz, donde lo masacró sin piedad. Évora pronto volvió a manos portuguesas.
A esas alturas, después de 23 años de guerra, ambas partes estaban cansadas. Aquello costaba un Potosí, el comercio estaba interrumpido y los pillajes en las localidades fronterizas se habían convertido en moneda corriente. Los españoles, para colmo, no tenían demasiada motivación y el estado del ejército real era lamentable. La situación en Portugal era exactamente la contraria. Las dos Cortes eran una metáfora de la guerra: mientras en Madrid un viejo y agotado Felipe IV se preparaba para morir (lo haría ese mismo año), en Lisboa Alfonso VI, un apuesto joven de poco más de veinte años, se jugaba todo en aquella empresa: la corona, el reino y hasta la vida. Sus súbditos, sabiamente incitados por la nobleza con un anticastellanismo que hundía sus raíces en la Edad Media, se prepararon meticulosamente para el asalto final.
Éste se produjo en 1665 en Montes Claros, una aldea cercana a Villaviciosa, a poca distancia de la frontera. El ejército español, formado unos 15.000 infantes y 7.000 jinetes al mando del marqués de Caracena, penetró en el Alentejo copiando la estrategia seguida por Juan José de Austria tres años antes. Una vez dentro puso sitio a la pequeña fortaleza de Villaviciosa con la esperanza de que se entregase pronto y la campaña pudiese continuar hacia Évora, Setúbal y Lisboa.
Pero esta vez a los portugueses ya no les cogió desprevenidos. En Lisboa se planteó la cuestión como algo de vida o muerte. Si se les dejaba avanzar, quizá la fortuna no acudiría en su ayuda como en Estremoz y los españoles conseguirían llegar hasta la Corte y destronar al Rey. Luego llenarían el reino de soldados como en Flandes y ya no habría manera de sacarlos de allí. España era un tigre viejo y herido, sí, pero esos son los más peligrosos y traicioneros.
Hecha esta pequeña reflexión, Alfonso ordenó al marqués de Marialva que hiciese una leva masiva y se dirigiese con presteza hasta la villa sitiada para enfrentarse cara a cara con los españoles. Era como tirar una moneda al aire. Marialva podía conseguirlo... o no, así que arengó a sus hombres haciéndoles ver que de Castilla nunca había venido "nem bom vento, nem bom casamento". Tenía, aparte del socorrido refrán, a Schomberg, que permanecía invicto y había conseguido reorganizar el ejército portugués hasta convertirlo en una máquina bien engrasada para medirse con los tercios españoles.
Cuando los portugueses llegaron a Montes Claros, Caracena se encalabrinó y dio orden de formar y lanzarse sobre el enemigo. Suponía que los portugueses, reclutados a toda prisa, no podrían aguantar la embestida. Se equivocó de medio a medio. Para empezar, su moral de combate era mucho más alta y, para terminar, habían escogido el lugar donde pelear, por lo que partían con una ventaja fundamental. Caracena quiso zanjar rápido el asunto y envió tres cargas consecutivas de caballería, que chocaron contra el muro artillero que Schomberg había colocado tras las líneas intuyendo que el español querría hacerlo todo pronto y mal. A la tercera carga, la línea de frente española se echó para atrás y comenzó el combate de infantería.
Ahí es donde Caracena pudo comprobar lo importante que es tener una buena razón para luchar. Los portugueses, hispanos a fin de cuentas, no cedieron un palmo de terreno y fueron retranqueando la línea hasta que, después de siete horas de combate, las primeras unidades españolas empezaron a desbandarse, sin que Caracena pudiese hacer nada. Antes de que la derrota fuese aún más absoluta y reclamase su propia vida, tocó a retirada. Lo que quedaba del ejército real volvió sobre sus pasos hasta Badajoz, donde se puso a salvo tras sus muros.
La Guerra de Restauración terminó en aquel campo de batalla. Meses después murió Felipe IV, dejando como heredero a un niño de cuatro años que además era medio tonto. Sus muchos reinos quedaron a cargo de una Junta de Regencia, compuesta por hombres principales de los Consejos de Castilla y Aragón, el Santo Oficio y el arzobispo de Toledo. Aunque el que de verdad mandaba era Juan Everardo Nithard, un jesuita tirolés que le tenía sorbido el seso a la reina Mariana.
Fue este Nithard el que decidió que Portugal no merecía más esfuerzos. Posiblemente fue un error. A la larga el rey de España tenía las de ganar, ya que Portugal era un reino pequeño y poco poblado. Su principal aliado, Inglaterra, tampoco era especialmente temible en esa época. La paz se firmó en Lisboa en 1668. Desde entonces sólo se ha roto en una ocasión, con motivo de las guerras napoleónicas; el resto del tiempo portugueses y españoles nos hemos limitado a ignorarnos mutuamente, que, la verdad sea dicha, no es mala manera de evitar conflictos.