El Rey se va, y enseguida se produce uno de esos fenómenos que se registran periódicamente en la historia de España y que resisten cualquier análisis psiquiátrico sensato. Y es que, como muy bien dijo uno de los ministros de Alfonso XIII, España se acostó monárquica y se levantó republicana. Sí: tras la proclamación de la II República en Éibar se produce una oleada de entusiasmo republicano en toda la nación, pese a que sólo unas horas antes la nación había votado en una proporción de 5 a 1 a favor de las candidaturas monárquicas en unas elecciones municipales. Camilo José Cela cuenta cómo, en Madrid, unos manifestantes empezaron a cantar La Marsellesa sin pasar del "Allons, enfants de la patrie": el resto lo tarareaban.
La reconfiguración del espectro político fue verdaderamente espectacular: emergen una serie de fuerzas que hasta entonces habían tenido un escasísimo peso –Partido Socialita incluido– pero que enseguida se harán con las riendas de la situación. Se trataba de fuerzas antisistema en su práctica totalidad, con objetivos absolutamente incompatibles entre sí, salvo el de liquidar la Monarquía parlamentaria. Eso, precisamente, explica el fracaso del régimen en un período tan corto de tiempo.
Este análisis no es que lo haga yo, setenta años después: ya lo hizo Josep Pla en Madrid. El advenimiento de la República, donde hace una radiografía del nuevo régimen tan exacta, que uno se da cuenta de que aquello va a acabar como el rosario de la aurora.
Los republicanos de izquierdas eran poco menos que unos cuantos notables como Azaña con escasa o nula imbricación con el pueblo español. A grandes rasgos, su proyecto es el de la Constitución mexicana de 1917; es decir, se trataba promulgar una Constitución formalmente democrática pero que no permitiera a la oposición la menor posibilidad de acceder al poder. Es el sistema del PRI en México. Un sistema en el que los medios de comunicación estuvieran férreamente controlados –fueron de los primeros en darse cuenta de que en una sociedad, si no democrática, aparentemente democrática el poder depende en buena medida de los medios–, muy influido por la masonería e impregnado de un profundo anticlericalismo.
El peso del modelo de los republicanos de izquierda va a ser enorme en la Constitución de 1931. Ahora bien, chocaba con los planes de otros grupos de izquierdas, como el Partido Socialista, que aunque sólo se lanzaría de manera clara por la vía de la revolución a partir del año 33, ya estaba en esa línea en 1931.
No es que Largo Caballero se volviera loco; no: ya lo dijo Pablo Iglesias: estamos en la legalidad cuando la legalidad nos favorece, y en contra de la legalidad cuando la legalidad no atiende nuestros propósitos. Lo cual es algo absolutamente maravilloso... y actual.
Por lo que hace a los nacionalistas catalanes, tenían una visión como la de los republicanos de izquierda pero orientada hacia la independencia.
En las primeras horas del nuevo régimen, la derecha desapareció. Quedó limitada al partido de Lerroux, al que Pla, con muy buen sentido, definirá como el partido de los obispos y de las monjas; lo cual no dejaba de tener su aquél, habida cuenta del pasado anticlerical del veterano político.
Esta nueva división política no tenía en cuenta tres circunstancias que acabarían siendo cruciales:
La reconfiguración del espectro político fue verdaderamente espectacular: emergen una serie de fuerzas que hasta entonces habían tenido un escasísimo peso –Partido Socialita incluido– pero que enseguida se harán con las riendas de la situación. Se trataba de fuerzas antisistema en su práctica totalidad, con objetivos absolutamente incompatibles entre sí, salvo el de liquidar la Monarquía parlamentaria. Eso, precisamente, explica el fracaso del régimen en un período tan corto de tiempo.
Este análisis no es que lo haga yo, setenta años después: ya lo hizo Josep Pla en Madrid. El advenimiento de la República, donde hace una radiografía del nuevo régimen tan exacta, que uno se da cuenta de que aquello va a acabar como el rosario de la aurora.
Los republicanos de izquierdas eran poco menos que unos cuantos notables como Azaña con escasa o nula imbricación con el pueblo español. A grandes rasgos, su proyecto es el de la Constitución mexicana de 1917; es decir, se trataba promulgar una Constitución formalmente democrática pero que no permitiera a la oposición la menor posibilidad de acceder al poder. Es el sistema del PRI en México. Un sistema en el que los medios de comunicación estuvieran férreamente controlados –fueron de los primeros en darse cuenta de que en una sociedad, si no democrática, aparentemente democrática el poder depende en buena medida de los medios–, muy influido por la masonería e impregnado de un profundo anticlericalismo.
El peso del modelo de los republicanos de izquierda va a ser enorme en la Constitución de 1931. Ahora bien, chocaba con los planes de otros grupos de izquierdas, como el Partido Socialista, que aunque sólo se lanzaría de manera clara por la vía de la revolución a partir del año 33, ya estaba en esa línea en 1931.
No es que Largo Caballero se volviera loco; no: ya lo dijo Pablo Iglesias: estamos en la legalidad cuando la legalidad nos favorece, y en contra de la legalidad cuando la legalidad no atiende nuestros propósitos. Lo cual es algo absolutamente maravilloso... y actual.
Por lo que hace a los nacionalistas catalanes, tenían una visión como la de los republicanos de izquierda pero orientada hacia la independencia.
En las primeras horas del nuevo régimen, la derecha desapareció. Quedó limitada al partido de Lerroux, al que Pla, con muy buen sentido, definirá como el partido de los obispos y de las monjas; lo cual no dejaba de tener su aquél, habida cuenta del pasado anticlerical del veterano político.
Esta nueva división política no tenía en cuenta tres circunstancias que acabarían siendo cruciales:
1) La izquierda más importante, la CNT, era extrasistema del nuevo sistema. Durruti no hablaba a humo de pajas cuando decía: siempre preferiremos una república burguesa a una monarquía parlamentaria; pero también somos enemigos de la República, y vamos hacia el comunismo libertario. De hecho, la CNT se sublevó periódicamente, porque ése no era su régimen.
2) La fuerza de la derecha, en un primer momento extraparlamentaria, que desde el principio pensó que aquello iba a acabar en una revolución y había que intentar contenerla.
3) La importancia de la Iglesia Católica.
La Iglesia Católica acepta el cambio de régimen, no diría yo que encantada de la vida pero, vamos, con una rapidez extraordinaria. Así, si la República se proclama el 14 de abril, el día 15 ya Ángel Herrera –personaje, por cierto, muy mitificado, pero del que creo habría mucho que hablar– publica en El Debate una afirmación de acatamiento del nuevo régimen. Y el 9 de mayo los obispos emiten una pastoral en la que se insiste en la aceptación de la República. Es más: cuando el Gobierno expulse al cardenal Segura, por una carta pastoral en la que hacía de referencia a lo buena que había sido la Monarquía con la Iglesia, los obispos no reaccionarán.
La visión de los obispos fue admirable, como colocar la cabeza en el tajo; y el resultado, terrible.
Esa actitud de la Iglesia no alteró lo más mínimo los planes de los republicanos y la masonería; de hecho, lo que hizo fue acentuar el desprecio de los anticlericales, que por otro lado concluyeron que una entrega tan rápida y abierta era un signo de la debilidad del enemigo.
Volveremos sobre ello, pero ahí hay una lección interesante: cuando se pacta con el enemigo, es dudoso que éste no lo vea como una muestra de debilidad; sobre todo si hablamos de un enemigo adepto a formas totalitarias de pensamiento.
Pinche aquí para escuchar la versión radiada de este capítulo de la BREVE HISTORIA DE ESPAÑA PARA INMIGRANTES, NUEVOS ESPAÑOLES Y VÍCTIMAS DE LA LOGSE.
La visión de los obispos fue admirable, como colocar la cabeza en el tajo; y el resultado, terrible.
Esa actitud de la Iglesia no alteró lo más mínimo los planes de los republicanos y la masonería; de hecho, lo que hizo fue acentuar el desprecio de los anticlericales, que por otro lado concluyeron que una entrega tan rápida y abierta era un signo de la debilidad del enemigo.
Volveremos sobre ello, pero ahí hay una lección interesante: cuando se pacta con el enemigo, es dudoso que éste no lo vea como una muestra de debilidad; sobre todo si hablamos de un enemigo adepto a formas totalitarias de pensamiento.
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