A la muerte del dictador, no había nadie con la audacia suficiente para hacerse con todo el poder. Lavrenti Beria y Georgi Malenkov, sin embargo, concertaron sus actos con el fin de suceder conjuntamente al camarada fallecido.
Los nuevos hombre fuertes del Kremlin
Beria era el jefe de la policía secreta con el cargo de viceprimer ministro, lo que en un Estado como el soviético le daba muchísimo poder y lo convertía en un personaje extremadamente temido. Responsable de las persecuciones estalinistas, abominó de ellas inmediatamente después de la muerte del dictador. Muchos presos políticos fueron liberados. La idea del cruel político era desligarse desde el principio de aquellas atrocidades, a las que tanto había contribuido.
El poder de Beria se explicaba también porque era el encargado de desarrollar el programa nuclear soviético. Desde el mismo momento de la muerte de Stalin, mantuvo a todos sus camaradas a oscuras en cuanto al estado del armamento nuclear ruso, lo que les impidió valorar adecuadamente la posición de la URSS en el concierto internacional en plena Guerra Fría. De hecho, en el Kremlin poco menos que cundía el pánico. Es verdad que habían probado con éxito la bomba atómica en 1949, pero en Moscú no ignoraban que 1) carecían de medios para arrojar una sobre EEUU; 2) los estadounidenses disponían desde 1952 de la mucho más poderosa bomba de hidrógeno; 3) estaban rodeados por un anillo de bases militares estadounidenses, desde las que los norteamericanos podían lanzar sus bombarderos de largo alcance y barrer del mapa media docena de ciudades rusas. La llegada de un republicano a la Casa Blanca unos meses antes, con una retórica mucho más agresiva que la del demócrata Truman, y la debilidad y desconcierto que inevitablemente transmitía al mundo el régimen soviético a la muerte de Stalin hicieron que en el Kremlin se creyera que un ataque estadounidense era extraordinariamente probable. Controlando la información acerca de los progresos soviéticos en el campo nuclear, Beria podía modular a su capricho este pavor.
Georgi Malenkov era completamente diferente de Beria. Se trataba de un apparatchik muy desideologizado de espíritu pragmático. En Occidente habría sido considerado un tecnócrata. Su inteligencia, unida a una prudencia siempre alerta, le había ayudado a sortear las regulares purgas estalinistas. Tras la muerte de Stalin se hizo con la sucesión nominal al ocupar el cargo de primer ministro. Formalmente era el puesto más poderoso de la URSS, y cualquiera con agallas y redaños suficientes lo hubiera aprovechado para, en unos meses, hacerse con todo el poder. Pero de agallas y redaños no iba precisamente sobrado Malenkov.
Los dos hombres eligieron como primer secretario del partido a quien creyeron menos peligroso, el campechano y algo rudo, pero simpático, Nikita Jruschov. Éste al principio se limitó a hacer su trabajo de la manera más oscura posible, sin llamar la atención ni asomar la cabeza.
De este modo quedó constituido lo que se llamó el "liderazgo compartido", en contraste con el liderazgo individual que había desempeñado Stalin. Jruschov, Malenkov y Beria conformaron, pues, la troika que rigió los destinos de la Unión Soviética en los años siguientes a la muerte de aquél.
Giro en política exterior
Convencidos del peligro inminente que se cernía sobre la URSS, Beria y Malenkov consideraron indispensable adoptar una posición más apaciguadora. Para dirigir la nueva política exterior fue requerido el viejo Viacheslav Molotov, que ya había sido ministro de Asuntos Exteriores; hasta que en 1949 lo destituyó Stalin, tras meses de sucesivos desencuentros. Beria y Malenkov querían como canciller a un experto diplomático que, sin embargo, fuera obediente. Sin embargo, Molotov, disciplinado y obediente con Stalin, demostró ser más díscolo con Beria y Melnkov. Y pronto la troika dio paso gobierno a cuatro: las opiniones de Molotov, al menos en política exterior, había que tenerlas en cuenta.
Dos eran los problemas de política exterior que acuciaban a la URSS. El primero era la Guerra de Corea. El segundo, la cuestión alemana. En la Guerra de Corea hubo acuerdo general de que era muy peligroso seguir manteniendo la situación de enfrentamiento, pues ese escenario de escaso interés estratégico para Moscú podía sin embargo arrastrar a la URSS a un enfrentamiento nuclear con los Estados Unidos. En cuanto a Alemania, en cambio, las opiniones estaban muy enfrentadas.
Beria, que desde el principio quiso controlar la política exterior y ejercer como líder de facto de la URSS, era partidario de impedir el rearme de Alemania Occidental y su integración en la OTAN ofreciendo a Washington la unificación de Alemania, que pasaría a ser un país neutral, desmilitarizado y sin presencia de tropas extranjeras en su territorio. Esta propuesta no era nueva. Ya la había lanzado Stalin en 1952, precisamente con la misma finalidad, evitar la integración de Alemania Occidental en el bloque capitalista. La idea de Stalin había sido rechazada en Occidente porque se pensó que se trataba de una estratagema del georgiano para acabar convirtiendo esa Alemania reunificada en un satélite comunista. En Moscú, ahora que era Beria (apoyado de un modo poco enérgico por Malenkov) quien la defendía, la propuesta fue considerada una traición a los principios del marxismo-leninismo y a los millones de rusos muertos durante la Gran Guerra Patriótica.
Molotov se opuso con vehemencia. Para él, era de todo punto inaceptable abandonar a los camaradas de Alemania del Este y permitir que la joya de los satélites soviéticos dejara de serlo. Su postura encontró el firme respaldo de un nuevo sujeto dispuesto a jugar enérgicamente sus bazas, Jruschov. Éste no se puso del lado de Molotov tanto por convencimiento como por ser consciente de que coincidía con la opinión de la mayoría de los gerifaltes del Presidium –antes conocido como Politburó–.
Que Molotov y Jruschov se salieran con la suya demostró que la fuerza de Beria y Malenkov era precaria.
Jruschov se hace con el poder
Durante los días 16 y 17 de junio de 1953 se produjeron diversas revueltas obreras en Alemania del Este, en protesta contra las últimas medidas comunistas, que habían llevado el país al borde del colapso económico. Tales protestas demostraron que la visión de Beria era acertada y que el régimen comunista sólo podía sostenerse allí con la ayuda económica rusa, por un lado, y la constante presencia del Ejército Rojo, por el otro, lo que convertía Alemania en un foco de tensiones que podrían desembocar en la III Guerra Mundial. Sin embargo, Jruschov utilizó las revueltas para responsabilizar de ellas a Beria, al que acusó de haber secretamente socavado la autoridad de los comunistas alemanes, en especial la de Walter Ulbricht.
Beria fue detenido pocos días después de los desórdenes. Registrados sus papeles, se descubrió una carta dirigida al mariscal Tito, que no había llegado a ser enviada, en la que le proponía restaurar las relaciones yugoslavo-soviéticas. La carta fue presentada como una prueba definitiva de la traición de Beria, lo que condujo a su ejecución en diciembre. La pusilanimidad de Malenkov, que nunca se puso abiertamente del lado de Beria, lo libró de la cárcel y de la ejecución. Fue obligado a adherirse a las posiciones del tándem Molotv-Jruschov, pero lo hizo, como era previsible en él, a regañadientes y sin energía.
Ulbritch, cuya desastrosa política económica había provocado las revueltas, fue apuntalado al frente del régimen germano-oriental, y la división de Alemania en dos países, integrados cada uno de ellos a hoz y coz en cada uno de los dos bloques, quedó consolidada.
Malenkov, que había sido capaz de conservar su cargo de primer ministro, intentó introducir en la política exterior soviética elementos de pragmatismo encaminados a llegar a un entendimiento con los Estados Unidos. Sin embargo, a partir de la detención de Beria la política exterior soviética la dirigiría el partido, controlado por Jruschov, y no el Gobierno, donde Malenkov había quedado como figura meramente decorativa. En febrero de 1955 éste fue obligado a dimitir, lo que hacía oficial lo que venía siendo desde hacía año y medio la realidad del poder soviético.
En cuanto a Jruschov, después de haber liquidado a Beria tras acusarle de traición a los principios del marxismo-leninismo y, por lo tanto, a su vocación expansionista y universal, adoptó una política, si no idéntica, sí similar a la apaciguadora que había preconizado el viejo jefe de la policía secreta. Así fue como el agreste ucraniano aceptó para Austria la solución que no había querido para Alemania, esto es, desmilitarización a cambio de neutralidad. Luego hizo las paces con Tito, que fue lo que quiso hacer Beria y que le valió el ser acusado de traición.
Jruschov se hizo con el poder no sólo por ser el más audaz, sino por ser quien mejor supo manejar en la URSS post-Stalin esa combinación de elementos de la política soviética que eran el internacionalismo comunista, por un lado, y el imperialismo ruso, por el otro. En definitiva, el nuevo primer secretario comprendió mejor que nadie que, si bien era cierto que la Unión Soviética sólo sobreviviría si era capaz de difundir el comunismo por todo el globo, también lo era que esto sólo podía hacerlo mediante una política imperialista de vieja escuela, con grandes dosis de Realpolitik. Molotov creía más en lo primero que en lo segundo. Beria más en lo segundo que en lo primero. Malenkov no creía en lo uno ni en lo otro y pensaba que debía perseguirse el fin de la Guerra Fría.
Jruschov fue el único capaz de convencerse de que el internacionalismo comunista, que era el fin, era indispensable para la supervivencia del régimen, y de que el imperialismo ruso era el único medio disponible para alcanzarlo. Las contradicciones de esta estrategia fueron las que llevaron a la URSS a la derrota, pero lo cierto es que, gracias entre otros a Jruschov, el régimen fue capaz de sobrevivir 35 años a su mejor intérprete, Iósif Stalin.
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