Toda Hispanoamérica se convirtió en un campo de batalla hecho de revoluciones y golpes de estado. En Asia y en África, la descolonización fue también escenario de la Guerra Fría caliente. Y en Europa una docena de organizaciones terroristas sembraron de terror las calles, con el respaldo y la financiación de Moscú. Prácticamente no hubo conflicto, nacional o internacional, en el que los Estados Unidos y la URSS no tomaran partido. Pero todo ocurrió sin que los ciudadanos de la URSS y Estados Unidos tuvieran la sensación de estar inmersos en una guerra. Es más, creyeron que todos aquellos terribles episodios eran la válvula de escape gracias a la cual el enfrentamiento total no llegaría a producirse, lo que les permitiría seguir con sus vidas de un modo más o menos normal.
Hubo un puñado de norteamericanos y soviéticos que sí combatieron, que arriesgaron sus vidas y en ocasiones las perdieron. Fueron los agentes de los servicios secretos, la CIA y el KGB. Para ellos, la Guerra Fría fue abrasadora. Y encima no hubo recompensas. Fue una guerra sin medallas, sin desfiles, sin honor, cuajada de mentiras y engaños. Se combatió... no por lograr un mundo mejor, sino por conservar el presente, muy imperfecto, cuando no abiertamente despreciable en cuanto se rascaba un poco.
En muchos sentidos, la Guerra Fría fue una guerra de espías. Y dentro de ese marco no hubo límites. No hubo límites morales ni económicos. Todo valía. Los sacrificios impuestos a estos soldados sin uniformes ni rostro fueron iguales o mayores que los exigidos a los soldados de cualquier otra guerra. En el bando norteamericano, la encargada de reclutarlos, entrenarlos y mandarlos a la muerte fue la CIA.
El antecedente
Cuando el imperio japonés atacó Pearl Harbor, los Estados Unidos carecían de un servicio de inteligencia. La Armada y el Ejército (la Fuerza Aérea no era todavía independiente) tenían su propia inteligencia militar, pero no intercambiaban información y la calidad de la misma era muy pobre. Hacía falta un servicio unificado.
A esta misma conclusión llegó Roosevelt tras el ataque japonés. Por eso encomendó a un amigo, el general William J. Donovan, la creación de ese servicio de inteligencia. Lamentablemente, por no desairar al Pentágono o por miedo a que adquiriera excesivo poder, la recién creada Office of Strategic Services (OSS) quedó bajo mando de la Junta de Jefes de Estado Mayor, no del presidente, como hubiera deseado Donovan. A pesar de su falta de independencia y de la escasa competencia del general, la OSS tuvo notables logros, no comparables a los del SOE británico. Terminada la guerra, la OSS fue disuelta por orden directa de Truman el 20 de septiembre de 1945.
La guerra burocrática
Lo que Truman quería era una agencia de información, no un ejército de operaciones encubiertas. Por eso creyó que la OSS no le serviría para tiempos de paz. Su convicción era compartida por muchos en Washington; las discrepancias surgían cuando se hablaba de quién debía controlarla: el Pentágono quería retener el mando, mientras que el Departamento de Estado consideraba que una agencia de información para tiempos de paz tenía que ser una especie de servicio diplomático paralelo dependiente del propio Departamento. Incluso John Edgar Hoover, director del FBI desde 1924, tenía ambiciones al respecto.
Finalmente, el 26 de enero de 1946 Truman se decidió a crear el Central Intelligence Group (CIG), una agencia de información dependiente del Ejército, la Armada, la Secretaría de Estado y la Jefatura del Gabinete Militar del presidente. Este grupo fue denominado National Intelligence Authority. A su vez, se creó el cargo de director central de Inteligencia, encargado de dirigir la nueva agencia pero sometido a la autoridad del órgano colegiado del que dependía el CIG.
Algunos agentes del viejo OSS, como Richard Helms y James Angleton, permanecieron en sus puestos en Europa por orden del Pentágono. Otros, como Frank Weisner o Allen Dulles, prefirieron volver a sus bufetes. En el Pentágono se creó la Unidad de Servicios Estratégicos (SSU) para realizar operaciones encubiertas aprovechando lo que quedaba de la OSS.
Muy pronto, este esquema se reveló ineficaz. Para empezar, el primer director central de Inteligencia, Sidney Souers, no quería el cargo, y tampoco logró jamás saber qué se esperaba de él. Encima, sus asesores jurídicos del Pentágono le advirtieron de que el CIG era por completo ilegal, porque el presidente carecía de autoridad para crear una agencia sin el consentimiento del Congreso, y mucho menos podía financiarla.
El 10 de junio de 1946 Souers dimitió y Truman lo sustituyó por el general Hoyt Vandenberg. Nada más tomar posesión, Vandenberg se quedó aterrado por los informes provenientes de Europa y recogidos por la red de agentes levantada por Helms. Todo hacía pensar que Stalin estaba a punto de abalanzarse sobre Europa Occidental, Turquía y Oriente Medio. El Pentágono pensaba que el lugar ideal para romper las líneas de suministro soviéticas en caso de ataque era Rumanía. La SSU fue encargada de crear en este país una quinta columna preparada para golpear y sabotear las líneas soviéticas. Al poco, la red fue descubierta.
Desde su bufete, Allen Dulles empezó a moverse con idea de volver al mundo de los espejos. Movilizó a todos sus amigos de Washington para sabotear al CIG y lograr la creación de un verdadero servicio de inteligencia, a cuyo frente no podría estar otro más que él.
Nuevos vientos en Washington
El CIG fue un intento de crear un servicio de inteligencia para tiempos de paz. Ocurrió sin embargo que desde principios de 1947 Truman se convenció de que lo que se avecinaba no era precisamente la paz, sino la guerra con los soviéticos. Los hombres empeñados en resucitar la OSS para luchar con los rusos: Frank Weisner –que, mientras tanto, había vuelto al servicio–, Richard Helms y Allen Dulles, empezaron a ser respaldados por otros que, como ellos, estaban convencidos de la perversidad soviética. George Kennan ya había enviado su Telegrama Largo, donde denunciaba las aspiraciones imperialistas de Moscú. George Bedell Smith, recién nombrado embajador en la URSS, fue inmediatamente ganado para los puntos de vista de Kennan. James Forrestal, secretario de la Armada, estaba convencido de lo mismo.
En marzo de 1947, cuando Truman formuló la doctrina que lleva su nombre, la suerte estaba echada. Los norteamericanos combatirían el expansionismo soviético por todo el globo. Y para eso hacía falta no un servicio de inteligencia de tiempos de paz, sino una agencia capaz de dirigir operaciones encubiertas en el exterior. La idea era financiar, armar y alentar toda oposición comunista que se hallara en aquellos lugares y países donde los comunistas amenazaran hacerse con el poder o ya lo hubieran tomado. Había llegado el momento de crear la CIA.
El 26 de julio de 1947 Truman firmó la National Security Act, previamente aprobada por el Congreso. Esta ley creó la Secretaría de Defensa e independizó la Fuerza Aérea, que incluiría al poderoso Mando Aéreo Estratégico, esto es, las bombas atómicas. Creó igualmente el National Security Council. Y, finalmente, dependiente de éste, dio a luz a la Central Intelligence Agency, la CIA. Entre sus funciones, nada se dijo de perpetrar operaciones encubiertas o montar ejércitos secretos, pero la comunidad de inteligencia norteamericana dio por hecho que esas serían sus principales misiones. Algunos historiadores de izquierdas aventuran que la CIA nació como un monstruo incontrolado sin que las autoridades lo supieran. Puede que fuera un monstruo, y también que estuviera incontrolado, pero es impensable que sus creadores no fueran conscientes de a qué estaban dando vida.
El nacimiento oficial de la CIA no acabó con las ambiciones por controlarla. La ley atribuía cierta independencia a la agencia, y lo cierto es que la tuvo hasta después de terminada la Guerra Fría. Con renovado empeño, Allen Dulles pugnó por sustituir al timorato Hillenkoetter, que a su vez había sustituido a Vandenberg, a quien sus asesores legales habían advertido de que la agencia no podía emprender acciones encubiertas sin autorización del Congreso (lo cual, dicho sea de paso, es una sandez, pues ¿cómo podrían ser encubiertas unas operaciones autorizadas por un Parlamento bicameral?). Truman apreciaba a Dulles y valoraba su competencia, pero su descarado alejamiento del partido demócrata durante las elecciones de 1948, que dieron otro mandato a aquél, le impidió ponerlo al frente de la flamante CIA.
El bloqueo de Berlín
Durante ese mismo año de 1948, los soviéticos jugaron el órdago de bloquear Berlín. Uno de los grandes problemas que tuvo que afrontar la Casa Blanca fue el de saber si merecía la pena resistir. Si los soviéticos estaban dispuestos a llegar hasta el final y desencadenar una guerra, no valía la pena provocarla por conservar Berlín Occidental. Ahora, si Moscú estaba jugando de farol, resistir por medio del puente aéreo daba la oportunidad de infligir a los soviéticos una grave humillación. La CIA proporcionó a la Casa Blanca información que aseguraba que los rusos no estaban dispuestos a desencadenar una guerra por tan nimio asunto. De modo que todo lo que había que hacer era aguantar hasta que Moscú desistiera. El agente que suministró esta información se llamaba Tom Polgar, un emigrado húngaro, acérrimo anticomunista, cuyo mayordomo tenía un amigo que hacía las mismas funciones para un oficial soviético de la Karlshorst, cuartel general de la inteligencia soviética en Berlín. Polgar contó también con la información que le suministraba la amante de un policía alemán que tenía buena relación con los rusos. Polgar les prestaba su apartamento para sus encuentros.
Puede que fuera por pura casualidad, pero lo cierto es que la información suministrada por Polgar era correcta y la CIA la consideró fiable. Cabe incluso la posibilidad de que fueran los informes de la CIA los que convencieron a Truman de resistir, a pesar de las advertencias del Pentágono de que no podrían aguantar un asalto de los rusos y de que el escaso valor estratégico de Berlín Occidental, excesivamente expuesto, aconsejaba abandonarlo. Truman nunca explicó por qué había concluido que lo mejor era aguantar. Quizá no fuera tanto por principio como porque estaba bien informado.
Luego vinieron algunos éxitos y muchos fracasos, pero, con todo, Estados Unidos ganó la Guerra Fría, y muchas de las bajas que hubo que soportar para vencer las sufrió la CIA.
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