La tenebrosamente hilarante obra de Daniel Okrent Last Call: The Rise and Fall of Prohibition (Última ronda: auge y caída de la Ley Seca) da cuenta de la forma en que los americanos acabaron con un derecho masivamente ejercido –y condenaron a la ruina a la quinta industria más potente de su economía– a fin de que su país fuera aún más virtuoso. Pero lo que consiguieron fue algo muy distinto: abrir las puertas del Infierno.
Ahora que la Administración vuelve a empeñarse en hacer mejores a los americanos –pretende decirles cuánta sal deben tomar, qué tipo de bombillas han de utilizar, etc.–, el libro de Okrent se revela un manual de primera sobre la ley de las consecuencias no deseadas.
Nuestro autor nos informa de que el barco que llevó a John Winthrop a Massachusetts (1630) también transportaba 10.000 galones de vino, y tres veces más cerveza que agua. Más anécdotas sustanciosas: el desayuno de John Adams consistía en una jarra de sidra; James Madison bebía una pinta de whisky al día; hacia 1830, el consumo anual per cápita de bebidas espirituosas entre los adultos era equivalente a 90 botellas de alcohol de 80 grados.
No era infrecuente que el whisky fuera más potable que el agua, pero, sea como fuere, lo cierto es que los americanos bebían demasiado. Por otro lado, el apoyo de las mujeres a la prohibición supuso un revulsivo para el movimiento que luchaba por los derechos de aquéllas: el derecho a hacer uso de la propiedad de una sin interferencias del marido borracho, el derecho a divorciarse del marido borracho, el derecho a votar a los políticos que cerraran los garitos donde se emborrachaba el marido borracho... Así las cosas, no es de extrañar que la Asociación de Destilerías de los Estados Unidos se opusiera al sufragio femenino.
Las mujeres que luchaban por la prevalencia de la sobriedad no pretendían instaurar el impuesto sobre la renta, fomentar la emergencia de un sindicato nacional del crimen, hacer posible Las Vegas; redefinir el papel de la Administración federal y el derecho a la privacidad, el "derecho a ser dejado en paz", que con el tiempo acabó dando pie al derecho a abortar. No lo pretendían, pero fue lo que acabaron consiguiendo.
Allá por el año 1900, el consumo per cápita de alcohol era parecido al actual; pero la mera templanza no bastaba a las activistas a lo Carry Nation: ésta medía seis pies, "tenía los bíceps de un estibador, el rostro de un funcionario de prisiones y la tenacidad de un dolor de muelas", y quería a toda costa imponer la Prohibición. Se salió con la suya gracias a la sofisticada tenacidad de la Liga Contra las Tabernas, que en su momento de máximo esplendor llegó a gastar anualmente el equivalente a 50 millones de dólares de los de hoy. Según Okrent, ha sido "el grupo de presión más poderoso de la historia" de EEUU. Cómo no sería su fuerza, que llegó a impedir el rediseño de los distritos electorales tras la publicación del censo de 1920, el primero en arrojar una mayoría de población urbana, precisamente la más proclive a empinar el codo.
Antes de que la Decimoctava Enmienda ilegalizara el consumo de alcohol, la Decimosexta hubo de legalizar el impuesto sobre la renta. Para 1910, las tasas a las bebidas alcohólicas representaban el 30% de los ingresos federales.
Las leyes de compensación por accidentes de trabajo hacían que los patronos estuvieran vivamente interesados en que su mano de obra fuera abstemia. Okrent escribe que Asa Candler, fundador de Coca Cola, vio en la Prohibición el remedio ideal. Por otro lado, el sentimiento antigermano presente en el país a raíz del estallido de la Primera Guerra Mundial alimentó el deseo de castigar a los cerveceros con nombres como Busch, Pabst, Blatz y Schlitz. En cuanto al progresismo del presidente Woodrow Wilson, durante la contienda se convirtió en la excusa perfecta para lo que Okrent denomina "la súbita intromisión del Gobierno federal en incontables aspectos de la vida cotidiana".
Y entonces llegó la Ley Seca.
Durante sus primeros años apenas consiguió reducir el consumo de alcohol en un 30%. Enseguida los contrabandistas consiguieron hacerse con lanchas más rápidas que las barcazas de los guardacostas. En cuanto a los tribunales, recibieron tal cantidad de denuncias por quebrantamientos de la Ley Seca, que el plea bargaining empezó a usarse a discreción a fin de acelerar el imposible fortalecimiento de la norma. Cómo no serían las cosas, que Detroit pasó a ser conocida como la Ciudad del Alambique.
Los agentes encargados de que se cumpliera la Ley Seca estaban encantados con su trabajo; no por el salario, de unos 1.800 dólares, sino por los sobornos que podían sacar. Fiorello La Guardia se choteaba abiertamente del Gobierno: "Para vigilar a los primeros 150.000 agentes habrá que contratar otros 150.000". Las exenciones de que se beneficiaban el vino de misa y el alcohol de uso clínico se convirtieron en agujeros enormes y muy lucrativos.
Tras 13 años de andadura, la Prohibición, reducida por aquel entonces a una alianza entre criminales y cristianos evangélicos, fue barrida por una marea de alcohol y por los esfuerzos de millonarios como Pierre du Pont, que esperaban que la vuelta del impuesto a las bebidas alcohólicas viniera acompañada de una reducción del impuesto sobre la renta. Eso fue, precisamente, lo que ocurrió.
Por lo que hace a los ex contrabandistas, encontraron nuevas oportunidades de negocio al sur del desierto de Nevada. Las Vegas, ya saben. Ah, y durante la Segunda Guerra Mundial los empleados de las destilerías fueron declarados exentos del servicio militar: se les consideraba esenciales para el esfuerzo bélico.
De la lectura del libro de Okrent podemos extraer numerosas lecciones, entre las que, en este punto final, podemos citar dos: 1) cuando se enfrenten la ley y el deseo, apueste por el deseo; 2) entonces, los americanos demostraron ser magníficamente ingobernables por gobernantes entrometidos: a ver si somos capaces de tomar buena nota...
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