Nada funcionaba en la URSS, la segunda nación más poderosa del mundo y la más extensa del globo, en la que, sin embargo, la gente pasaba hambre y vivía hacinada en edificios antiguos y mal mantenidos.
Ese mismo verano Moscú fue un ir y venir de intrigas. Los pocos deudos que había dejado sin purgar el Vozdh se acuchillaron por su túnica. De la refriega salió victorioso Nikita Jruschov, arquetipo de self-made man a la soviética a quien Stalin había mimado y hecho su virrey en Ucrania. Jruschov, hombre menudo, simpático y enredador, apenas había asistido cuatro años a una escuela rural en su primera infancia. Pero tenía algo que a otros faltaba: cierto encanto personal y una gran habilidad para no significarse demasiado.
Esas cualidades le habían permitido sobrevivir purga tras purga, hasta postularse como el mejor –y acaso único– piloto posible y deseable para dejar atrás la larga noche en que el nefasto Koba había sumido al imperio bolchevique, antaño dichosa patria de los trabajadores en la que se miraban los menesterosos del mundo.
Jruschov era un comunista de la vieja escuela, pero no estaba loco ni era especialmente malvado. Creía en el proyecto soviético y en que la genuina sociedad socialista podría algún día materializarse. Pero en aquel año de mudanzas el socialismo real no podía presumir de mucho. Los obreros berlineses que levantaban la Stalinallee se habían rebelado contra los amos soviéticos y el descontento cundía por toda la Europa del Este. Era un aullido sordo cuyos ecos llegaban hasta Moscú, ciudad inmensa, ajada y desabastecida, metáfora misma de un país exhausto al que empezaban a faltar las energías revolucionarias.
Lo primero que quiso solucionar el premier recién ascendido fue la cuestión alimenticia. Era intolerable que la URSS, cabeza de medio mundo, pasase hambre. La colectivización de los años 30 había conseguido justo lo contrario de lo que perseguían sus promotores. El grano cosechado en casa no daba para alimentar a todos, de modo que, apretando los dientes y comiéndose el orgullo, las autoridades tenían que importar grano todos los años del ogro capitalista.
La Unión Soviética era muy grande y en su mayor parte estaba despoblada, así que, como nadie se planteaba devolver la tierra a los campesinos, la solución pasaba necesariamente por roturar parcelas en las vacías estepas de Asia Central para cultivar cereales. Eso liberaría miles de hectáreas de la fértil Ucrania, que se dedicarían a la ganadería. El plan contemplaba que Kazajistán se dedicase al trigo y al arroz y Uzbekistán, una república de clima más cálido, al algodón.
Todo iba a ser muy romántico. Nada de deportaciones forzosas como las de Beria, que, aparte de ineficaces, habían proporcionado muy mala prensa internacional a los sóviets. Los colonos del Asia Central serían jóvenes rusos y ucranianos del oeste, todos militantes del Komsomol, que acudirían solícitos al llamado de la revolución para hacer de la estepa un vergel. Se lanzó una grandiosa campaña de propaganda, como en los viejos tiempos, adornada de frases grandilocuentes y murales en los que jóvenes fornidos se adueñaban del futuro a lomos de un tractor.
En 1954 partió la primera expedición, 300.000 ilusionados militantes del Komsomol emigraron hacia el este con el cerebro lavado por la propaganda y la idea fija de edificar la sociedad socialista perfecta sobre el abrasador sol de la estepa. En el proyecto, que se dio en llamar Campaña de las Tierras Vírgenes, se invirtieron millones de rublos en maquinaria y materiales de construcción para levantar las aldeas agrícolas donde se alojarían los colonos, germen de prósperas ciudades como las de la gran llanura norteamericana.
Junto al ambicioso plan de urbanización, el Gosplan previó la construcción de canales y presas que desviasen agua de los ríos cercanos. El trigo no iba a necesitar ese agua, pero sí otros cultivos, como el algodón o el arroz. Poco importaba que la región fuese extremadamente seca y tuviese un ecosistema muy delicado: la naturaleza, ese obstáculo absurdo puesto ahí por algún dios desalmado, estaba al servicio del socialismo y tendría que doblegarse ante la inquebrantable voluntad bolchevique. De esta manera, la primera víctima de esta delirante campaña fueron los ríos del centro de Asia –que desaparecieron engullidos en un mar de tierras de labor– y el Mar de Aral, en aquel entonces el cuarto lago más grande del mundo. De los ríos se extrajo hasta la última gota de agua, y el mar de Aral fue condenado a desecarse lentamente, lo que ocasionó la ruina de la población ribereña.
Tanto los ríos como el mar eran errores de la naturaleza que se interponían entre el socialismo y su programa, por lo que habrían de ser subsanados. Y lo fueron. El primer plan preveía la roturación de 13 millones de hectáreas, el equivalente a la superficie de toda Grecia, islas incluidas. Jruschov, que quería distanciarse del sangriento legado de Stalin en lo tocante a deportaciones y asesinatos en masa, no cambio una sola coma en el espíritu soviético de resultados rápidos que luego pudiesen ser debidamente amplificados por la propaganda.
Los ingenieros agrónomos enviados por el Kremlin perpetraron auténticas barbaridades en el medio natural de la región, a la que se consideró una especie de Salvaje Oeste listo para ser colonizado. Pero las estepas kazajas no eran las fértiles llanuras de Kansas. La primera cosecha, correspondiente a 1954, fue grandiosa, muy por encima de las expectativas. Al año siguiente, alentados por el éxito, los dirigentes ampliaron el alcance de las tierras vírgenes hasta las 30 millones de hectáreas, o, lo que es lo mismo, la superficie de Italia.
A más tierra, más producción, pensaron en Moscú con la libretilla de contable en la mano. En 1956 se obtuvo una cosecha récord de 62 millones de toneladas de grano. El futuro pintaba prometedor para la URSS. Antes de 1960 adelantarían a Estados Unidos y luego podrían dar de comer al mundo entero. Entonces, en ese preciso instante, empezó a actuar de un modo implacable la ley de los rendimientos decrecientes. Las cosechas disminuían año tras año. En 1957 cayó un 40% sobre el año anterior. Pero Jruschov, convencido de que el pulso con la estepa lo iba a ganar, dobló la apuesta.
Se enviaron nuevos colonos a las granjas colectivas, y más material fabricado a toda prisa en las factorías del plan quinquenal. Se ordenó la roturación de nuevas tierras y se redoblaron los esfuerzos agrarios sobrecultivando las parcelas hasta extremos que cualquier ingeniero hubiese considerado suicida. En esa zona de Kazajistán llueve muy poco, y lo hace solo en verano, cuando la cosecha, que se perdía a menudo en plena temporada de lluvias. La tierra, aquella tierra, era, para colmo, extremadamente avara. Cada temporada se agotaban tierras que quedaban inservibles. Los secarrales tóxicos, machacados a pesticidas y fertilizantes, originaban frecuentes tormentas de arena que impedían ver el sol a medio día y hacían el aire irrespirable.
Los colonos empezaron a frustrarse. Su nivel de vida era bajísimo, vivían en barracones, trabajaban de sol a sol una tierra que cada vez daba menos fruto, ayudados por maquinaria escasa que fallaba constantemente y para la que no llegaban repuestos de las fábricas estatales. Por si todo lo anterior no bastara, el extraordinario esfuerzo que realizaban no revertía en ellos mismos, sino en un ministerio gobernado por burócratas que sólo conocían las tierras vírgenes por el nombre. El desánimo cundió y los rubicundos jóvenes de los murales propagandísticos, que en realidad eran famélicos aldeanos rusos traídos de las provincias más pobres, tiraron la toalla. A partir de 1960 las autoridades no encontraron la manera de reponer una población que, como las cosechas, decrecía a toda velocidad.
Para atraer colonos, Jruschov ordenó que Akomolinsk, un pequeño asentamiento kazajo de la llanura, se convirtiese en capital y centro urbano principal de la región. Se lo rebautizó como Tselinograd (ciudad de las tierras vírgenes) y se emprendió un plan urbanístico de estilo soviético del que aún perduran las colmenas alineadas en avenidas sin alma. Con el correr del tiempo Tselinograd terminaría siendo la capital de Kazajistán, con el nombre de Astana. Hoy es una próspera y pujante ciudad que rivaliza con Las Vegas en extravagancia arquitectónica.
Mediada la década de los sesenta, la campaña de las tierras vírgenes se dio por finiquitada. Había sido un fracaso completo. Millones de hectáreas quedaron arrasadas por la locura soviética. Jruschov había perdido el pulso con la estepa y poco después perdió también el poder. Todo había sido un despropósito. La URSS siguió importando grano de Estados Unidos, que sin necesidad de planes producía cada vez más. Sus granjeros, todos propietarios de la tierra que cultivaban –y que por eso mismo trataban con mimo–, no sabían ni querían saber nada de la revolución. En las tierras vírgenes el sinsentido comunista hincó, una vez más, la rodilla ante el capitalismo, pero en el desdichado imperio de los sóviets tardarían aún más de tres décadas en reconocer su derrota.
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