Durante 51 años, los cubanos se han visto sometidos a tantas desdichas, que resulta imposible enumerarlas. Basta citar las principales: carencias materiales impensables, una represión que llega hasta dentro de las casas, falta de libertad, también en el sentido religioso… Hablaré aquí de los avatares de la Iglesia Católica en la Isla.
Bajo la dictadura de Fulgencio Batista, muchos sacerdotes ayudaron a los jóvenes que se jugaban la vida luchando contra ella. Uno de sus mártires más gloriosos, José Antonio Echeverría, presidente de la Federación Estudiantil Universitaria, pertenecía a la rama juvenil de Acción Católica. El llamado Ejército Rebelde entró triunfante en las ciudades luciendo, la mayoría de sus efectivos, símbolos religiosos en el pecho y al cuello, fuesen medallas, efigies de santos o crucifijos. La revista Bohemia –cuyo director, Miguel Ángel Quevedo, creó el mito de los 20.000 muertos bajo la dictadura de Batista, lo que le costó constantes remordimientos– publicó entonces numerosos alegatos contra el comunismo y panfletos que aseguraban que había llegado una era de democracia y libertad eternas. Una de las pruebas eran, precisamente, los rosarios y medallas que exhibían los rebeldes.
Tras la caída del dictador, los púlpitos de las iglesias fueron paulatinamente convirtiéndose en tribunas de protesta por los signos de opresión y represión que se iban advirtiendo en el nuevo gobierno revolucionario, y de alerta al pueblo de lo que parecía avecinarse. Los juicios sumarios, con pruebas falsas o sin ellas, contra los que habían arriesgado sus vidas por derrocar al régimen de Batista eran seguidos de fusilamientos masivos de acusados que a menudo morían gritando: "¡Viva Cristo Rey!". Hubo sacerdotes –y no pocos– que denunciaron estos actos como arbitrarios porque aún no se decidían a llamarlos por su verdadero nombre: criminales.
La reacción del gobierno no se hizo esperar: se tachaba a los curas de "falangistas" (¡!), se escarnecían los símbolos religiosos, se insultaba a fieles y sacerdotes, según conviniera. El menor pretexto comenzó a servir para difamar a la Iglesia Católica, a su jerarquía y a sus feligreses. Un resonante ejemplo: en septiembre de 1961 el gobierno intentó suspender la tradicional procesión de la imagen de la Virgen de la Caridad del Cobre, patrona de Cuba. Tras muchas discusiones, fue autorizado el acto, pero el gobierno exigió cambiar la hora de su realización. Ante el desconcierto que tal cambio podía producir, las autoridades eclesiásticas decidieron suspenderlo, pero, ignorantes de ello, muchas personas se congregaron a las puertas de la Iglesia de la Caridad para pedir que se celebrase la procesión. El padre Arnaldo Bazán intentó en vano calmarlas. Hubo protestas contra el gobierno de Castro. Entonces, milicianos y soldados dispararon contra los fieles, y turbas de adictos al régimen –como las que hoy atacan a las Damas de Blanco– trataron de forzar las puertas del templo. Fue muerto el joven Arnaldo Socorro, y hubo varios heridos.
El día 12, monseñor Eduardo Boza Masvidal, obispo auxiliar de La Habana, fue detenido cuando llegaba a la Nunciatura y encerrado en la tenebrosa sede de la Seguridad del Estado. Pocos días después, él y 131 sacerdotes fueron trasladados al barco español Covadonga y expulsados de Cuba.
Un desdichado incidente, ocurrido años después, llevó al paroxismo los ánimos dictatoriales: el 27 de marzo de 1966, un ingeniero de vuelo llamado Ángel María Betancourt intentó secuestrar un avión cubano y desviarlo hacia los Estados Unidos. En el episodio murieron el piloto del aparato y un escolta que lo acompañaba, y herido el copiloto. Betancourt logró escapar y refugiarse en la iglesia de San Francisco de Asís, situada en la zona colonial de La Habana.
En dicha iglesia oficiaban dos sacerdotes: Serafín Ajuria, español, y Miguel Ángel Loredo, cubano. Hubo una delación, el templo fue asaltado y Betancourt y los sacerdotes, sacados a rastras. Betancourt fue fusilado, y el padre Loredo, sentenciado a largos años de condena, de los que cumplió 9 años y 10 meses: una vez libre y en los Estados Unidos, dio testimonio de los horrores del presidio político cubano y de la situación de la Isla en el libro de Nicolás Pérez Díez-Argüelles Después del silencio (Miami-San Juan, 1988). En sus impactantes declaraciones destacaba una idea: "En este carro del gobierno castrista que va al precipicio, está montada la Iglesia Cubana. Me preocupa que no se haya alineado, con claridad diáfana, junto a la defensa de los derechos de su pueblo". Y más adelante añadirá:
Bajo la dictadura de Fulgencio Batista, muchos sacerdotes ayudaron a los jóvenes que se jugaban la vida luchando contra ella. Uno de sus mártires más gloriosos, José Antonio Echeverría, presidente de la Federación Estudiantil Universitaria, pertenecía a la rama juvenil de Acción Católica. El llamado Ejército Rebelde entró triunfante en las ciudades luciendo, la mayoría de sus efectivos, símbolos religiosos en el pecho y al cuello, fuesen medallas, efigies de santos o crucifijos. La revista Bohemia –cuyo director, Miguel Ángel Quevedo, creó el mito de los 20.000 muertos bajo la dictadura de Batista, lo que le costó constantes remordimientos– publicó entonces numerosos alegatos contra el comunismo y panfletos que aseguraban que había llegado una era de democracia y libertad eternas. Una de las pruebas eran, precisamente, los rosarios y medallas que exhibían los rebeldes.
Tras la caída del dictador, los púlpitos de las iglesias fueron paulatinamente convirtiéndose en tribunas de protesta por los signos de opresión y represión que se iban advirtiendo en el nuevo gobierno revolucionario, y de alerta al pueblo de lo que parecía avecinarse. Los juicios sumarios, con pruebas falsas o sin ellas, contra los que habían arriesgado sus vidas por derrocar al régimen de Batista eran seguidos de fusilamientos masivos de acusados que a menudo morían gritando: "¡Viva Cristo Rey!". Hubo sacerdotes –y no pocos– que denunciaron estos actos como arbitrarios porque aún no se decidían a llamarlos por su verdadero nombre: criminales.
La reacción del gobierno no se hizo esperar: se tachaba a los curas de "falangistas" (¡!), se escarnecían los símbolos religiosos, se insultaba a fieles y sacerdotes, según conviniera. El menor pretexto comenzó a servir para difamar a la Iglesia Católica, a su jerarquía y a sus feligreses. Un resonante ejemplo: en septiembre de 1961 el gobierno intentó suspender la tradicional procesión de la imagen de la Virgen de la Caridad del Cobre, patrona de Cuba. Tras muchas discusiones, fue autorizado el acto, pero el gobierno exigió cambiar la hora de su realización. Ante el desconcierto que tal cambio podía producir, las autoridades eclesiásticas decidieron suspenderlo, pero, ignorantes de ello, muchas personas se congregaron a las puertas de la Iglesia de la Caridad para pedir que se celebrase la procesión. El padre Arnaldo Bazán intentó en vano calmarlas. Hubo protestas contra el gobierno de Castro. Entonces, milicianos y soldados dispararon contra los fieles, y turbas de adictos al régimen –como las que hoy atacan a las Damas de Blanco– trataron de forzar las puertas del templo. Fue muerto el joven Arnaldo Socorro, y hubo varios heridos.
El día 12, monseñor Eduardo Boza Masvidal, obispo auxiliar de La Habana, fue detenido cuando llegaba a la Nunciatura y encerrado en la tenebrosa sede de la Seguridad del Estado. Pocos días después, él y 131 sacerdotes fueron trasladados al barco español Covadonga y expulsados de Cuba.
Un desdichado incidente, ocurrido años después, llevó al paroxismo los ánimos dictatoriales: el 27 de marzo de 1966, un ingeniero de vuelo llamado Ángel María Betancourt intentó secuestrar un avión cubano y desviarlo hacia los Estados Unidos. En el episodio murieron el piloto del aparato y un escolta que lo acompañaba, y herido el copiloto. Betancourt logró escapar y refugiarse en la iglesia de San Francisco de Asís, situada en la zona colonial de La Habana.
En dicha iglesia oficiaban dos sacerdotes: Serafín Ajuria, español, y Miguel Ángel Loredo, cubano. Hubo una delación, el templo fue asaltado y Betancourt y los sacerdotes, sacados a rastras. Betancourt fue fusilado, y el padre Loredo, sentenciado a largos años de condena, de los que cumplió 9 años y 10 meses: una vez libre y en los Estados Unidos, dio testimonio de los horrores del presidio político cubano y de la situación de la Isla en el libro de Nicolás Pérez Díez-Argüelles Después del silencio (Miami-San Juan, 1988). En sus impactantes declaraciones destacaba una idea: "En este carro del gobierno castrista que va al precipicio, está montada la Iglesia Cubana. Me preocupa que no se haya alineado, con claridad diáfana, junto a la defensa de los derechos de su pueblo". Y más adelante añadirá:
Los derechos no se deben tratar o defender si conviene o si es oportuno. El mediatizarlos, relativizarlos, colocarlos en un plano de conveniencia política o diplomática transitoria, es hoy y ante la historia un fenómeno altamente censurable. (…) La situación de la Iglesia cubana actual me recuerda en parte a ciertos sectores oficiales de nuestra iglesia durante la Guerra de Independencia. Ellos defendieron la trata de esclavos, el colonialismo. Aquellos sectores de la Iglesia estuvieron contra los mambises, contra nuestra soberanía y nuestro derecho de ser libres.
Durante 51 años, la Iglesia Católica cubana ha sobrevivido, flotando sobre las diferentes aguas del oprobio que los comunistas le han vertido, perseguida, esquilmada, estigmatizada y traicionada por muchos de sus propios miembros. Qué lejos está hoy de la Iglesia firme y decidida a resistir de los primeros años de la década del sesenta…
Después del 65 llegó la hecatombe, la estampida; los templos se quedaron vacíos, con unos pocos viejos rezando; escasas parroquias mantuvieron pequeños grupos de jóvenes que desafiaban el estado de cosas impuesto por el totalitarismo castrista. Recuerdo una pastoral (creo que la del año 1968) denigrante y sumisa, impuesta por la figura oscura y abyecta de César Sacci, nuncio apostólico en La Habana y amigo del Dictador, con quien salía de paseo y fumaba puros.
En aquellos años terribles visité varias veces el seminario de San Carlos, reabierto después de serle robado a la iglesia el del Buen Pastor, en el área de Arroyo Arenas, fundado por el ya fallecido cardenal Manuel Arteaga. Allí, en el San Carlos, me sorprendieron los seminaristas con sus comentarios sobre las ventajas de ir a cortar caña y de seguir los dictados del Estado, que así les permitiría seguir estudiando la carrera sacerdotal. El rector era entonces una figura controvertida y sin duda tenebrosa: Carlos Manuel de Céspedes y García Menocal, descendiente de un eminente patriota, quien parece actuar hasta hoy de eminencia gris de la Iglesia cubana.
***
Muchas inquietudes y preguntas asaltan a quien reflexiona sobre estas cuestiones. Los países del Este de Europa sufrieron idénticas calamidades y persecuciones. Los de tradición católica, como Polonia y Hungría –y en parte la extinta Checoslovaquia–, vieron cómo se cerraban las iglesias, se encarcelaba o expulsaba a los sacerdotes y se reprimía a los fieles. Pero, en medio del dolor, de la traición y de las represalias de todo tipo, las voces de las más altas figuras de la jerarquía eclesiástica se alzaron en defensa de los derechos humanos, de los perseguidos y vejados, fueran miembros o no de la Iglesia. Al hablar de todo ello se suele evocar a dos hombres relevantes y ejemplares que afrontaron con valor la realidad de la represión: los cardenales József Mindszenty (1892-1975) y Stefan Wyszynski (1901-1981).
Siendo un jovencísimo sacerdote, Mindszenty fue internado en un campo de concentración en tiempos de la efímera República Soviética Húngara (1919). Sólo fue el principio de la larga serie de afrentas que hubo de padecer por su defensa del ser humano. En 1944 firmó junto a otros obispos una carta de protesta por los asesinatos de judíos ordenados por Hitler. Durante la guerra desplegó una incansable actividad en ayuda de víctimas y fugitivos, lo que no evitó que, terminada la contienda, el régimen comunista le atacara sin piedad. En 1948 fue arrestado y torturado; más tarde, mantenido bajo arresto domiciliario. Durante la revolución de 1956 se dirigió al pueblo para exhortarlo a luchar por la libertad; una vez sofocada aquélla en sangre, tuvo que refugiarse en la embajada de los EEUU, donde hubo de quedarse durante diez años.
En 1971, y luego de ciertas gestiones vaticanas, fue liberado, a resultas de lo cual viajó a Austria. Dedicó el resto de su vida a escribir y a ayudar a los húngaros refugiados en distintos países.
La vida de Mindszenty hace pensar en una película tan hermosa como aleccionadora, protagonizada por Anthony Quinn y titulada Las sandalias del pescador; su protagonista, Kiril, es un valiente obispo que, tras pasar largos años en cárceles comunistas, es liberado –también aquí con mediación vaticana–, elevado a cardenal y, finalmente, elegido Papa. La energía y el valor de Kiril evoca ejemplos similares… y antitéticos.
El de Wyszynski fue un caso muy parecido al de Mindszenty. Desde su juventud, este bravo polaco se implicó en una intensa labor cultural y de ayuda a los sindicatos. La llegada del comunismo a su país le hizo dirigir sus esfuerzos a mantener viva la fe de sus compatriotas. Su defensa desde el púlpito de la entereza del obispo de Kielce, arrestado por los comunistas, le trajo amenazas de reclusión. En 1951 logró un acuerdo entre el gobierno y la Iglesia Católica que amparaba a los fieles en algunos aspectos. En 1953 fue hecho cardenal, pero el gobierno le impidió viajar a Roma para ser consagrado. En ese mismo año fue arrestado y encarcelado.
En prisión siguió luchando por los derechos humanos. En 1956, manifestantes anti-comunistas pedían la libertad del heroico cardenal mientras eran reprimidos por los tanques de la dictadura.
Cuando finalmente fue liberado, su primera tarea fue luchar por evitar un baño de sangre. Por sus gestiones y actividades obtuvo cierta libertad para la Iglesia, por ejemplo, en la formación de sacerdotes.
El papa Juan Pablo II fue su discípulo y amigo. La enorme prudencia de la que hizo gala no le impidió desafiar a los gobiernos comunistas en el ejercicio de su ministerio religioso.
Siendo un jovencísimo sacerdote, Mindszenty fue internado en un campo de concentración en tiempos de la efímera República Soviética Húngara (1919). Sólo fue el principio de la larga serie de afrentas que hubo de padecer por su defensa del ser humano. En 1944 firmó junto a otros obispos una carta de protesta por los asesinatos de judíos ordenados por Hitler. Durante la guerra desplegó una incansable actividad en ayuda de víctimas y fugitivos, lo que no evitó que, terminada la contienda, el régimen comunista le atacara sin piedad. En 1948 fue arrestado y torturado; más tarde, mantenido bajo arresto domiciliario. Durante la revolución de 1956 se dirigió al pueblo para exhortarlo a luchar por la libertad; una vez sofocada aquélla en sangre, tuvo que refugiarse en la embajada de los EEUU, donde hubo de quedarse durante diez años.
En 1971, y luego de ciertas gestiones vaticanas, fue liberado, a resultas de lo cual viajó a Austria. Dedicó el resto de su vida a escribir y a ayudar a los húngaros refugiados en distintos países.
La vida de Mindszenty hace pensar en una película tan hermosa como aleccionadora, protagonizada por Anthony Quinn y titulada Las sandalias del pescador; su protagonista, Kiril, es un valiente obispo que, tras pasar largos años en cárceles comunistas, es liberado –también aquí con mediación vaticana–, elevado a cardenal y, finalmente, elegido Papa. La energía y el valor de Kiril evoca ejemplos similares… y antitéticos.
El de Wyszynski fue un caso muy parecido al de Mindszenty. Desde su juventud, este bravo polaco se implicó en una intensa labor cultural y de ayuda a los sindicatos. La llegada del comunismo a su país le hizo dirigir sus esfuerzos a mantener viva la fe de sus compatriotas. Su defensa desde el púlpito de la entereza del obispo de Kielce, arrestado por los comunistas, le trajo amenazas de reclusión. En 1951 logró un acuerdo entre el gobierno y la Iglesia Católica que amparaba a los fieles en algunos aspectos. En 1953 fue hecho cardenal, pero el gobierno le impidió viajar a Roma para ser consagrado. En ese mismo año fue arrestado y encarcelado.
En prisión siguió luchando por los derechos humanos. En 1956, manifestantes anti-comunistas pedían la libertad del heroico cardenal mientras eran reprimidos por los tanques de la dictadura.
Cuando finalmente fue liberado, su primera tarea fue luchar por evitar un baño de sangre. Por sus gestiones y actividades obtuvo cierta libertad para la Iglesia, por ejemplo, en la formación de sacerdotes.
El papa Juan Pablo II fue su discípulo y amigo. La enorme prudencia de la que hizo gala no le impidió desafiar a los gobiernos comunistas en el ejercicio de su ministerio religioso.
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Recientemente, en un articulo titulado "El cardenal dubitativo", se comparaba al cardenal Wyszynski con su homólogo cubano Jaime Ortega Alamino. Éste salía mal parado. También saldría si la comparación fuera con Mindszenty. Hay en ese texto palabras muy similares a las del padre Loredo:
Extraño a los cardenales polacos Wyszynski y Wojtyla. Los extraño más por la actuación de la Iglesia Católica cubana durante los cincuenta y un años de monarquía. Está la Iglesia alejada del pueblo y cercana al Departamento de Asuntos Religiosos del Partido Comunista de Cuba.
El resultado desfavorable de la comparación quizá no deje de sorprender si se tiene en cuenta que, en su juventud, el hoy cardenal Ortega fue internado en uno de los horribles campos de concentración de las nefastas UMAP (Unidades Militares de Ayuda a la Producción), a los que se enviaba arbitrariamente a ciertos creyentes de diversas religiones, a desafectos al gobierno de Castro, a homosexuales y a otras víctimas del régimen, denunciadas por vaya usted a saber qué. Allí sufrió y presenció horrores sin fin, como las torturas infligidas a los Adventistas del Séptimo Día por negarse a tomar las armas. Tiempo después, y ya como arzobispo de La Habana, escribió varias pastorales en las que confrontaba firmemente al gobierno.
Muchos creyeron que la visita de Juan Pablo II a Cuba ayudaría a promover una apertura democrática del castrismo. Muchos sabíamos que eso no ocurriría en modo alguno. Lo que sí ocurrió fue un deslizamiento al rojo por parte de la dirección de la Iglesia Católica cubana, que eliminó todo rasgo contestatario. El cardenal mostró interés en colaborar con el gobierno, y hasta ofreció una misa por la salud del tirano Fidel Castro –pero, en fechas bien recientes, ni una misa de difuntos por el preso político Orlando Zapata Tamayo, muerto en una huelga de hambre, al que el gobierno no ofreció la atención médica necesaria–; además, actuó en favor de cinco espías cubanos presos en los EEUU.
Cabe preguntarse si hasta en la Iglesia han hecho mella esas opiniones inhumanas y discriminatorias según las cuales la democracia sería adecuada para los países europeos pero no para los pertenecientes al llamado Tercer Mundo, que deberían conformarse con dictaduras comunistas de corte paternalista, con sus falsas defensas de los pobres y su sistemática labor de destrucción de instituciones y valores. Porque no otra cosa nos sugiere a algunos la diferencia entre el apoyo al sindicato polaco Solidaridad y el papel que hoy desempeña la alta jerarquía de la Iglesia en Cuba, que ha suscitado numerosas protestas por parte de los opositores a la dictadura; pero lo peor es la decepción del pueblo, cansado de sufrir y que esperaba amparo de aquélla. Todo ello lo resume el clamor de Guillermo Fariñas, disidente en huelga de hambre que, en grave estado de salud, ha lanzado un mensaje demoledor al cardenal: "Ortega y Alamino: o está con Dios, o con el Diablo". También lo felicitó por su reciente mediación en favor de las heroicas Damas de Blanco. Pero todos esperamos algo más.
Y yo me pregunto por las sandalias del pescador.
Muchos creyeron que la visita de Juan Pablo II a Cuba ayudaría a promover una apertura democrática del castrismo. Muchos sabíamos que eso no ocurriría en modo alguno. Lo que sí ocurrió fue un deslizamiento al rojo por parte de la dirección de la Iglesia Católica cubana, que eliminó todo rasgo contestatario. El cardenal mostró interés en colaborar con el gobierno, y hasta ofreció una misa por la salud del tirano Fidel Castro –pero, en fechas bien recientes, ni una misa de difuntos por el preso político Orlando Zapata Tamayo, muerto en una huelga de hambre, al que el gobierno no ofreció la atención médica necesaria–; además, actuó en favor de cinco espías cubanos presos en los EEUU.
Cabe preguntarse si hasta en la Iglesia han hecho mella esas opiniones inhumanas y discriminatorias según las cuales la democracia sería adecuada para los países europeos pero no para los pertenecientes al llamado Tercer Mundo, que deberían conformarse con dictaduras comunistas de corte paternalista, con sus falsas defensas de los pobres y su sistemática labor de destrucción de instituciones y valores. Porque no otra cosa nos sugiere a algunos la diferencia entre el apoyo al sindicato polaco Solidaridad y el papel que hoy desempeña la alta jerarquía de la Iglesia en Cuba, que ha suscitado numerosas protestas por parte de los opositores a la dictadura; pero lo peor es la decepción del pueblo, cansado de sufrir y que esperaba amparo de aquélla. Todo ello lo resume el clamor de Guillermo Fariñas, disidente en huelga de hambre que, en grave estado de salud, ha lanzado un mensaje demoledor al cardenal: "Ortega y Alamino: o está con Dios, o con el Diablo". También lo felicitó por su reciente mediación en favor de las heroicas Damas de Blanco. Pero todos esperamos algo más.
Y yo me pregunto por las sandalias del pescador.