Nadie ignoraba el proceso de descomposición en que se encontraba el Imperio desde hacía muchas décadas. La antiguamente todopoderosa Roma se estaba encogiendo territorialmente y, peor aún, moralmente. Pueblos otrora extraños al Imperio se habían ido introduciendo en él paulatinamente, habían ido encontrando un lugar en el que satisfacer sus necesidades básicas y también sus ambiciones políticas. Los visigodos fueron uno de ellos.
Sobre el origen y la expansión de los pueblos bárbaros existen no pocas incertidumbres, y las explicaciones que se han ofrecido durante muchos años se han presentado muy ideologizadas. Generalmente se ha afirmado que los bárbaros no eran sino grupos étnicos diferenciados y coherentes, unidos por una herencia cultural, histórica y genética común. Se trata de la tesis que más éxito ha logrado en la historiografía clásica, y aún pervive en eso que suele llamarse imaginario popular. Sin embargo, en Historia las cosas nunca se presentan de una manera tan clara, y por tanto se debe rehuir del término tesis y recurrir a uno más humilde: hipótesis. No se trata de claudicar y renunciar a un conocimiento cada vez más exhaustivo de los hechos, tampoco de rebatir posiciones simplemente porque provienen de otros ambientes culturales. Conviene dudar de todo, no por escepticismo estéril sino por honestidad intelectual.
La historiografía clásica de origen germánico presenta una visión de las invasiones bárbaras demasiado mitificada, ideologizada y partidista. Al agotamiento, anquilosamiento y corrupción del Imperio contrapone la savia nueva, joven y dinámica de los pueblos germánicos. Esta visión de la Historia parece sugerir que tales pueblos irrumpieron en el mundo romano de la noche a la mañana y sacudieron de tal modo sus estructuras que acabaron con él en cuestión de décadas. Las cosas, sin embargo, sucedieron de modo bien distinto.
¿Quiénes fueron realmente los bárbaros? Nadie se llama a sí mismo bárbaro. Es un nombre que se aplica a alguien que no se ajusta a un determinado patrón. Bárbaros, en la Grecia clásica, eran todos aquellos que no eran griegos: parece una frase banal, pero contiene una carga ideológica importante. Algo similar sucede en el caso de Roma: bárbaro es todo pueblo que se encuentra más allá de las fronteras. A medida que el Imperio se fue extendiendo, los que antes habían sido considerados bárbaros (hispanos, galos, etc.) pasaron a ser romanos. La romanización fue homogeneizando todo, aunque sin anular necesariamente características propias de los diferentes pueblos.
Los pueblos germánicos, que se fueron haciendo cada vez más fuertes durante los siglos IV y V, tampoco escaparon a este proceso. También ellos fueron romanizados, en mayor o menor medida. Adoptaron el latín, ya decadente pero lengua común del Imperio al fin y al cabo. El cristianismo pasó a ser la religión de todos ellos, bien es cierto que unos se incorporaron a la ortodoxia y otros no –resulta curioso que una herejía de origen oriental como el arrianismo perviviera durante mucho más tiempo en Occidente gracias a alguno de los reinos bárbaros que se crearon tras la caída del Imperio–. La romanización también alcanzó, por supuesto, a la estructura de gobierno, el sistema legal –con variaciones significativas pero en sintonía con la tradición romana–, la composición social y un largo etcétera, que incluye los más variados aspectos económicos, militares y culturales.
¿En qué medida, por tanto, podemos hablar de bárbaros? Encontramos, en el fondo, muy pocas diferencias entre bárbaros y romanos. Roma siguió colonizando culturalmente incluso en su etapa final.
Un ejemplo de lo dicho hasta ahora lo constituye el pueblo visigodo. Utilizamos el término visigodos por convención aun a sabiendas de que se trata de un anacronismo. Las fuentes de la época se refieren a ellos como godos y en las anteriores al siglo V aparecen como theruingi y greuthungi, los dos grupos más importantes dentro del conglomerado de tribus y grupos étnicos diferentes y en constante transformación que conformó el pueblo godo. Sólo más tarde se crearon dos términos, visigodos y ostrogodos, para identificar, respectivamente, a los que se asentaron en zonas más occidentales y más orientales.
Es muy probable que su origen remoto se sitúe en la zona meridional de Escandinavia, aunque no existen pruebas que lo demuestren. Sí podemos afirmar que se configura como entidad compuesta de grupos étnicos diferentes en la Dacia, actual Rumanía, durante el siglo IV. Jordanes, uno de los historiadores godos más importantes, nos informa acerca de la grave amenaza a la que se vieron sometidos por parte de los hunos. Este peligro provocó que su relación con el Imperio Romano se afianzara aún más. Se les concedió la posibilidad de trasladarse más al sur y se instalaron en las regiones de Tracia y Moesia, aprovechando la defensa natural del Danubio. Los visigodos, a cambio de estas concesiones, se fueron comprometiendo a acatar las leyes romanas, a servir militarmente a Roma como federados y a completar su proceso de conversión al cristianismo.
Las alianzas en épocas de gran convulsión son inestables; la larga serie de conflictos y reconciliaciones entre los visigodos y el Imperio se prolongó hasta la caída de este último. Buscando unas veces protección, otras veces el propio interés, los visigodos fueron realizando una lenta pero continuada migración hasta llegar no sólo a las puertas sino al interior de la misma Roma, profanando lo que era ya sólo simbólicamente el corazón del Imperio.
Tras esta larga marcha, sembrada más de triunfos, aunque imperfectos, que de fracasos, se instalaron en el sur de Galia, donde fundaron su propio reino con el beneplácito de la moribunda Roma. Lograron materializar de este modo el objetivo por el que habían luchado desde hacía décadas todos sus reyes, comenzando por Alarico. La presión de otros bárbaros provocaría en la segunda mitad del siglo V que abandonaran los territorios galos sobre los que gobernaban y se trasladaran a la península ibérica. Se iniciaba así la lenta transición de la Hispana romana a la España visigoda.