Los liberales miramos con orgullo aquella obra, que cristalizó en una Constitución que inspiró otras en distintos lugares del mundo.
Hay mucho que celebrar. Se arrambló con algunas instituciones carentes de justicia y función y con privilegios que habían perdido su sentido, se reconoció la libertad de imprenta y las libertades económicas. Pero también hay motivos para censurar aquellas Cortes y aquella Constitución desde un punto de vista liberal.
La inspiración del texto de 1812 es netamente francesa. Mejía Lequerica, cuando expuso su proyecto de decreto para la elaboración de la Constitución, puso como ejemplo el Juramento del Juego de Pelota de 1789, por el que los miembros de la Asamblea Nacional del país vecino se comprometieron a no abandonar tal recinto sin haber redactado una nueva ley fundamental. Los vocales de nuestra comisión constitucional se limitaron a corregir, completar o modificar el documento elaborado por Antonio Ranz Romanillos. Fue éste secretario de la Junta de Bayona, y participó en la redacción de la Carta Otorgada de 1808, que tradujo cuidadosamente al español.
Se puede apreciar claramente la inspiración francesa en la inclusión de una relación de derechos fundamentales –si bien éstos quedaban relegados al articulado–, en la invocación de la separación de poderes, en el racionalismo administrativo y en la idea de soberanía nacional. Ésta procede de un concepto de nación puramente francés, enlaza perfectamente con Rousseau y su voluntad general y supone depositar un poder absoluto, sin limitación teórica o práctica, en una institución. Dicho poder, no nos extrañará, recaía en gran medida en las Cortes. Además, se apostó por un sistema unicameral, sin el elemento moderador que puede aportar una segunda cámara.
Las Cortes llevaron la idea de soberanía nacional hasta su última conclusión, que es el poder absoluto y el abandono de la separación de poderes. Se ha hablado, con propiedad, de "absolutismo parlamentario". Sobre la concentración de poderes en las Cortes dan fe sus muchos actos ejecutivos y resoluciones judiciales.
Entre los muchos actos propios de una administración, las Cortes resolvieron asuntos tan particulares como atender "una solicitud de Josefa Granados para que al sargento Juan Antonio Gallego se le conceda dispensa en depósito para contraer matrimonio"; igualmente, prestaron atención al pedido de D. Francisco Quesada, "para que se le permita vender a censo algunas tierras procedentes de una memoria de misas". Entre sus fallos judiciales se encuentra el caso de un impresor de Cuenca que denunció al alcalde de la ciudad, Feliciano Grande, porque, infringiendo la Constitución, "allanó su casa con objeto de quitarle una resma de almanaques que había impreso".
Mencionemos también, siquiera de pasada, el caso del obispo de Orense y el de Miguel Lardizábal, ambos elegidos para formar parte de la Regencia. Se les envió un juramento que comenzaba así: "¿Reconocéis la Soberanía de la Nación representada por los diputados de estas Cortes generales y extraordinarias?"; luego seguían otras preguntas. El obispo, Pedro Quevedo y Quintano, renunció antes de firmar y solicitó que se le permitiese regresar a Orense, lo que le fue concedido. Pero creyó necesario compartir su opinión sobre el decreto del 24 de septiembre y el concepto de soberanía nacional.
El religioso observó que si la soberanía estaba en la nación, entonces no estaba en el Rey, con lo que éste se convertía en súbdito. Fue más allá, incluso, al señalar que se obligaba al monarca a firmar su sumisión a "los decretos, leyes y Constitución" que aprobasen las Cortes. Y añadió que jamás un Gobierno absoluto había llegado tan lejos.
Las Cortes se reunieron en sesión secreta (lo que era muy común) para decidir qué hacer. Sabemos por Antonio Campmany que unos querían enviar al señor obispo a las Malvinas; otros, confinarle en Ceuta; otros más, que se le decapitase. Dueñas propuso que se confiscasen todos sus bienes –y los de Lardizábal– para sufragar un monumento a Padilla y al obispo de Zamora, "degollados ambos sin oírlos en tiempos de los comuneros por haber sostenido los derechos de la nación". Finalmente, las Cortes resolvieron que el señor obispo, y, como él, todo el que se hallare en el caso de "no querer jurar la Constitución en los términos prevenidos", fuera
tenido por indigno del nombre de español, despojado de todos sus empleos, sueldos y honores y expelido del territorio español en el término de veinticuatro horas.
A don Pedro le intimaron a firmar los juramentos. Pero don Pedro resolvió no conformarse "ni hacer el juramento" a menos que se le permitiera "explicar el sentido" en que podía hacerlo sin perjuicio de su conciencia y de sus "más estrechas obligaciones". Finalmente, el pulso lo ganaron las Cortes: enfermo, don Pedro juró, el 3 de febrero de 1811.
José María Blanco White se preguntó, reflexionando sobre los casos de Quintano y Lardizábal:
¿Cómo es que las cárceles de Cádiz no han estado libres de dos o tres escritores a la vez desde el principio de la libertad de imprenta?
Y es que, como en Francia, las libertades eran prístinos ideales abstractos, pero en los hechos las autoridades no toleraban oposición alguna.
En marzo de 1814, una moción firmada por trece diputados pedía la redacción de un Código Penal. El proyecto de ley decretaba la pena de muerte a quien conspirase "directamente y de hecho a destruir o alterar el Gobierno monárquico hereditario" que la Constitución establecía; a quien intentase "directamente o de hecho establecer en España otra religión" que la católica; a quien impidiese o entorpeciese la celebración de Cortes o de juntas electorales... Martínez de la Rosa, dos días después de que Fernando VII disolviese las Cortes, propuso lo siguiente:
El diputado a Cortes que, contra lo prevenido en el artículo 375 de la Constitución, proponga que se haga en ella o en alguno de sus artículos alguna alteración, adición o reforma hasta pasados ocho años después de haberse puesto en práctica la Constitución en todas sus partes, será declarado traidor y condenado a muerte.
Yo no niego el patriotismo de los convocados a Cortes en esos años. Pero el camino que tomaron seguramente no fue ni el mejor ni el único posible. España, como Inglaterra, tenía una Constitución histórica. Gaspar Melchor de Jovellanos, ante los crecientes rumores de que se estaba pensando en escribir una nueva norma fundamental, señaló que España ya la tenía:
¿Qué otra cosa es una Constitución que el conjunto de Leyes Fundamentales que fijan los derechos del soberano y de los súbditos, y los medios saludables para preservar unos y otros?
Un manifiesto firmado en 1814 por varios diputados decía: "Constitución había, sabia, meditada, y robustecida con la práctica y el consentimiento general". Los firmantes reconocían el "despotismo ministerial digno de enmienda" de la época de Carlos IV y estaban abiertos, como Jovellanos, a las reformas.
La cuestión es que, como dijo Manuel José Quintana, "una posición política nueva enteramente inspiró formas y principios políticos enteramente nuevos", que llevaron a un absolutismo parlamentario.
Sería interesante pensar si una reforma de la Constitución tradicional española, más que la ruptura que supusieron las Cortes de Cádiz, no habría dado más estabilidad, continuidad y libertad a nuestro país.