Dice el periódico que los populares no dan nombres, pero "diversas asociaciones africanistas" apuntan a Vasco Núñez de Balboa y Bartolomé de las Casas, entre otros.
O sea: una barbaridad conjunta, donde se deja la práctica teórica a los supuestos afectados, que acaban de llegar de África, no de América, para convertirse en esclavos voluntarios, en pateras, no en barcos negreros. Si bien las condiciones en estas naves eran espantosas, al menos el negro era considerado una mercancía y los despachantes tenían algún interés en que una parte importante de la carga llegara viva, cosa que a los que fletan pateras les importa un carallo.
¿Cómo es posible que el PP se deje envolver en semejante patochada? La culpa, la sempiterna culpa por crímenes que cometieron otros hace más de doscientos años, cuando esos crímenes no eran tales, sino parte del funcionamiento de la sociedad global, que, por cierto, ya existía, y de la cual España no era una porción precisamente menor.
Por supuesto que la esclavitud fue una institución abominable. Y hay países y regiones en las que lo sigue siendo, aunque de manera encubierta (y de eso sí deberían ocuparse los políticos, en vez de tratar con normalidad a los dirigentes de esos lugares). Pero arrepentirse ahora de los pecados de nuestros antepasados para quedar bien con una gente que no fue víctima de la trata es literalmente absurdo, aunque crean nuestros señores representantes que eso da votos.
¿Borraremos del callejero el nombre de Platón? Porque resulta que él consideraba la esclavitud como algo perfectamente normal. Ya, ya, no hablamos de aquella esclavitud, la de griegos y romanos, sino de la más reciente, la que inauguraron los árabes en África hace sólo seiscientos años: la del tráfico de personas. Pues entonces cambiemos de tercio. ¿Borraremos del callejero, suponiendo que figure en él, el nombre de Jefferson? Y apelo precisamente a su nombre porque él vivió como nadie el problema. Propietario de esclavos como era, el tercer presidente de los Estados Unidos se enamoró de Sally Hemings, negra, nacida en su plantación, y tuvo con ella siete hijos, cuyos descendientes son reconocidos desde hace unos años como legítimos de Jefferson. La trató como los hombres trataban entonces a las mujeres, y en 1789, cuando viajó a París, y siendo él viudo desde hacía siete años de una señora blanca, la llevó con él. Pero no pudo hacer pública su situación porque, de hacerlo, su vida política hubiese finalizado inmediatamente. Aún no era tiempo para proclamarse abolicionista: ni siquiera existía el concepto, aunque se estaba abriendo paso.
Se necesitaron cien años más para que Lincoln pudiera defender esa posición desde la presidencia. Y, en cierto sentido, se adelantó a la realidad, como bien explicó David W. Griffith en "El nacimiento de una nación", un película acusada de defender la esclavitud cuando nada de eso hay en ella: es una llamada a la sensatez, una lección sobre la inconveniencia de adelantarse a los acontecimientos, porque se podía ganar la guerra a la Confederación, pero después de eso había que hacer algo con los esclavos liberados, no se los podía abandonar a su suerte ni permitir que se constituyeran en una carga para la sociedad en general, puesto que no iban a regresar a África, como Lincoln había supuesto ingenuamente. Muchos no fueron capaces de abandonar las viejas plantaciones, no contaban con preparación alguna y desconocían cualquier otro tipo de vida; además, en la plantación contaban con unas seguridades que no les proporcionaba la libertad, ni la vida urbana, ni los caminos que tenían abiertos. Eso, sin contar con los lazos de afecto que en muchos casos establecían los esclavos domésticos con sus amos, y viceversa, lazos que no ponían en duda el lugar de cada cual.
Pues bien: resulta que la normalidad no es la misma en todas las épocas. De eso se trata. Para el padre Bartolomé de las Casas, una especie de progre de su tiempo, la esclavitud era perfectamente normal. Sólo que le parecía mejor que los esclavos fueran negros, y no indios americanos, porque éstos tenían alma y los africanos, no. Y Núñez de Balboa, que sometió indígenas y los puso a su servicio, no debería ser preocupación de los africanos de España, porque Panamá, cuyo dominante étnico no es precisamente europeo, hace mucho que decidió que debía bastante a aquel hombre que tuvo lo necesario para llegar por ver primera desde Europa hasta el Pacífico, cruzando la selva no lejos de lo que hoy es el Canal: no en vano la moneda panameña lleva su nombre, así como la máxima condecoración nacional.
La pregunta es en qué está pensando esta gente, y no me refiero tanto a los dirigentes del gueto africano, que más poder tienen cuanto más aislado está su colectivo, como a nuestros presuntamente ilustres representantes en el Congreso, cuando deciden ponerse de acuerdo y proceder a una mutilación ostensible de la historia, cuando pretenden negar los hechos en nombre de unos principios que para nada están claros (con perdón), cuando mezclan la actualidad con el pasado de modo propio de gente ignorante o de mala fe: cuando, en última instancia, también los diputados del PP, actúan con los criterios de Chávez y se ponen al borde de iniciar el derribo de las estatuas de Colón, incluida la que tanto nos ha costa mover unos metros más allá por orden del señor alcalde.
¿Es que no se dan cuenta de lo que desata su complacencia con colectivos en los que la explotación propia está a la orden del día? ¿Es posible que se ocupen de los esclavistas españoles de cuando todo el mundo era esclavista y no de la situación de los negros del top manta, prisioneros de sus propios paisanos o de inmigrantes de otras procedencias (para el caso, predominantemente paquistaníes) y de unas leyes de inmigración de las que lo menos que se puede decir es que carecen de una normativa precisa?
¿Quieren reparar el desaguisado de la trata? Ya sé: es duro, porque no basta con libertad y escuelas, sino que hay que luchar con el imán, con la matrona que practica ablaciones, con los socios de la alianza de civilizaciones; o sea: hay que convertir a esos tipos que pretenden abolir la historia (entre otras cosas, porque carecen de una propia) en hombres modernos. Lo demás es ridículo.
vazquezrial@gmail.com
www.vazquezrial.com
O sea: una barbaridad conjunta, donde se deja la práctica teórica a los supuestos afectados, que acaban de llegar de África, no de América, para convertirse en esclavos voluntarios, en pateras, no en barcos negreros. Si bien las condiciones en estas naves eran espantosas, al menos el negro era considerado una mercancía y los despachantes tenían algún interés en que una parte importante de la carga llegara viva, cosa que a los que fletan pateras les importa un carallo.
¿Cómo es posible que el PP se deje envolver en semejante patochada? La culpa, la sempiterna culpa por crímenes que cometieron otros hace más de doscientos años, cuando esos crímenes no eran tales, sino parte del funcionamiento de la sociedad global, que, por cierto, ya existía, y de la cual España no era una porción precisamente menor.
Por supuesto que la esclavitud fue una institución abominable. Y hay países y regiones en las que lo sigue siendo, aunque de manera encubierta (y de eso sí deberían ocuparse los políticos, en vez de tratar con normalidad a los dirigentes de esos lugares). Pero arrepentirse ahora de los pecados de nuestros antepasados para quedar bien con una gente que no fue víctima de la trata es literalmente absurdo, aunque crean nuestros señores representantes que eso da votos.
¿Borraremos del callejero el nombre de Platón? Porque resulta que él consideraba la esclavitud como algo perfectamente normal. Ya, ya, no hablamos de aquella esclavitud, la de griegos y romanos, sino de la más reciente, la que inauguraron los árabes en África hace sólo seiscientos años: la del tráfico de personas. Pues entonces cambiemos de tercio. ¿Borraremos del callejero, suponiendo que figure en él, el nombre de Jefferson? Y apelo precisamente a su nombre porque él vivió como nadie el problema. Propietario de esclavos como era, el tercer presidente de los Estados Unidos se enamoró de Sally Hemings, negra, nacida en su plantación, y tuvo con ella siete hijos, cuyos descendientes son reconocidos desde hace unos años como legítimos de Jefferson. La trató como los hombres trataban entonces a las mujeres, y en 1789, cuando viajó a París, y siendo él viudo desde hacía siete años de una señora blanca, la llevó con él. Pero no pudo hacer pública su situación porque, de hacerlo, su vida política hubiese finalizado inmediatamente. Aún no era tiempo para proclamarse abolicionista: ni siquiera existía el concepto, aunque se estaba abriendo paso.
Se necesitaron cien años más para que Lincoln pudiera defender esa posición desde la presidencia. Y, en cierto sentido, se adelantó a la realidad, como bien explicó David W. Griffith en "El nacimiento de una nación", un película acusada de defender la esclavitud cuando nada de eso hay en ella: es una llamada a la sensatez, una lección sobre la inconveniencia de adelantarse a los acontecimientos, porque se podía ganar la guerra a la Confederación, pero después de eso había que hacer algo con los esclavos liberados, no se los podía abandonar a su suerte ni permitir que se constituyeran en una carga para la sociedad en general, puesto que no iban a regresar a África, como Lincoln había supuesto ingenuamente. Muchos no fueron capaces de abandonar las viejas plantaciones, no contaban con preparación alguna y desconocían cualquier otro tipo de vida; además, en la plantación contaban con unas seguridades que no les proporcionaba la libertad, ni la vida urbana, ni los caminos que tenían abiertos. Eso, sin contar con los lazos de afecto que en muchos casos establecían los esclavos domésticos con sus amos, y viceversa, lazos que no ponían en duda el lugar de cada cual.
Pues bien: resulta que la normalidad no es la misma en todas las épocas. De eso se trata. Para el padre Bartolomé de las Casas, una especie de progre de su tiempo, la esclavitud era perfectamente normal. Sólo que le parecía mejor que los esclavos fueran negros, y no indios americanos, porque éstos tenían alma y los africanos, no. Y Núñez de Balboa, que sometió indígenas y los puso a su servicio, no debería ser preocupación de los africanos de España, porque Panamá, cuyo dominante étnico no es precisamente europeo, hace mucho que decidió que debía bastante a aquel hombre que tuvo lo necesario para llegar por ver primera desde Europa hasta el Pacífico, cruzando la selva no lejos de lo que hoy es el Canal: no en vano la moneda panameña lleva su nombre, así como la máxima condecoración nacional.
La pregunta es en qué está pensando esta gente, y no me refiero tanto a los dirigentes del gueto africano, que más poder tienen cuanto más aislado está su colectivo, como a nuestros presuntamente ilustres representantes en el Congreso, cuando deciden ponerse de acuerdo y proceder a una mutilación ostensible de la historia, cuando pretenden negar los hechos en nombre de unos principios que para nada están claros (con perdón), cuando mezclan la actualidad con el pasado de modo propio de gente ignorante o de mala fe: cuando, en última instancia, también los diputados del PP, actúan con los criterios de Chávez y se ponen al borde de iniciar el derribo de las estatuas de Colón, incluida la que tanto nos ha costa mover unos metros más allá por orden del señor alcalde.
¿Es que no se dan cuenta de lo que desata su complacencia con colectivos en los que la explotación propia está a la orden del día? ¿Es posible que se ocupen de los esclavistas españoles de cuando todo el mundo era esclavista y no de la situación de los negros del top manta, prisioneros de sus propios paisanos o de inmigrantes de otras procedencias (para el caso, predominantemente paquistaníes) y de unas leyes de inmigración de las que lo menos que se puede decir es que carecen de una normativa precisa?
¿Quieren reparar el desaguisado de la trata? Ya sé: es duro, porque no basta con libertad y escuelas, sino que hay que luchar con el imán, con la matrona que practica ablaciones, con los socios de la alianza de civilizaciones; o sea: hay que convertir a esos tipos que pretenden abolir la historia (entre otras cosas, porque carecen de una propia) en hombres modernos. Lo demás es ridículo.
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